El bien como estrategia

Admirar, con A mayúscula, es un verbo que conjugo poco. Respetar, tolerar, querer, e incluso amar, son más frecuentes en mi vocabulario. También lo es admirar con minúscula pero, esa A grande y sonora de la que hablo la reservo solo a personas excepcionales. Una de ellas acaba de cumplir noventa y cinco años y en estos momentos se debate entre la vida y la muerte. Y a lo mejor gana, quién sabe, al fin y al cabo no sería la primera batalla imposible de la que sale victorioso. Hablo, por supuesto, de Nelson Mandela. No creo que sea necesario recordar aquí su lucha por la libertad, sus casi treinta años de cárcel o su nada fácil gesta de acabar con el apartheid en Sudáfrica. Sí me gustaría recordar en cambio cómo lo logró, fue con bien y con el perdón por toda estrategia. Perdón es una de las palabras más mentadas y que menos se practican; es un sano ejercicio que se exige a los demás, nunca a uno mismo. Mandela, por el contrario, sabía de su enorme potencial cuando es invocado en el momento justo y supo blandirlo como arma —y digo bien arma— de paz. Al salir de la cárcel, eligió pasar página, no ahondar en viejas heridas, y utilizar su prestigio y predicamento para unir en vez de dividir, para construir una sociedad nueva sobre los rescoldos del odio. Es curioso cómo los grandes hombres no solo son capaces de invertir las tendencias más contumaces sino, como en el caso de Mandela, continuar ganando batallas incluso cuando sus fuerzas se han extenuado. Coincidiendo con su noventa y cinco cumpleaños, personajes de la talla de Bill Clinton, el Dalai Lama o Ban Ki-Moon se han unido ahora para apoyar el Día de Nelson Mandela.

¿Y en qué consiste? Desde luego no en auspiciar esas irritantes cenas benéficas en las que unos cuantos ricos autodenominados solidarios organizan una comilona y un bailongo con la excusa de juntar dinero para los pobres. Tampoco en esa otra filfa de reunir a un grupo de famosos y famosetes para que se fotografíen por lo que se supone una buena causa pero que, a la postre, solo beneficia y promociona a ellos mismos. Vivimos en un mundo en el que los gestos se confunden demasiadas veces con los hechos hasta tal punto que, el autobombo, el perifollo y la fanfarria parecen haber sustituido por completo la sana recomendación de «que no sepa tu mano izquierda qué hace la derecha». Ahora todo, incluido lo que antes se llamaba caridad, se ha convertido en espectáculo, en feria de vanidades, en una forma de decir «mirad qué bueno soy» (y sin soltar un duro en muchos de los casos). Conscientes quizá de este fenómeno, los promotores del Día de Nelson Mandela se han propuesto poner en marcha otro tipo de ayuda menos figurona y a la vez más eficaz y extensa. Su idea es, parafraseando a Kennedy, hacer que la gente se pregunte no qué puede hacer la sociedad por mí, sino qué puedo hacer yo por la sociedad. Sesenta y siete minutos de tu día. Uno por cada año que Mandela dedicó a su lucha; he aquí lo que piden que cada persona se ofrezca a donar. La iniciativa se ha puesto en marcha solo en Sudáfrica, pero ojalá cunda el ejemplo y en un futuro no muy lejano se extienda al resto del mundo. Durante meses, en su página web se han colgado sesenta y siete ideas de cosas que personas de todas las edades, economías y aptitudes pueden hacer por los demás en esa escasa hora y siete minutos. Los niños pueden regalar sus juguetes a otros que no los tienen, por ejemplo; los adolescentes visitar enfermos o ayudar a sus hermanos pequeños con los deberes. Los adultos por su parte tienen un amplio repertorio de actuaciones entre las que elegir. Colaborar con la limpieza de jardines públicos, calles o campos de los que nadie se ocupa; trazar cortafuegos en los bosques; donar una hora de sus honorarios a una causa de su elección; plantar árboles; organizar una venta benéfica… Cualquier cosa que haga que, por ese corto espacio de tiempo, cada uno aparque sus preocupaciones y tareas habituales para pensar en las personas de su entorno y de la comunidad a la que pertenece. Ni más ni menos que lo mismo que hizo Nelson Mandela cuando, al salir de la cárcel, decidió utilizar la fuerza del perdón y de la comprensión antes que la del rencor. Y es que, como también señaló él en alguna ocasión, el bien es terriblemente contagioso y no hay mejor manera de predicar (y educar) que con el ejemplo.

Mientras escribo estas líneas Madiba —así es como lo llaman los de su clan, con un nombre que honra a los sabios y ancianos— continúa debatiéndose entre la vida y la muerte. Ojalá logre ganar también esta difícil batalla, pero, aún si no lo hace, el Destino le tiene ya reservado un último honor que sumar a los muchos a los que se ha hecho acreedor en sus notables noventa y cinco años de vida. Uno que está al alcance de pocos hombres en la Historia y que, en nuestra cultura tiene como máximo exponente a Rodrigo Díaz de Vivar. Ganar una nueva y nada desdeñable batalla más allá de la muerte y ver cómo, de ahora en adelante, todos los años, coincidiendo con el aniversario de su nacimiento, millones de personas en el mundo entero dedicarán sesenta y siete minutos de su día a mirar a su alrededor y pensar de qué modo pueden ayudar a los demás. Lo harán, precisamente, para que se cumpla otra simple estrategia del bien de la que él siempre hablaba. A saber, que para cambiar este viejo y egoísta mundo que es el nuestro, basta con que cada uno mejore en la medida de sus posibilidades el pequeño mundo que le rodea.

Carmen Posadas, escritora.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *