¿El Banco Mundial puede redimirse a sí mismo?

En los últimos años, a medida que el rol financiador del Banco Mundial se fue eclipsando debido al ascenso del capital privado y a un aumento del dinero proveniente de China, sus líderes han buscado desesperadamente una nueva misión. Y reorganizaciones interminables, nombramientos politizados y las prioridades cambiantes de los sucesivos presidentes han contribuido a la percepción de que la institución es menos que funcional. Ahora bien, ¿eso puede cambiar?

El Banco Mundial ha intentado reinventarse como proveedor de bienes públicos globales y como un “banco de conocimiento” que proporciona datos, análisis e investigación a sus clientes, los países en desarrollo. Y nadie puede negar los logros del Banco en cuanto a recopilar indicadores de actividad económica, medir la pobreza, identificar deficiencias en la provisión de salud y educación y, en años anteriores, diseñar y evaluar proyectos de desarrollo.

Sin embargo, muchos, como el economista y Premio Nobel Angus Deaton, han criticado el desempeño general del Banco Mundial. Un problema es que los resultados del desarrollo también dependen del contexto económico externo de los países pobres, que está forjado por las políticas de las economías principales. Y a la hora de promover políticas sólidas, el desempeño del Banco Mundial no ha sido el esperado en las últimas décadas, lo que está ejemplificado en tres pecados de omisión intelectual importantes.

El primero se relaciona con el papel del Banco Mundial en la crisis de deuda latinoamericana de comienzos de los años 1980. Como demuestra su historia oficial, el Banco limitó la investigación a las implicancias del excesivo endeudamiento durante la crisis. Es más, hizo poco para defender las depreciaciones de deuda, a pesar del incremento imprudente del préstamo por parte de los grandes bancos.

Por el contrario, a través de su préstamo de ajuste estructural, el Banco Mundial, junto con el Fondo Monetario Internacional, en verdad se convirtió en un cobrador de deuda para los acreedores. El resultado fue una década perdida para América Latina, pero no para los banqueros. La moraleja resultante iba a alentar otro episodio de préstamo exuberante, que condujo a otras crisis financieras en los países en desarrollo en la década subsiguiente.

El Banco Mundial también guardó silencio cuando se restringió el acceso a medicamentos que salvan vidas por parte de los países en desarrollo, sus clientes. A fines de los años 1980, los principales países industrializados –Estados Unidos, Europa y Japón- comenzaron a exigir regímenes de patentes más fuertes para impulsar la rentabilidad de sus propias compañías farmacéuticas.

En 1995, los países en desarrollo fueron obligados a firmar el oneroso acuerdo de Aspectos sobre Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio en la Organización Mundial de Comercio. Es más, según la Sección 301 de la Ley de Comercio de Estados Unidos de 1974, se impusieron sanciones a varios países en desarrollo, desde Chile hasta la India, acusados de no fortalecer lo suficiente las protecciones de las patentes.

Inclusive cuando la crisis del SIDA estaba haciendo estragos en el África subsahariana a comienzos de los años 2000, las reglas de patentes globales no sólo se mantuvieron, sino que en verdad se fortalecieron aún más, hasta que la presión de la sociedad civil finalmente forzó la expansión del acceso a un tratamiento asequible. El Banco Mundial, sin embargo, prácticamente ni habló.

Esto nos lleva al tercer fracaso del Banco Mundial, cuyas consecuencias se están revelando hoy. Durante gran parte de los años 1980 y 1990, el Banco supervisó programas de ajuste estructural en los países en desarrollo que se centraban en desregulación, privatización y liberalización económica, especialmente la apertura comercial, que en conjunto sirvieron para dar lugar a la globalización. Si bien, indudablemente, hubo problemas con muchos aspectos de un paquete de políticas único aplicable a todos –el Consenso de Washington, como se lo conoció-, el componente de la liberalización del comercio ayudó a acelerar la convergencia económica de los países de ingresos medio-bajos y de ingresos medios con los países desarrollados.

Pero, hoy, Estados Unidos rechaza la apertura comercial, imponiendo aranceles unilaterales y otras barreras y renegociando acuerdos comerciales con peores términos. Y el silencio del Banco Mundial es ensordecedor. Sus altos mandos no han dicho nada sobre la seria amenaza planteada por las acciones de Estados Unidos o de otros actores importantes. Si bien el reporte anual del Banco, difundido en septiembre, habla de un compromiso para “investigar los temas más apremiantes de hoy”, el comercio no figura entre ellos.

No se trata de un descuido; durante todos estos episodios, el Banco supo que su responsabilidad era actuar como defensor de sus clientes pobres. Por el contrario, decidió –cada vez- doblegarse ante sus accionistas más poderosos y sus intereses particulares (como las grandes compañías farmacéuticas y la industria financiera), presumiblemente a cambio de recursos adicionales para su ventana de créditos blandos (la Asociación Internacional de Desarrollo) y, menos frecuentemente, incrementos de capital para el Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo (BIRD) y la Corporación Financiera Internacional.

Por ejemplo, en abril de este año –después de que Estados Unidos hubiera lanzado su guerra comercial con aranceles al acero y al aluminio-, la Junta de Gobernadores del Comité de Desarrollo del Banco Mundial respaldó un paquete que incluía un incremento de capital desembolsado de 7.500 millones de dólares para el BIRD. Esto exigía el respaldo de la administración del presidente Donald Trump, lo que llevó al silencio por parte del Banco hasta junio, cuando finalmente advirtió sobre el impacto negativo del proteccionismo comercial en el crecimiento global.

Cabe preguntarse si un pacto faustiano de estas características podría valer la pena si implica que el Banco Mundial tiene más recursos para promover el desarrollo en los países pobres. Pero si bien el dinero ciertamente importa, la evidencia sugiere que los resultados del desarrollo están más determinados por factores como la capacidad estatal y las políticas nacionales, y crucialmente, por un contexto global favorable. El creciente proteccionismo comercial, políticas de inmigración más rígidas y una falta de acción sobre el cambio climático por parte de los mayores actores económicos del mundo –particularmente Estados Unidos- plantea, entonces, serias amenazas para el desarrollo, que un poco de dinero extra para el Banco Mundial no puede compensar. Los fines no justifican los medios: el dinero puede no ser tan importante, mientras que las ideas importan mucho en la lucha más amplia contra la pobreza (como ha demostrado el premio Nobel de Economía de este año, Paul Romer).

El Banco Mundial no puede borrar su historia problemática de silencio. Pero puede redimirse a sí mismo. Su nueva economista jefa es una experta en comercio. El liderazgo del Banco debería empoderarla para encabezar la carga y abogar por mercados abiertos para bienes, servicios y personas.

El Banco Mundial es muy consciente de que su misión –“reducir la pobreza y mejorar la calidad de vida promoviendo el crecimiento sostenible y la inversión en la gente”- no se puede alcanzar sin un sistema global abierto. Si opta por no defender un principio central de su misión, y por el contrario sigue intentando congraciarse con sus principales accionistas, no sólo les fallará a sus clientes en todo el mundo en desarrollo; también perderá lo que sea que quede de su razón de ser.

Devesh Kapur is a professor at the School of Advanced International Studies at Johns Hopkins University and co-author of The World Bank: Its First Half-Century.
Arvind Subramanian, a former chief economic adviser to the government of India, is a senior fellow at the Peterson Institute for International Economics and a visiting lecturer at Harvard’s Kennedy School of Government. He is the author of Eclipse: Living in the Shadow of China’s Economic Dominance.

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