Por Pedro J. Ramírez, Director de El Mundo (EL MUNDO, 02/04/06):
Cuál es la explicación del creciente magnetismo que, al igual que sobre tantos otros protagonistas mucho más ilustres de la vida política e intelectual de los últimos dos siglos, ejerce sobre mí esa planta carnívora, esa mantis religiosa, esa dominatrix implacable, esa insaciable devoradora de tópicos, prejuicios y simplificaciones que es la Revolución Francesa?
Una parte de la respuesta podría ser que nunca la civilización humana había dado ni volvería a dar en menos tiempo -los cinco años que van del 14 julio de 1789 al 29 de julio de 1794, es decir de la toma de la Bastilla al golpe de Thermidor- un salto más brusco y extenso entre dos sistemas tan sideralmente alejados como el absolutismo benevolente y corruptor encarnado por Luis XVI y la república burguesa impregnada de un ansia asesina de pureza en la que, si no hubiera rodado su cabeza, Robespierre habría guillotinado hasta al mismísimo verdugo.
Otra parte de la contestación debería referirse necesariamente al espectacular retablo de personalidades en conflicto, sometidas a situaciones límites; es decir a ese catálogo ejemplar de vicios y virtudes en su grado máximo, desplegado sobre un escenario físico y moral -sólo anticipado por Shakespeare en tanto que reinventor del género humano- en el que todas las furias quedaron desatadas.
Sin embargo, la explicación seguiría siendo incompleta si no incluyera, como decisivo factor catalizador de todo ello, el hecho de que por primera vez en la Historia la representación de lo que, en definitiva, fue una inmensa, descomunal e inabarcable tragedia tuvo lugar en el teatro de la opinión pública y ante los focos de la prensa.
Después de tantos domingos de esforzada complicidad, mis lectores comprenderán sin duda la fascinación que sentí hace unas semanas cuando descubrí que entre las «palabras nuevas» que el encargado de negocios de España en París, Domingo de Iriarte, proponía incluir el 4 de julio de 1792 en el código cifrado de la embajada, figuraba la de «journaliste». (Siempre he sido hombre de una sola obsesión y evocarlo hoy tiene un sentido especial tras el gratificante resultado de la votación secreta en la que los representantes de las 17 Asociaciones de la Prensa de España otorgaron anteanoche su premio anual.)
Con la convocatoria sucesiva de los Estados Generales, la Asamblea Constituyente y la primera Asamblea Legislativa los periodistas, todavía denominados a menudo «folicularios», habían hecho su aparición en palcos, proscenios y plateas y todos los actores principales eran conscientes de que en gran medida declamaban para ellos. En pocos episodios quedó esa circunstancia tan patente como en la inaudita escena parlamentaria que el tal Iriarte -hermano del fabulista ilustrado- pasó a relatar a su jefe y primer ministro, el conde de Aranda, cinco días después de recomendar el refuerzo del secreto de las comunicaciones entre París y Madrid.
Me refiero a la explosión de fraternidad y euforia colectiva desencadenada en el antiguo Pabellón de Doma del Palacio de las Tullerías que servía de sede al poder legislativo, cuando el obispo constitucional de Lyon, Adrien Lamourette, hizo un llamamiento a la unidad de los representantes del pueblo para que dejaran de un lado sus diferencias y cerraran filas ante una situación tan excepcional como la creada por la invasión austriaca.
Para comprender su significado es imprescindible resumir en cuatro pinceladas cuál era el contexto. Desde su fuga, abortada en Varennes, el rey llevaba un año convertido en prisionero y rehén de la Revolución. Carlos IV había retirado al duque de Fernán Núñez como embajador, pues tenía información privilegiada de que su primo no era dueño de sus actos al refrendar la Constitución que castraba sus poderes. Entre tanto, en la Asamblea, la Montaña había ido ganando día a día terreno a la Plana donde sesteaban los moderados y el Club de los Jacobinos se había erigido en poder fáctico de la situación. El manipulado descontento de los parisinos acababa de tener un primer espasmo agresivo el 20 de junio cuando la chusma había logrado acceder a las Tullerías, sometiendo a Luis XVI a la humillación de tener que ponerse un gorro frigio y beber a morro el vino que le ofrecían los intrusos.
El miedo a las feroces represalias anunciadas por la contrarrevolución que avanzaba de la mano de los austriacos había disparado todas las alarmas e incitado a los sans culottes a preparar el asalto final contra la Monarquía. En ese París en el que se mascaba la tragedia, en el que cada jornada traía un enfrentamiento más violento y desagradable que el anterior cuya reverberación siempre llegaba a la Asamblea, el llamamiento de Lamourette a «entenderse y reencontrarse sobre el terreno de la honradez, del honor, del amor a la patria y a la libertad» fue como un relámpago caído sobre un bosque reseco y exhausto.
De repente una llamarada de emociones incendió los corazones más impasibles y diputados de todas las tendencias comenzaron primero a asentir, luego a aplaudir y finalmente a abrazarse entre promesas de preservar la Constitución monárquica y expresas abjuraciones y repudios de toda tentación republicana. Poco después el propio Luis XVI comparecía junto a Lamourette para sellar tal éxtasis colectivo: «No hay acto más enternecedor para mí que esta reunión de todas las voluntades en pro de la salvación de la patria».
La crónica publicada al día siguiente en El Monitor no olvidó la reacción del público que abarrotaba las tribunas: «Los espectadores, conmovidos, mezclan sus aclamaciones con los juramentos de la Asamblea. La serenidad y la alegría están en todos los rostros y la emoción en todos los corazones».
Iriarte advertía, sin embargo, al gobierno de Madrid de que no se fiara demasiado de estas apariencias: «El observador menos informado se habría dado cuenta de que no se trataba de la alegría de quien se siente verdaderamente feliz, sino la del que cree pisar tierra firme después de un naufragio». Y aportaba la clave de lo que en su opinión había ocurrido: los jacobinos se habían dado cuenta de que los diputados independientes se inclinaban por apoyar la moción de destitución del alcalde por los sucesos del 20 de junio y habían manipulado a Lamourette para desviar la atención del orden del día.
Buceando en el diario de un diplomático de mayor rango, el gobernador Morris, que como embajador de los Estados Unidos llegaba hasta los últimos rincones del París revolucionario con su pata de palo y su mirada desaprobatoria, todavía es posible encontrar un juicio instantáneo más severo. «El sábado día 7 se representó una farsa en la Asamblea en la que los principales actores interpretaron bien sus papeles, el rey fue engañado de acuerdo con la costumbre habitual y ahora las cosas van acercándose deprisa a la fase catastrófica de la obra», escribía tres días después de los hechos al secretario de Estado, Thomas Jefferson.
Teniendo en cuenta que, sólo al cabo de un mes de la fecha de esta misiva, los que aplaudían desde la tribuna la irrupción del rey asaltarían las Tullerías masacrando a su guarda suiza, los que abjuraban de la República iniciarían un fulgurante proceso legal para instaurarla y los que se abrazaban entre sí pondrían manos a la obra a la tarea de empezar a exterminarse de forma concienzuda, es obvio que el escepticismo de Iriarte y de Morris estaba plenamente justificado.
Buscando sin duda la consonancia con la cursilería del propio apellido del prelado, el episodio del 7 de junio ha quedado bautizado en las crónicas de la Revolución como el beso de Lamourette, una expresión popular que, según el historiador Georges Soria, «sirve desde entonces para caracterizar a las reconciliaciones efímeras y poco sinceras».
¿Es preciso reparar en que también se ha puesto esta escena como ejemplo de reconciliación a la normanda y en que, en Francia, los normandos tienen la misma fama de inescrutables e indecisos que los gallegos en España para preguntarse si lo ocurrido durante la visita del pasado martes de Rajoy a La Moncloa no es sino la última edición del beso de Lamourette?
Basta escrutar el resultado de la encuesta digital incluida en la sección que antecede a este artículo para constatar que, al menos, ése es el pronóstico de la inmensa mayoría de los internautas participantes.
Es evidente que muchos de ellos hacen suya la tesis del secretario Iriarte y piensan que, al igual que los astutos jacobinos, Zapatero ha desencadenado este cierre de filas ante un enemigo común mitificado para afrontar una encrucijada -la de la negociación con ETA- en la que la correlación de fuerzas en el seno de la opinión pública podría serle de otra forma abiertamente desfavorable.Y está claro que una buena parte de estos ciudadanos que opinan en la Red suscriben el diagnóstico del gobernador Morris y creen que a Rajoy le han vuelto a engañar, según la misma «costumbre habitual» de la que era víctima Luis XVI.
Por difícil que sea sustraerse a la euforia unitarista difundida por los mismos medios gubernamentales que hasta la semana pasada presentaban al PP y a su líder poco menos que como una banda de gamberros políticos colocados extramuros del sistema, ahora más que nunca es imprescindible mantener la cabeza fría y esmerarse en distinguir la espuma de los días de la verdadera naturaleza del líquido que se nos insta a ingerir.
Si se me pregunta si, a pesar del cambio de actitud del fiscal sobre Otegi sólo 24 horas después de la reunión de La Moncloa, mantengo ese voto de confianza «provisional, tasado y vigilante» que la semana pasada concedí a la iniciativa del presidente, mi respuesta será que sí. Pero si se me pregunta si soy optimista sobre la viabilidad y continuidad de este acuerdo, mi respuesta será que no.
De lo que desconfío no es de la sinceridad del presidente cuando promete compartir con el líder de la oposición toda la información que vaya generando el proceso y hasta las propias decisiones sustanciales, relativas al diálogo con ETA. La disparidad que me preocupa no es la de los talantes e idiosincrasias personales, sino la cada vez más abismal de sus proyectos políticos.
El esencialismo con el que el PP de Rajoy se aferra por fortuna al Estado constitucional surgido de la Transición es tan incompatible con el accidentalismo que inspira la conducta de Zapatero como el reformismo estabilizador de Lafayette lo era con el aventurerismo girondino que tanto ayudó al radicalismo revolucionario de Marat y los enragés.
¿Cuánto tiempo podrá mantenerse la ficción de que el proceso encaminado a lograr el final definitivo de ETA y la aprobación del nefasto Estatuto catalán son dos tableros separados en los que, como ha ocurrido esta semana, se puede simultanear colaboración y confrontación? Lo que tarde ETA-Batasuna en levantar las cartas de sus pretensiones y lo que tarde Zapatero en volver a hacer patente su tendencia a promediar la exigencia más disparatada y extrema con la defensa del marco legal vigente, tal y como ha ocurrido con Cataluña.
Su incomparecencia en el debate del jueves no ha venido, de hecho, sino a corroborar la ligereza de quien actúa como si fuera cierto que ojos que no ven, corazón que no siente. Para Zapatero el problema del Estatuto concluirá en el momento en que los periódicos dejemos de hablar del asunto. El presidente cree, en definitiva, que en esta materia él puede tirar la piedra y esconder la mano porque las definiciones y preceptos contrarios al espíritu constitucional no van a traducirse en hechos concretos inmediatos que den la razón a los alarmistas. Y para alguien que saborea tanto el vivir al día, ponerse a pensar en consecuencias de fondo y dinámicas a medio y largo plazo que vayan más allá de, por ejemplo, las próximas elecciones generales sería como plantearse la existencia de la vida eterna y la cuestión de la inmortalidad del alma.
Zapatero piensa que el Bernabéu y el campo del Barça, las carreteras y las playas seguirán llenándose, una vez aceptada la definición de Cataluña como nación, de igual manera que lo han hecho mientras sólo ha sido una comunidad autónoma y que por mucho que el conocimiento del catalán se haya transfigurado de derecho en deber cada uno seguirá hablando en el idioma que le dé la gana y aquí paz y después gloria. Pese a la probada capacidad de los nacionalistas de pasar siempre de las palabras a los hechos, el presidente prefiere creer que las ambigüedades y deficiencias que él mismo no puede por menos que reconocer en el Estatuto plantean problemas más virtuales que reales. Su razonamiento conduce, finalmente, a que mientras dure el crecimiento económico -y encima con el margen de seguridad de los escaños de CiU- su reinvestidura podrá darse por requeteasegurada. Eso es todo.
Más le valdría que le fallaran los cálculos, pues embarcarse en un proceso equivalente en el País Vasco, al margen de que supondrá más pronto que tarde el divorcio definitivo con el PP -la tarjeta amarilla que le sacó el jueves Rajoy debería hacer comprender a Zapatero que tiene mucho menos margen del que él cree para «ayudar» a que el líder de la oposición «le ayude»-, implica correr riesgos mucho más graves que los ya engendrados en Cataluña. En primer lugar, porque el punto de partida es más excéntrico: puesto que la Constitución ya reconoce los derechos históricos y la soberanía fiscal de los vascos, no queda otro ámbito de pacto sino el de la autodeterminación y la anexión de nuestra asediada Navarra. En segundo lugar, porque, se diga lo que se diga, todo esto tendrá lugar a la sombra de las metralletas en flor.
El que avisa no es traidor. Muchos españoles estamos dando a Zapatero el beneficio de la duda, pero de ninguna manera un cheque en blanco. Nada indica que se estén sentando las bases de la rendición de ETA que reclaman la ciudadanía y las leyes, ni tan siquiera que se esté fraguando un gran acuerdo político encaminado a su indesmayable exigencia. Hasta ahora el alto el fuego de los encapuchados-emboinados y la reconciliación de La Moncloa no han sido sino dos primeros planos de un mismo evento mediático.Emociones y humo, nada más. Algo tan banal y efímero como el beso de Lamourette.
No quiero pasar por aguafiestas, y menos aún del género truculento, pero es mi deber advertir a quienes más alegremente lanzan hoy las campanas al vuelo y aplauden al presidente cuando éste piropea a Otegi de que el obispo constitucional de Lyon fue guillotinado el 11 de enero de 1794 tras ser hallado culpable del delito capital de moderantismo.