Por Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente de Unidad Editorial. (EL MUNDO, 02/05/06):
Los acontecimientos que se están precipitando desde la llegada al poder del actual Gobierno socialista han provocado que uno de los libros de Ortega y Gasset, España invertebrada, haya cobrado nueva actualidad. No resulta fácil ni posible exponer aquí una somera síntesis de las ideas presentadas en esa obra, por lo demás discutible en algunos aspectos de su explicación histórica.Sin embargo, no creo que traicione la tesis fundamental del autor si señalo que la «invertebración» de la que habla podría resumirse, en sus conclusiones definitivas, como «una debilidad congénita de la unidad de España», que diagnostica en el momento en que la escribe y que define como una enfermedad crónica en el proceso de su continua tendencia a la desmembración, tras la aparente unidad conseguida en el siglo XVI.
Esa enfermedad de España, según él, se caracterizaba, sobre todo, por el particularismo de gremios, grupos y de regiones, de la cual brotaban unas tendencias patológicas que ponían en peligro la continuidad del Estado español, situándolo al borde de su descuartizamiento. No existía, por tanto, para Ortega, una columna vertebral que garantizase, como ocurría en otros países de Europa, la existencia de una nación aceptada por todos. Tras este diagnóstico premonitorio, escrito en 1921, vinieron la Dictadura de Primo de Rivera, la caída de la Monarquía, la llegada fascinante de la II República, seguida de una inmediata desilusión -que concreta en su famosa frase de «no es esto, no es esto »- y, por último, en un fracaso colectivo, que desembocaría en una estúpida Guerra Civil entre españoles y en una tenebrosa dictadura de 40 años.España continuaba estando invertebrada y, además, dividida en un país de vencedores y vencidos, muchos de los cuales tuvieron que exiliarse o emigrar.
No era fácil, a la muerte del general Franco, encontrar una vía para la convivencia, en un país que puso de moda durante los siglos XIX y XX una dramática solución, condensada en la pedestre frase de dar la vuelta a la tortilla, es decir, llevar a cabo una ruptura y exigir responsabilidades a los que se habían favorecido por una absurda Guerra Civil para dejar el mando a los perdedores de ésta. Aunque éticamente se podía haber defendido esa tesis radical, políticamente hubiera sido otro grave error, volviendo a resucitar la eterna España invertebrada, en la que continuarían separados los españoles por su ideología, su ubicación geográfica y sus creencias. De ahí que el gran mérito de la Transición fuese adoptar un espíritu de concordia entre todos los españoles y adoptar la solución, definida también por otra frase pedestre, de llevar a cabo un borrón y cuenta nueva. El fruto de ese espíritu no fue ni más ni menos que la elaboración de una Constitución, por primera vez en nuestra Historia aceptada por todos los partidos políticos representados en las Cortes, que significaba un gran pacto político nacional, a fin de emprender nuestra regeneración política y unirnos a las otras naciones europeas, tal y como deseaba Ortega («Europa es la solución»).
Ciertamente, nuestra Constitución de 1978 recuperaba los valores democráticos que quiso introducir la Constitución de 1931, pero lo hacía ahora sin sectarismos, convirtiéndola en una de las más progresistas y garantistas del mundo, aceptando la forma de una Monarquía parlamentaria, en la que el Rey sólo dispone de funciones fundamentalmente simbólicas y moderadoras. De ahí que pasamos a ser, como ocurre con las monarquías actuales en Europa, una Monarquía republicana, porque los valores y principios que contiene nuestra Norma Fundamental conserva las ventajas de las monarquías modernas, excluyendo los defectos de las antiguas y tradicionales, y aceptando, por otro lado, los valores republicanos procedentes, entre otros, de la Revolución Francesa. Pero esa descripción no es invento, como se dice, del presidente Rodríguez Zapatero, sino que es algo que muchos constitucionalistas de toda Europa han utilizado para expresar este tipo de regímenes monárquicos, contraponiéndolos algunos al caso inverso de la V República francesa, definida por muchos como una república coronada. En tal sentido, pues, nuestra Constitución vertebraba por fin a España, en todos los sentidos, y prueba de ello son los casi 30 años de bienestar, solidaridad y convivencia vividos, como nunca antes había conocido este país.
España, por fin debía y podía estar vertebrada gracias a una Constitución, aceptada por todos, excepto por los terroristas vascos y algunos trasnochados, y que intentaba resolver también el viejo pleito regional, pero siempre que se hubiera dispuesto de políticos con estatura de hombres de Estado. Sin embargo, aquí apareció el talón de Aquiles de nuestra Norma Fundamental, porque esos políticos de altura no supieron interpretar favorablemente el oscuro, ambiguo y conflictivo Título VIII de la misma, que es una secuela de uno de los muchos defectos de la Constitución de 1931, en concreto el de la autonomía de las regiones que preveía.En efecto, al no señalarse en ese título cuáles eran desde el principio las nacionalidades y las regiones de que habla el vigente artículo 2, ni las competencias propias de unas y otras, al no definirse cuáles eran las competencias exclusivas y no delegables del Estado, permitiendo una especie de puja continua para aumentar las competencias que se fueran exigiendo en las comunidades autónomas y, especialmente, en las que han gobernado los partidos nacionalistas vascos y catalanes, se sabía que, ineludiblemente, llegaría un momento en que esas exigencias acabarían desbordando el marco que delimita la Constitución, como así ha sido con el Estatuto catalán por el momento. Aunque aquélla esté todavía vigente, es posible que, en su plenitud, tenga ya los días contados.
Porque la cuenta atrás llegó con las controvertidas elecciones del 14 de marzo de 2004, que deberían haberse aplazado, tras la matanza del día 11 que equivalía a un estado de excepción que no se declaró, pero que se podía haber hecho si el presidente Aznar hubiese obrado con prudencia política, buscando el acuerdo entre todos los partidos y el acuerdo de las Cortes. No fue así y se produjo la inesperada victoria del PSOE, convirtiéndose José Luis Rodríguez Zapatero en el actual presidente del Gobierno.
Nada más tomar posesión -gozando de una exigua mayoría que necesitó apuntalar con el apoyo de los nacionalistas catalanes de Esquerra Republicana y de otros grupos de izquierda-, se puso de manifiesto la existencia de dos notas que caracterizan a un presidente, prácticamente desconocido por todos hasta entonces, que no había definido el proyecto de Estado que deseaba para España. Cabría sostener, al menos en lo que a mí respecta, que esas dos notas, una positiva y otra negativa, están produciendo ya un explosivo cóctel de previsibles nefastas consecuencias.
Por una parte, la primera nota, que yo juzgo a priori positiva, es que se trata de un sorprendente presidente de rompe y rasga, al estilo de líderes -salvando las distancias- como fueron, por ejemplo, Kemal Ataturk, Juan XXIII, el general De Gaulle y otros semejantes, que parecía iban a pasar desapercibidos con una política de conservación y administración del statu quo y, en cambio, asombraron a todo el mundo con sus osadas políticas, cambiando la dirección de los acontecimientos. En tal sentido, hay algunas medidas que se han tomado ya que podrían avalar estas cualidades rompedoras, evidentemente no aprobadas por todos, pero que habrían sido probablemente beneficiosas para el país en general y para minorías en particular, si hubiese contado con una mayoría absoluta que las legitimase o con el acuerdo de la oposición. Sin embargo, esta original faceta de Zapatero se ha convertido en enormemente perniciosa para el país, merced a la segunda nota que he señalado y que consiste en la necesidad que tiene para poder gobernar del apoyo de unos grupos separatistas y republicanos que, con sus exigencias, están desvertebrando España, según lo que la Constitución había logrado conseguir.
Por supuesto, en las democracias existen al menos dos clases de líderes: aquéllos que van por delante de lo que desea el pueblo y que proyectan su mirada más allá de la visión convencional de aquél, aunque siempre con ánimo de favorecerlo, y aquéllos otros que siguen a rajatabla sus reivindicaciones más perentorias, sin meterse en políticas de riesgo, incluso aunque aparezcan como beneficiosas. En cualquier caso, muchos serán partidarios del primer modelo y afirmarán que un liderazgo político audaz casi siempre comporta un cierto desafío para la democracia, adoptando la discutible tesis, sostenida por Locke, de que al perseguir el bien común, disponen incluso de la prerrogativa de actuar en contra de la ley. Pero cuando el pensador británico exponía esto, no existía todavía el constitucionalismo, el cual surge precisamente para evitar todo tipo de despotismo, aunque sea ilustrado.
Aún suponiendo que lo que está haciendo Zapatero, con los catalanes, los vascos y lo que venga, esté guiado, como se deduce de la importante entrevista que le hizo recientemente el director de este periódico, por su bienintencionada idea de resolver el problema de algunos territorios españoles para construir una nueva España, está plenamente equivocado. Porque si se ha tumbado en La Moncloa, disfrutando de un optimismo desenfocado, para contemplar las estrellas, concebidas como las luminarias del éxito, no se ha dado cuenta, o no se quiere dar cuenta, de que no las puede ver, puesto que está bajo techo, y ese techo es precisamente la Constitución, la misma que él defendió, según narra su hasta ahora único biógrafo, cuando tenía 20 años, el 23 de febrero de 1981, tras el secuestro del Gobierno y de las Cortes por el teniente coronel Tejero, colocando una pancarta en el vestíbulo de la Facultad de Derecho de León, que decía de forma escueta pero contundente, Viva la Constitución.
Sería una enorme paradoja que ahora, 27 años después, si no se remedia todavía, se empeñara en echar abajo el techo que significa la Constitución para poder contemplar unas estrellas que no son más que el mero fulgor de un incendio que convertirá a España, no en invertebrada como decía Ortega, sino en desvertebrada. Porque, mal que bien, ahora ya teníamos una columna vertebral, que es justamente la Constitución, salida del pacto civilizado que fue la Transición, admirada en todo el mundo. Y no consta que el pueblo, del que es mero representante y deudor el presidente Rodríguez Zapatero, le haya encomendado que haga lo que está haciendo con su fantapolítica estatutaria, que nos puede llevar otra vez a los arrabales de la discordia civil. Sólo hay algo más doloroso que aprender de la Historia: no aprender de la Historia.