El bien morir y la eutanasia

El debate de la eutanasia, retomado recientemente con una proposición de reforma del Código Penal a iniciativa del Parlamento de Cataluña, constituye un clásico de nuestra vida parlamentaria. No hay casi legislatura en la que no se haya abordado, incluso cuando la mayoría parlamentaria no era proclive a su legalización. Esta constante presencia puede provocar la sensación de que su despenalización es una de las grandes tareas pendientes de nuestra democracia. Y ello resulta ciertamente paradójico en una sociedad que, adjetivada ya como sociedad de la vivencia, ha eliminado del imaginario colectivo la muerte y su proceso. La muerte no es un tema muy presente en nuestra ciudadanía, pero sí en nuestras Cámaras. La contradicción entre una sociedad que piensa en el vivir y un legislador que le da constantes vueltas al morir es buena muestra del verdadero fin del debate, más ideológico que social.

¿Es necesario despenalizar la eutanasia para avanzar hacia el bien morir? Creemos sinceramente que no, más allá de debates estrictamente morales. Los argumentos que recoge la proposición del Parlamento catalán no son reales. En dicha proposición se nos viene a decir que la despenalización es una tarea ineludible de cualquier sociedad avanzada, citándose en apoyo de la afirmación una exigua lista de Estados y regiones que han aprobado diferentes fórmulas, lo que para los proponentes refleja una clara tendencia a nivel internacional (sic). Nada más lejos de la realidad. Si miramos en nuestro entorno cultural más próximo, Francia, Italia, Reino Unido, los países nórdicos o el gran paladín de los derechos fundamentales en la segunda mitad del siglo XX, Alemania, ninguno de estos ha avanzado en tal sentido, todo lo contrario. Incluso es fácil conocer cuál es la posición común europea. Basta con revisar las decisiones sobre la materia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En su doctrina no encontramos ninguna decisión que lo haya iniciado o que insinúe la conveniencia de iniciarlo. Más aún, la única que se ha mostrado más titubeante (caso Gross) fue anulada, careciendo de valor referencial alguno.

Tampoco es totalmente cierto el argumento, más allá del puramente cinéfilo (la mención a dos películas causa sonrojo), que sostiene que la sociedad en general está a favor de ella. La reflexión no creemos que deba situarse tanto en lo que opina la mayoría, sino en el parecer de las personas que por edad se encuentran algo más próximos al proceso del morir. Cuando se analiza la opinión de la población de más edad tal apoyo se diluye. Paradigmáticas son las palabras del magnífico jurista José Jiménez Villarejo, siendo ya un anciano venerable, escritas en un periódico en 2008: «Reconozco tener serias dudas de que el reconocimiento de este pretendido derecho represente algo parecido a la meta final de un proceso histórico guiado por los valores de la dignidad y la autonomía de la persona». Más que dudas, podemos hablar de temores. Además, en nuestro contexto económico, de difícil sostenibilidad del sistema público de salud, no parece muy oportuno incorporar, desde la justicia social, una política estatal de promoción de la eutanasia. Como manifestara hace unos años Rafael Argullol, «me da cierto miedo la eutanasia en manos del Estado y de determinados mecanismos objetivos de poder», miedo que se acrecienta cuando la eutanasia puede transformarse en una medida de reducción del gasto en el proceso de morir.

Pero es que, además, desde la perspectiva de la división de poderes, a nadie se le escapará que someter a aprobación esta reforma legal es una mera quimera, dado que difícilmente irá más allá de los papeles del BOE cuando a quienes a la postre les va a corresponder implantarla es a un Gobierno de la nación y a los gobiernos autonómicos, responsables de la política sanitaria, estando el primero y varios de los segundos en contra de la reforma. Más aún, si consideramos el juego de fuerzas políticas actuales y que recientemente nos ha avanzado el CIS, es difícil que un parlamentario pueda creer en la realidad de lo que pretende aprobarse. Ello a salvo de que queramos optar por el despropósito de un modelo de turismo de la muerte autonómico.

Para concluir, simplemente, recordar lo que uno de nuestros padres de los cuidados paliativos, Gómez Batiste, manifestaba años atrás ante el Senado: «Hablar del problema de la eutanasia en el caso de los enfermos terminales supone aceptar que se trata de un fallo lamentable del sistema (…) Sin acceso universal a los cuidados paliativos no podemos hablar de eutanasia». Precisamente ahí se sitúa el debate fundamental, en la universalización de los cuidados paliativos. Universalicémoslos y debatamos después sobre la eutanasia, pero no pongamos esta por delante, ya que son tales cuidados los que verdaderamente promueven la autonomía y la dignidad o, al menos, eso nos dicen los que científica y clínicamente saben de la materia.

Federico de Montalvo Jääskeläinen, vicepresidente del Comité de Bioética de España.

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