El BCE y la recuperación española

Mercados y analistas han saludado las recientes decisiones del BCE. Se le reconoce que ha ido prácticamente al límite de las denominadas medidas no convencionales. Se ha situado incluso donde ningún otro gran banco central se ha atrevido, cobrando a las entidades financieras por los excesos de liquidez que depositan en la seguridad de las bóvedas de Fráncfort. Cierto que no se ha comprometido aún a comprar títulos de deuda de empresas privadas de tamaño mediano para hacer llegar el crédito a los más necesitados, como se viene reclamando desde algunos sectores. Pero el mero hecho de que anuncie que se están ultimando los preparativos técnicos, y de que el gobernador del Banco Central de Alemania haya aceptado su utilización, es una prueba irrefutable de cuánto camino ha recorrido la autoridad monetaria europea para hacer realidad la promesa de su presidente en el verano de 2012 de hacer todo lo que fuera necesario para salvar el euro, asentar la recuperación económica, consolidar el crecimiento y ayudar a la creación de empleo.

Conviene, pues, preguntarse el efecto y las consecuencias que estas medidas puedan tener en la economía española, inmersa indiscutiblemente en un nuevo ciclo económico de crecimiento y creación de empleo iniciado ya hace dos trimestres, aunque la magnitud de la contracción de la actividad y de la destrucción de empleo hayan convertido a los analistas en descreídos y a la población en profundamente escéptica. Qué bien nos hubiera venido esa actitud en los años gloriosos del sorpasso a Francia, el gratis total y el sistema financiero más solvente del mundo. Pero no hace al caso lamentarse; analistas y economistas en general no somos menos susceptibles de manías, euforias y pánicos que el conjunto de la población, o como gustan decir los entendidos, somos tan procíclicos como el que más.

Imbuido de esa incorregible manía mía de llevar la contraria, de ver la botella media vacía cuando los demás la ven medio llena, confieso que escuchar a Mario Draghi me recordó demasiado a aquel otro gran maestro de la banca central, protagonista del periodo más largo de crecimiento sin inflación desde la II Guerra Mundial, sacralizado en números libros y artículos científicos ahora escondidos, Alan Greenspan. En sus años de triunfo se hizo célebre la expresión Greenspan put. En versión no técnica venía a significar que dado que esta vez era diferente porque la inflación había dejado de ser un problema, la política monetaria podía dedicarse sin miedo a inyectar liquidez indefinida asegurando así un suelo a los precios de los activos financieros. Que en esas condiciones empresas y familias se dedicaran a endeudarse también sin límite, con los trágicos resultados conocidos, era la respuesta racional a los incentivos perversos que la política pública estaba generando. Ese mismo incentivo es el que, con algunas salvedades y diferencias, acaba de establecer súper Mario, como algunos fans empiezan a llamarle. Yo prefiero guardar mis emociones para Nadal o la Roja.

Nunca he sentido fascinación por el fuego. La idea de que una crisis de exceso de endeudamiento, como sin duda alguna es la española, pueda solucionarse con más deuda desafía el sentido común. No descarto completamente la posibilidad, pues me cuentan amigos científicos que hay algunos tipos de incendios que requieren ahogarse en su propio fuego. Pero eso solo es cierto en situaciones muy específicas. Europa sufre una situación económica atípica: técnicamente, el multiplicador monetario no funciona, la abundante liquidez no llega a los usuarios finales, familias y empresas sobre todo a las pymes, entre estas últimas. Es un hecho; la pregunta relevante es por qué. Si es porque los bancos la acaparan voluntariamente, habría que corregir esa situación. En esa hipótesis de trabajo se enmarcan las decisiones del BCE. Pero hay explicaciones alternativas que requerirían políticas diferentes, o quizá simplemente complementarias (que hasta ahí llega mi flexibilidad). Déjenme que se las explique y juzguen por ustedes mismos.

Primera hipótesis: supongamos que los bancos no son especialmente perversos, sino que tienen alternativas más rentables y seguras sobre qué hacer con la liquidez que presuntamente les sobra. Una de esas alternativas es la deuda pública de los Gobiernos europeos. Por mucho dinero que metamos en la economía, las instituciones financieras se limitarán a comprar más títulos públicos y así abaratar su precio. Algo de eso parece estar ocurriendo, pues la deuda española está prácticamente en mínimos históricos en todas sus duraciones. Hay dos posibles soluciones: penalizar la compra de deuda pública por las entidades financieras, lo que en parte está intentando el BCE con el resultado potencial de incrementar los tipos de interés y dificultar la consolidación fiscal. O avanzar más decididamente en esta última, de forma que los Gobiernos demanden menos recursos y dejen más liquidez para el sector privado, que habrá de desapalancarse menos cuanto más lo haga el sector público. Me parece el camino más obvio, pero es sin duda el políticamente más complejo porque requiere liderazgo firme, explicaciones claras y enfrentarse al populismo rampante para continuar e incluso agilizar la reducción del déficit público.

Segunda hipótesis: algunas empresas no son particularmente rentables y por mucho que nos empeñemos no son ni serán sujetos de crédito, salvo que asumamos que las deudas no se pagan o que sigamos transfiriendo deuda privada al sector público dado que parte del nuevo crédito no se va a cobrar. Y no son rentables, en mi opinión, por dos razones fundamentales: porque algunas que podrían ser competitivas, eficientes y rentables están lastradas por un exceso de endeudamiento que les impide obtener beneficios en un plazo razonable y porque otras no pueden llegar a ser eficientes en la nueva economía global al estar agarrotadas por unos mercados de bienes y factores poco competitivos, por entornos legales, regulatorios, fiscales o laborales rígidos y obsoletos.

Éste es un punto crucial para la economía española y europea:significa que si queremos aprovechar plenamente las últimas decisiones del BCE hay que perseverar en las acertadas medidas de restructuración empresarial apuntadas en el nuevo procedimiento de transformación de deuda corporativa en capital y en la reforma concursal y mantener el pulso de las reformas estructurales a pesar de, o mejor precisamente por, el nuevo entorno político.

Tercera, el multiplicador monetario no funciona en Europa porque la puesta en marcha de la unión bancaria está siendo excesivamente lenta y aún llena de interrogantes. En ese contexto, las entidades financieras europeas siguen más preocupadas de sus niveles de capital que de su rentabilidad, de su solvencia ante eventuales shocks exógenos que de dar crédito. Cerrar cuanto antes el ciclo de cambios regulatorios, definir con precisión el nuevo marco de supervisión y resolución bancaria, acordar un esquema de fondo de garantía de depósitos europeos son tareas urgentes si queremos que vuelva a fluir con cierta normalidad el crédito. No le compete solo ni principalmente al BCE, sino a la nueva Comisión salida de las recientes elecciones europeas y a los Gobiernos de los distintos países de la Unión. Seis meses de vacío de poder en Europa son demasiados para una economía aún balbuciente.

En definitiva, que con independencia de la eficacia que puedan tener las medidas adoptadas por el BCE, y al margen de la opinión que cada uno pueda tener sobre las mismas, no cabe encontrar consuelo en la nueva y ambiciosa política expansiva de la autoridad monetaria europea. Al contrario, hay que aprovechar la oportunidad que nos brinda para acometer decididamente las reformas pendientes en Europa y en España. El BCE ha hecho su trabajo, más aún del que cabría esperar y del que a algunos nos hubiera gustado. Ahora nos toca a nosotros.

Fernando Fernández Méndez de Andés es es profesor en la IE Business School.

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