El autoindulto que condena a Sánchez

El autoindulto que condena a Sánchez

Parafraseando la novela de Augusto Roa Bastos Yo el Supremo, donde el escritor paraguayo biografía al dictador perpetuo Rodríguez de Francia y el mundo irreal en que vivía instalado, se diría que Pedro Sánchez persigue reencarnarlo al acelerar, con su decisión de prodigar el indulto a los golpistas catalanes del 1-O de 2017, una deriva autoritaria de César Visionario que arrastra a España al barranco en el que su ayuda de cámara, Iván Redondo, dice estar dispuesto a arrojarse por su jefe. Como gran copista de series televisivas sobre la anatomía del poder como El ala oeste de la Casa Blanca, Redondo lo atestiguó el jueves en su estupefaciente cita ante la Comisión Mixta Congreso-Senado de la Seguridad Nacional en la que se arrogó «ser la palabra del presidente». Un gesto de osadía que no hubiera exhibido ni el conde-duque de Olivares, paradigma de los validos que en España han sido, en el cénit de su poderío.

Con la vitola del golpe de mano que le permitió a Sánchez asaltar La Moncloa en junio de 2018 con su alianza Frankenstein, quien hasta ahora siempre ha retornado ileso de los barrancos a los que escoltó a sus asesorados, apellidáranse Monago, Basagoiti o Albiol, Redondo agudiza en Sánchez el síndrome de hybris diagnosticado por el neurólogo y político David Owen, ministro de Exteriores con Tony Blair. Con ese síntoma, que sobrepasa a ese otro que se localiza en La Moncloa y que afecta a sus inquilinos de una forma u otra, Owen alude a un desorden de la personalidad que cursa en egocentrismo, exagerada autoconfianza, insaciable sed de reconocimiento y tergiversación de la realidad.

Por eso, en labios de Sánchez, la verdad es siempre sospechosa. Como en la comedia de Juan Ruiz de Alarcón de ese título, cabe argüir lo que uno de sus personajes: «Si en lo mismo que yo os vi/ os atrevéis a mentirme/ ¿qué verdad podréis decirme?».

Así, antes de su moción de censura con neocomunistas y soberanistas, no tuvo rubor en calificar de «delito de rebelión» el golpe de Estado de octubre de 2017 y sugerir que entregaría a la Justicia al prófugo Puigdemont desde su santuario de Waterloo. Luego, como presidente rehén de aquellos a los que dijo combatir, maniobró para que la Fiscalía y la Abogacía del Estado, con suerte dispar, rebajaran el delito de rebelión a sedición. Y ahora, para agotar la legislatura, después de que el Tribunal Supremo tirara por el camino de en medio y penara los hechos como sedición en un acto de «ensoñación» unánime de sus magistrados, patrocina el indulto que negaba hace dos años.

En efecto, el 14 de octubre de 2019, proclamó que «el acatamiento de la sentencia significa su cumplimiento, reitero, su íntegro cumplimiento». Sólo le faltó añadir el «leed en mis labios» de Bush padre para vencer el escepticismo sobre su anuncio de bajada fiscal en las presidenciales de 1988.

Como se jugaba seguir en La Moncloa en la cita del 10-N de 2019, pregonó hecho un jabato: «Nadie está por encima de la ley y todos estamos obligados a su cumplimiento». Ítem más: el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, que hoy «normaliza» el atropello, defendió en 2016 en las Cortes prohibir tal merced a malversadores –el menos grave de los consumados por los penados del procés– y a quienes no se retractaran. Las promesas sólo deben comprometer a quienes se las creen.

De este modo, alejado de las elecciones, Sánchez rinde a las instituciones del Estado y humilla al Rey. Por imperativo legal, sin que quepa resquicio ni fórmula dilatoria, Felipe VI habrá de estampar su firma bajo la disposición que libra a aquellos por los que, en ese ayer dramático, hubo de asomarse a los hogares españoles para lanzar su histórico mensaje en el que exigió el restablecimiento de la legalidad, así como el amparo para los catalanes preteridos por quienes, con su alzamiento, transitaron de ostentar el poder autonómico a detentarlo criminalmente. Con su trágala, Sánchez se retrotrae a la felonía de Fernando VII cuando, augurando «vayamos por la senda constitucional, y yo el primero», reinstauró su ominoso absolutismo.

Legitimado implícitamente el levantamiento separatista para ser presidente, ahora quiere legalizarlo con su dispensa a los amotinados hasta el indecoro de asimilar el lenguaje insurrecto para denigrar al Tribunal Supremo. Sánchez se somete al vasallaje de quienes exprimen su debilidad e infinita falta de escrúpulos. Por seguir en el machito al precio que sea, siempre que corra a cuenta de los demás, maquina cómo burlar el rechazo del Tribunal Supremo a tal gracia real.

Una vez franqueada esa puerta para entrar allí de donde no podrá regresar, aunque no se explicite en los términos del pórtico al infierno de Dante: «Abandonad toda esperanza quien aquí entráis», retomará los compromisos contraídos en su Rendición de Pedralbes del 20 de diciembre de 2018. Al cabo de los tres años, claudicaciones como la mesa de la autodeterminación con un relator internacional que certifique la negociación sobre el «conflicto político» entre Cataluña y España, como si fueran dos realidades de facto diferentes y separadas, reposan con el cordón rojo de las urgencias sobre el escritorio de Sánchez.

Si aquella mesa con relator se aparcó a raíz de la manifestación constitucionalista de la Plaza de Colon, lista para ser retomada este 13 de junio a instancias de Unión 1978, ahora se reactivará tras el accidentado parto del nuevo Gobierno catalán entre los dos partidos que arrancaron la sumisión de Pedralbes. Sánchez sabe que la climatología no está para elecciones tras su batacazo madrileño y su irradiación al conjunto de España. Ni tampoco está dispuesto a mudar de aliados. Como fantaseó con Arrimadas usando a Cs de señuelo para que los soberanistas votaran sus Presupuestos del Estado.

Empero, Sánchez yerra si se hace el cálculo de que el tiempo borrara la huella de sus concesiones a quienes se jactan de que volverán a hacerlo. Al igual que Companys en 1934 y 1936 tras ser indultado de su condena a 30 años por el Tribunal de Garantías Constitucionales de la República, salmodian miméticos fervorines: «Tornarem a sofrir, tornarem a lluitar, tornarem a vèncer». Será «un tó pá ná», como exhaló rumbo a la enfermería el diestro ecijano Pepe Luis Vargas al ver como el toro Fantasmón cortaba de raíz su carrera.

No es que los independentistas «puedan volver a las andadas», como se malician socialistas como García-Page, es que viven de las andadas. Si ello «condena» al PSOE, como refiere el barón socialista, o precipita el declive irreversible de Sánchez, como deslizó gatunamente Felipe González desde Elhormiguero, de Antena 3, éste pensará que, en todo caso, ya nadie le quitará lo bailado ni el impagable título de ex presidente.

No obstante, en su ceguera voluntaria, puede incurrir en el grave delito que apunta el informe de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. En su demoledor escrito, habla de «autoindulto» al beneficiar a «los líderes de los partidos que hoy por hoy garantizan la estabilidad del Gobierno llamado al ejercicio del derecho de gracia». Al contravenir a este respecto el artículo 102 de la Constitución, su concesión de un perdón con el informe en contra del tribunal juzgador supone no ya una arbitrariedad, sino una abierta ilegalidad.

Tal contingencia no se le ha escapado a uno de los detractores socialistas de la indulgencia como Alfonso Guerra, quien ha saltado a la palestra desde su retiro hispalense para desmontar la especie de que los indultos son de libre disposición gubernamental cuando el artículo 25 de la Ley de Indultos los supedita a que el juzgador certifique que se han observado las salvaguardas. De quebrantar la norma, el Gobierno prevaricaría. «Políticamente –zanjó Guerra– es indeseable y jurídicamente no es legal». Tiene bemoles que esta apreciación haya de hacerla quien pasa por haber enterrado a Montesquieu. Cosa veredes, mío Cid.

De cruzar la raya trazada por el Tribunal Supremo, Sánchez contraería responsabilidades asimilables al impeachment estadounidense, esto es, al proceso de destitución por el que el Capitolio puede defenestrar a un presidente si infringe la Constitución. De imperar en España ese estándar, con congresistas con libertad de voto como en EEUU, esa reprobación tendría visos de prosperar por un comportamiento de Sánchez que evoca a Nixon cuando excusaba el escándalo Watergate sobre la base de que, «cuando lo hace un presidente, significa que no es ilegal». Ello le ganó el apodo de Tricky Dick (el tramposo Dick) y forzó su adiós en 1974 al abrirse su impeachment.

Como España no es EEUU, Sánchez puede estar tentado de promover un «choque de legitimidades» entre su mayoría parlamentaria y el Tribunal Supremo. Fue la estratagema urdida por el president socialista Montilla, en noviembre de 2007, ante la eventual anulación por parte del Tribunal Constitucional de algunos artículos de aquel Estatut semiconstituyente amenazando con «una crisis de irreversibles consecuencias».

Por ese camino de perdición, España acentuaría el destrozo de sus instituciones y engrosaría la lista de ejemplos de cómo mueren las democracias a mano de gobernantes que subvierten las reglas de juego desde el poder ante una ciudadanía fiada al narcotizante «aquí eso no puede pasar». Así se fue al garete Venezuela a raíz de que sus inconscientes autoridades sacaran a Hugo Chávez de la cárcel donde penaba su sublevación militar después de dorarles la píldora.

Aquí, en cambio, los golpistas catalanes no tienen ni que tomarse la molestia. Sería ir de la Guatemala del autoindulto al Guatepeor del autogolpe por parte de un Sánchez que, emulando al caudillo de Roa Bastos, se erigiría en Yo, El Supremo sobre los cascotes del Estado de Derecho.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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