El barroco del Estado de las Autonomías

Por Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín (ABC, 12/10/05):

Barroquismo y fragmentación: éstos son los conceptos que, en el mejor de los casos, servirían para describir un Estado de las autonomías que se contagiara de las tendencias en que se inspira el proyecto de Estatuto para Cataluña. Comencemos por las prendas, que ciertamente no nos duelen: se trata de un texto cuidado, bien redactado, con una sistemática correcta y clara. Pero es a la vez un texto que fragmenta el ordenamiento jurídico español y los tribunales llamados a aplicarlo; y que presenta características a veces celebradas en arte y literatura, pero que en política y en Derecho siempre causan grave distorsión: claroscuro, falta de sentido de la mesura, profusión ornamental.

Según la definición académica, claroscuro es la «conveniente distribución de la luz y de las sombras en un cuadro». En el caso del proyecto de Estatuto, las conveniencias de esta distribución son marcadamente nacionalistas. En su preámbulo, la historia de Cataluña se evoca sólo en términos de lucha, rebeldía y marginalidad. Se ignora la decisiva participación de Cataluña en la implantación del Estado moderno en España, a manos de aquel rey a quien, al final de su vida, sus cortesanos castellanos llamaban, con admiración y respeto, «el viejo catalán»; se ignora que la irrupción de España en la escena europea tuvo lugar cuando el ejército castellano se puso al servicio de la política catalana en Italia, sabiamente dirigida por el mismo Rey Católico; se ignora la continua presencia de dirigentes catalanes en las más importantes tareas comunes españolas, como es el caso, limitándose al último siglo y medio, de Prim, Cambó, Landelino Lavilla, o Miguel Roca; también queda en sombra la Transición, matriz histórica que, por primera vez en la edad contemporánea, todos los españoles comparten, y no hay mención alguna de la Constitución de 1978. Pero 1978 es la única base posible del proyecto de Estatuto, el cual no puede apoyarse en 1714 ni en 1931, años que, sin embargo, son los que brillan en el interesado dualismo de luz y oscuridad del preámbulo.

Con ser esto lo más importante, no termina aquí el oficio de tinieblas. Desde el punto de vista jurídico, quizá el eclipse más espectacular sea el de la provincia, que no aparece por ningún lado en el proyecto de Estatuto, una vez más atendiendo a la conveniencia nacionalista. Por decirlo con la terminología acuñada por el más ilustre ensayista catalán del siglo XX, no deja de ser notable que, en un texto de doscientos veintisiete artículos que contiene más de una anécdota, no tenga cabida una categoría constitucionalmente necesaria como es la provincia en su calidad de corporación local.

Acabamos de aludir a la gran extensión del texto del proyecto. El vigente Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1979, que inauguró la fase clásica del Estado de las Autonomías, tiene cincuenta y siete artículos, casi cuatro veces menos. Comparando el proyecto con el Estatuto de 1979, y utilizando las palabras de un personaje borgiano, se diría que ese noble y austero texto fundacional ha sido corregido siguiendo un depravado principio de ostentación verbal. Miguel Herrero habló hace muchos años de la «sed constitucional de los nacionalistas», refiriéndose a los entonces nuevos Estados de África y de Asia. La frase resulta aplicable al presente caso, en el que la sed parece haber sido ciertamente abrasadora. Todos los anhelos, todos los quehaceres de una sociedad desfilan innumerables por el proyecto de Estatuto, expresados muchas veces con conceptos de moda en las ciencias sociales contemporáneas: las diversas modalidades de familia, la responsabilidad social de la empresa, el desarrollo sostenible, la cultura de la paz, la sociedad de la información, los corredores biológicos, las políticas de género, la policía integral... Esta lista de regalos deriva sin duda de un aplicado proceso de shopping around, de compras en las mejores tiendas de cada disciplina, proceso que, por lo demás, es también característico de las aproximaciones adolescentes a la elaboración de los grandes textos legislativos.

Pero el Estatuto de Autonomía no es un compendio de tesis doctorales juveniles, sino una norma jurídica de alto rango que representa un importante papel en nuestro ordenamiento como imprescindible complemento de la Constitución para el debido funcionamiento del sistema de distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Ocurre que el Estatuto proyectado se rebela contra su misión institucional de colaborar con la Constitución, y se dedica a establecer, con el aludido lujo ornamental, largas y detalladas listas de competencias de la Generalidad que equivalen a intrincadas redes de fortificaciones para impedir o dificultar el ejercicio de competencias estatales en Cataluña.Por otro lado, el desarrollo de ese enjambre de normas sobre competencias aumentaría de forma notable la complejidad del derecho autonómico catalán, y no sólo la de sus normas sustantivas, sino también la de sus procedimientos de aplicación. Piénsese, por ejemplo, en el nuevo procedimiento de tutela de derechos estatutarios, especie de recurso de amparo autonómico que difícilmente podría evitar convertirse en causa de interferencias y perturbaciones de los procesos ordinarios. Finalmente, los impulsos barrocos del proyecto de Estatuto se manifiestan también en la generosa creación de órganos, que parece ser el resultado de largas miradas narcisistas en el espejo del Estado. Así, la sala de garantías estatutarias del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, que se inspira parcialmente en el Tribunal Constitucional; o el Consejo de Justicia de Cataluña, cuyo modelo es el Consejo General del Poder Judicial.

A todo lo anterior -claroscuro histórico, infracción del sistema constitucional de competencias, complejidad perturbadora del derecho catalán- se viene a unir el ya indicado efecto de fragmentación del ordenamiento jurídico español, cuestión que merecería al menos otro artículo, pero que básicamente consiste en dos acciones complementarias: crear las condiciones para que el poder judicial en Cataluña vaya adquiriendo gradualmente un color local que lo acabe distinguiendo de su tronco de origen; y reducir las vías de acceso desde Cataluña al Tribunal Supremo hasta dejarlas en un hilo casi irrelevante.

¿Cómo saldremos de esta coyuntura? De momento, sólo me atrevo a una predicción: es tantísimo lo que hay que corregir en el proyecto de Estatuto, que en los próximos meses tendremos ocasión de acordarnos de lo que Kissinger decía al negociador de Vietnam del Norte, Le Duc Tho: admiro la capacidad que usted tiene de pasar de lo imposible a lo simplemente inaceptable y luego decir que ese paso constituye un gran progreso.