El Benelux y el problema belga

La globalización en la que nos encontramos inmersos los ciudadanos del mundo cuestiona un presupuesto fundamental de la primera modernidad, la idea de que el perfil de la sociedad tiende a coincidir con el del Estado nacional. El modelo organizado sobre la base de la identidad cultural y el Estado aparece claramente cuestionado por el modelo globalizador. Pero, por otra parte, en unos tiempos en los que las visiones universalistas de la existencia humana preveían una fusión entre individualidad y globalidad, la especificidad grupal ha recobrado de nuevo su protagonismo societario. El resurgimiento de las identidades étnico-territoriales ha ido a la par del cuestionamiento del modelo centralista del Estado unitario y de ahí que la descentralización, la federalización y la subsidiariedad hayan pretendido acomodarse a esta realidad. Aunque asistimos a un creciente apego a los niveles de desarrollo institucional e integración cívica supranacional, también contemplamos un proceso paralelo de fortalecimiento de las identidades étnico-territoriales. En el mundo contemporáneo, los mitos étnicos y las pertenencias grupales siguen conformando el sustrato de buena parte de los anhelos y expectativas ciudadanas. En la propia UE se están reforzando estas identidades y la implantación del principio de subsidiariedad (Tratado de Maastricht, 1992) tiene mucho que ver con ello.

Las reflexiones anteriores tienen mucho que ver con lo que supuso la creación del Benelux hace 60 años -29 de octubre de 1947-, y la paradigmática contradicción que respecto a ésta refleja la actual situación de Bélgica y sus conatos desintegradores. Varios meses después de las elecciones de 10 de junio de este año en las que vencieron los partidos conservadores flamencos favorables a aumentar la descentralización, Bélgica carece de gobierno, debido a la incapacidad de unos y otros para llegar a un acuerdo de coalición que necesitaría a cuatro partidos del espectro político belga, probablemente el francófono y liberal Movimiento Reformador, el Partido Liberal Flamenco y el Centro Demócrata Humanista de Valonia, que se sumarían a la ganadora Alianza Nueva Flamenca. Esta situación no es nada sorprendente ya que flamencos y francófonos (valones) son dos grupos que viven existencias paralelas y a los que separan fronteras más sólidas de lo que a primera vista parece. La unidad belga está seriamente amenazada tal y como avala la sucesión de mediadores nombrados por Alberto II (Didier Reynders, Jean Luc Dehaene, Yves Leterme y Herman van Rompuy) para conseguir formar un gobierno estable. Las crecientes demandas independentistas de Flandes y las reformas constitucionales que implican hacen muy difícil llegar a un punto de encuentro. Nadie sabe aún si forma parte del ejecutivo o de la oposición, no hay primer ministro, no existe ninguna alianza, el vacío de gobierno es absoluto y aún y todo el país no se desmorona.

Durante el último cuarto de siglo, los belgas han incrementado la velocidad de su proyecto común en pos de la eliminación de los elementos comunes, acelerado cuando en 1970 el choque parecía inevitable y que se evitó separando culturalmente ambas comunidades lingüísticas en vez de apostar por el bilingüismo y proclamando diez años más tarde un Estado federal que más parecía una separación amistosa. Esta situación ha generado un imaginario en el que no existen ni los partidos políticos belgas, ni la televisión pública belga, ni prensa con las mismas noticias en los dos idiomas. La posibilidad de que una comunidad influya sobre la otra es una quimera, ya que se ignoran sin ningún disimulo. El complejo e intrincadísimo sistema político de regiones y comunidades lingüísticas superpuestas, de innumerables instituciones y parlamentos, de un bicameralismo igualitario formado por un Senado y la Cámara de Representantes, de proporcionalidad territorial regional y multipartidismo, de la omnipresente cultura del pacto, etétera, equilibra lo justo el sistema para que la estructura no se venga abajo. Si esto ocurriera, Flandes sería un país independiente y los valones francófonos pedirían su anexión a Francia o la unión a Luxemburgo.

La paradoja de esta situación se manifiesta cuando recordamos la creación y los fines del Benelux, acrónimo formado por las primeras letras de los nombres de Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo y utilizado para referirse a la Unión Económica del Benelux. Lazos históricos e interdependencia económica generaron esta realidad cuyo principal referente histórico fue el Reino de los Países Bajos, del cual Bélgica, en 1830, y Luxemburgo, en 1890, se independizaron, surgiendo la necesidad de una unión económica entre los nuevos pequeños Estados. El 25 de julio de 1921 se firmó el tratado que creaba la Unión económica entre Bélgica y Luxemburgo, mediante la cual se eliminaban las barreras económicas, y que fue el precedente del Benelux, adhiriéndose a la misma Holanda en 1943. El 5 de septiembre de 1944, se firmó el Tratado de Londres, ciudad en la que se encontraban exiliados los tres gobiernos, cuya entrada en vigor se fijó para el 1 de enero de 1948. Previamente, el 29 de octubre de 1947, se llevó a cabo la Unión Aduanera. El 17 de marzo de 1948 el Benelux, Francia y Reino Unido firmaron el Tratado de Bruselas, cuyo espíritu se basaba en que la colaboración militar contribuiría al proceso de integración europea. Como la neutralidad de las dos guerras mundiales no había servido para nada a los miembros del Benelux, éstos firmaron el Tratado del Atlántico Norte el 4 de abril de 1949, junto con Francia, Reino Unido, Dinamarca, Islandia, Italia, Noruega, Portugal, Canadá y EE UU, y un mes más tarde, el 5 de mayo, firmaron también el Tratado de Londres que creó el Consejo de Europa. Con la adhesión y firma de los Tratados de la CECA (1951) y de la CEE (1957), el Benelux perdió en cierta forma su razón de ser y en 1960 la Unión Aduanera fue remplazada por la Unión Económica del Benelux, instituida por el Tratado de 3 de febrero de 1958.

Después de este recordatorio histórico, se entiende claramente que el Benelux fue el primer intento de integración supranacional de países europeos, iniciándose el camino en el proceso de integración de los mismos. Los múltiples frentes en que se vive la disputa de soberanía en el Estado federal belga, se están manifestando en un país miembro de la UE y las diferencias lingüísticas han dejado ya paso a las identidades culturales dispares y afines a los países de alrededor. Bélgica ha quedado así dividida entre el frente flamenco, el frente valón y Bruselas. El bloqueo y las posibilidades de colapso que amenazan a uno de los países fundadores de la Europa comunitaria conforman un fenómeno preocupante para el resto de miembros, aunque su posible fragmentación se ve frenada tanto por su pertenencia a la UE como por la demostrada capacidad de sus políticos para llegar a acuerdos inverosímiles y complicadísimos que han conseguido mantener el equilibrio hasta ahora. Lo que ocurre en Bélgica es parte de la revitalización del debate relativo a las identidades colectivas y los derechos individuales de las últimas décadas, y de las dificultades que existen en la acomodación de las identidades étnico-territoriales y sociedades diferenciadas en el seno de los Estados plurales. De ahí la complejidad de la articulación de la vida política, económica, social y ciudadana en proyectos territoriales supranacionales como la UE, en los que las identidades y la territorialidad exigen minuciosa reglamentación.

El proceso de europeización reclama y necesita la confluencia de recursos y rendimientos de unos Estados miembros que, aun compartiendo desarrollos históricos análogos y asumiendo valores de democracia y derechos humanos de naturaleza igualitaria, tienen que superar protagonismos y rivalidades nacionales seculares. La Europa comunitaria, y todos sus miembros sin excepción, deben salvar el escollo de los nacionalismos disgregadores e ir más allá de las viejas servidumbres del Estado nacional que hoy debe adaptarse al nuevo orden global, y, por su parte, los abundantes nacionalismos identitarios de la vieja Europa tienen también que ver más allá de la revisión de la soberanía estatal en pos de una democracia cosmopolita. La vieja aspiración de implantar a escala global la democracia y los derechos humanos sólo puede avanzar si la comunidad internacional evoluciona hacia una soberanía compartida donde los derechos de los ciudadanos predominen por fin sobre el de los Estados y sobre la mitología de las identidades destructivas.

Daniel Reboredo