El autogolpe y la «republikETA» de los simios

El autogolpe y la republikETA de los simios

El planeta de los simios registra uno de los grandes finales del cine de ficción. Justo en el instante en el que el astronauta Taylor cabalga plácidamente por una desértica playa tras desembarazarse de unos monos inteligentes que lo habían hecho preso tras el aterrizaje forzoso de la nave espacial que comandaba. Ambientada en el 3.978 –20 siglos después de su marcha de la Tierra–, tiene como marco un ignoto paraje astral en el que sus pobladores humanos son tiranizados por antropoides donde los orangutanes se arrogan la dirigencia, los gorilas asumen la función militar y los chimpancés desempeñan las tareas científicas. En su cabalgada, una oscura mole reclama la atención de Taylor, quien se apea de la montura y entra en estado de shock. Al arrodillarse como ante una repentina aparición, su compañera de fuga alza la vista –y con ella la cámara– trasladando al espectador la visión apocalíptica de la neoyorkina Estatua de la Libertad derruida y semienterrada entre el mar y las rocas.

El coronel acaba de percatarse de que el planeta de los simios es, en realidad, la Tierra. Espantado de cómo ha devenido en barbarie el mundo de ayer sojuzgado por unos monos que muestran la involución humana, exclama con odio y pesar: «¡Maniáticos! ¡La habéis destruido! ¡Yo os maldigo a todos!». Con la mirada rota por los escombros del monumento que la Francia de la Liberté, Egalité, Fraternité donó a EEUU en el centenario de su Independencia, el personaje que interpreta Charlton Heston se lamenta de que sus estúpidos congéneres hubieran sido incapaces de evitar su autodestrucción aniquilando su libertad y progreso.

Como la realidad imita al arte, el relato fantástico inspirado en la novela de Pierre Boulle, autor asimismo de El puente sobre el río Kwai, es un hecho ya en la Tierra sin aguardar a ese hipotético 3.978. Basta contemplar ese país de los simios en que desembocó la democracia venezolana del «aquí eso no puede pasar» en la que Chávez plantó sus garras y gobernó como el planeta de los simios. Es más, es difícil no establecer paralelismos con la España actual colonizada política y judicialmente por un bolivarismo que tiene al ex presidente Zapatero como gran canciller, al vicepresidente Iglesias como brazo ejecutor y al ex juez Garzón, defensor de los gerifaltes de aquella narcodictadura, moviendo los hilos de la Fiscalía General del Estado merced a su relación sentimental con la ex ministra y jefa del Ministerio Público, Dolores Delgado.

Todo ello con el añadido de fiscales conchabados con Podemos para librar a sus dirigentes de las causas que le comprometen y que les tienen al tanto de sumarios que puedan perjudicar a unos adversarios a los que Iglesias amenaza en las Cortes con que «no volverán a formar parte del Consejo de Ministros de este país» retrotrayendo España a los tiempos convulsos previos a la Guerra Civil. A este respecto, resulta esclarecedor el apuñalamiento del teniente fiscal Navajas, a la par que exculpaba al Gobierno de cualquier responsabilidad penal en la Covid-19 con sus más de 50.000 fallecidos, a dos fiscales del juicio del 1-O por la tentativa golpista en Cataluña, Consuelo Madrigal y Fidel Cadena, actualizando el drama escrito por Zorrilla –El puñal del godo– sobre la traición del conde don Julián, para vengarse de don Rodrigo, que franqueó la invasión árabe de la Península.

La navaja del teniente fiscal de ese apellido sirve además para seguir ajustando cuentas, al modo de los diez negritos de Agatha Christie, con quienes preservaron el orden constitucional hace tres años. Esta venganza no cejará hasta colocar al Rey por su histórico discurso del 3 de octubre en una hornacina en la que sea testigo mudo del cambio de régimen que se opera en España después de legitimarse y legalizarse el proceso catalán.

Entre tanto, como maniobra de distracción, dos reconocidos fracasados en la gestión de la covid, como Illa y Simón, desestabilizan el Gobierno de la Comunidad de Madrid para desviar la atención con el mismo cinismo que Serrano Suñer, ministro franquista de la Gobernación, se ofrecía al embajador británico en Madrid a mandarle policías que le protegieran de los manifestantes que él mismo convocaba a las puertas de la misión diplomática. El asalto a la Comunidad de Madrid, en tanto en cuanto es el baluarte más visible que gobierna el centro derecha, es inseparable del autogolpe en marcha. El valor que no tienen con Torra lo emplean con Ayuso.

Secundando los parámetros de golpe de Estado en Cataluña –ahora desde el Gobierno y antes desde el Palacio de la Generalitat–, este autogolpe pretende derogar el régimen constitucional sobre la base de que la excepcionalidad política, acorde con las tesis de Carl Schmitt en las que se apoyó Hitler aprovechando la crisis de la democracia de Weimar, autoriza a dotar de una legitimidad superior al presidente del Gobierno sobre los poderes legislativo y judicial. Sentada esa premisa, como refiere el historiador inglés Ian Kershaw en su biografía sobre Hitler, se trata de «trabajar en la dirección del Führer», algo que no cabe circunscribir a la Alemania nazi.

Por eso, atendiendo a los visos de este autogolpe de Estado, el fotograma final de El planeta de los simios es la viva imagen de la devastación de la España democrática fiada a quienes auspician «esa republiqueta (más bien RepublikETA, dada la contribución del brazo político de la banda terrorista) plurinacional con derecho de autodeterminación» que ha denunciado el 13 años presidente del Gobierno y 20 secretario general del PSOE, Felipe González, al diario argentino Clarín.

Al constatar cómo se devastan 40 años de democracia y cómo se arriesga la integridad territorial, su perplejidad evoca la del astronauta Taylor al observar los restos de su milenaria civilización. Esto lleva a González a manifestarse resuelto, «con lo que me queda de fuerzas», a combatir lo que entiende «sería la semilla de la autodestrucción de España como Estado-Nación». Sotto voce, algunos dirigentes y muchos militantes del PSOE participan de esa turbación, pero no rompen la espiral de silencio de la obediencia debida.

Ello hizo que hace meses, tras escuchar en Sevilla un alegato similar al de González por parte de Guerra, una «socialista de verdad» tomara del brazo al ex presidente andaluz Borbolla: «¿Lo has oído? ¿Entonces por qué no hacéis nada? ¿A qué tenéis miedo?». Con palmaria incomodidad, según testigos, este biznieto de un ministro de Alfonso XII buscó justificarse: «Lo que acaba de decir Alfonso lo decimos muchos en el PSOE. Yo no estoy acobardado…». Es de temer que, para disgusto de Borbolla, aquella señora no albergara el pensamiento de la hortelana que acudía a las disertaciones de Ralph Waldo Emerson, pensador de cabecera de Lincoln, porque le encantaba escuchar, aunque no entendiera nada –como le confesó cuando éste quiso indagar sobre aquella insólita asistente–, a «alguien que nos habla como si todos fuésemos inteligentes». Pocos elogios, desde luego, más placenteros.

Lo cierto es que 43 años de democracia pueden quedar asolados en 43 semanas de Gobierno de cohabitación PSOE-Podemos con un presidente temerario dispuesto a sostenerse en el poder echando abajo los pilares del Estado de Derecho para reinar autocráticamente como un zar. Después de negar que no pactaría con un populismo cuyo final es la pobreza y la falta de democracia de Venezuela, ni con quien defiende un referéndum de autodeterminación en Cataluña y que hay presos políticos en España, ni formaría un Gobierno de coalición abocado al fracaso y que le haría ser un presidente insomne, Sáncheztein se guía por el camino que dijo no tomar.

En estos meses de Ejecutivo socialcomunista, se ha apoderado de instituciones claves poniéndolas a su servicio, socava la separación de poderes, envenena la atmósfera política polarizando la sociedad y suplanta al mismo Rey después de prometer todo el Consejo de Ministros, por su conciencia y honor, cumplir fielmente las obligaciones del cargo «con lealtad al Rey y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado».

Haciéndole expiar su defensa del orden constitucional tras el intento de golpe de Estado del 1-O de 2017 de los hoy socios independentistas del presidente del Gobierno, Sánchez ha hecho a Felipe VI cautivo al punto de prohibir al Jefe del Estado acudir a la entrega de despachos a una nueva promoción de jueces que, según la Constitución, administran Justicia en nombre de ese Monarca al que despacha como si fuera un subalterno incumpliendo su deber de acudir al Palacio de la Zarzuela a tratar los asuntos de Estado.

El maltrato de Sánchez a quien amenaza aviesamente con permitir la investigación que reclama Podemos sobre su padre ejemplifica esta apreciación de Julio Camba: «Hacerse el amo es todo lo contrario de serlo. El amo de una cosa la cuida o la descuida, allá él, pero no hay temor alguno de que, para demostrar sus derechos de propiedad o dominio, coja la cosa en cuestión y la destruya, que es, precisamente, como procede aquel que quiera hacerse el amo». Es más, como no oculta Podemos, quiere limitar las funciones del Rey por medio de una ley que, con clara vulneración de la Carta Magna, lo relegue a ser «la quinta rueda del carro», que decía Julián Marías. Así, reducido a la mera insignificancia, sería casi indiferente la conservación de la institución. En suma, privarle de la condición de «cabeza de la nación» tan primordial para combatir los intentos de golpe de Estado contra el orden constitucional.

Por su voluntad y de deseo, Sánchez preside un Gobierno destructor del orden democrático que, en el corazón de Europa, ejecuta en meses lo que a Chávez, padrino de sus socios de Gobierno, le costó un par de decenios en Venezuela. No es casualidad, sino causalidad, que no se aclare la presencia en España de la vicepresidenta de Maduro, Delcy Rodríguez, contraviniendo la legalidad europea, y se remplace el embajador que acogió en la legación española en Caracas al opositor Leopoldo López para tender puentes con una dictadura que ha convocado unas elecciones sin garantías para blanquearse.

Si la satrapía venezolana ilustra de cómo se echan a perder las democracias por quienes usan las urnas para llegar al poder y luego subvierten las reglas para perpetuarse, España ya debiera tener claro que aquello de que «eso no puede pasar aquí» supone un modo de suicidio. Pero si con la covid no escarmentó en la cabeza ajena de Italia ni tampoco en la propia tras cien días de Estado de Alarma empleados en agrietar el sistema, en vez de sofocar la pandemia, es altamente probable que la mayoría de los ciudadanos se hagan la composición de lugar de aquellos ingenuos venezolanos que pensaban que no había por qué asustarse con aquel militar golpista. Terminaría apaciguando su fogosidad antisistema y amansando sus arrestos revolucionarios, al ser «un accidente de fin de siglo».

Como ha explicado, entonando su particular mea culpa, el escritor Ibsen Martínez al evocar el candor del artículo que publicó hace veintidós años en El Universal de Caracas bajo el título «Por qué no me asusta Chávez», en aquel momento, muy pocos expresaban su alarma. Al tratarse de la «democracia más antigua y sólida de la región», creyeron que se trataba de un cambio de elenco «zafio y cuartelario, cómo negarlo». Sin contemplar la posibilidad de que aquel petroestado trocara en la narcodictadura militar de hoy.

Pensando que «eso no puede pasar aquí», muchos españoles no perciben a dónde les conducen aquellos que han visto en la covid 19 la oportunidad verbalizada sin ambages por Iglesias para desestabilizar la democracia española con la anuencia satisfecha de Sánchez: «Los comunistas sólo pueden tener éxito en los momentos de excepción, de tempestad para abrir paso a una nueva normalidad». Como previene Tocqueville en La democracia en América, «no debemos tranquilizarnos pensando que los bárbaros están muy alejados de nosotros, pues si hay pueblos que se dejan arrancar la luz de las manos, también los hay que la sofocan ellos mismos con los pies». Como aquella tierra convertida en El planeta de los simios por la insensatez de quienes dejan avanzar el mal permitiendo que todo sea siempre peor al día siguiente.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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