El bipartito no fue más que un breve paréntesis

¿Un comienzo o un retorno? ¿El viejo PP con resabios fraguistas, o algo nuevo, depurado tras cuatro años de travesía en un desierto que, al ser gallego, es verde? Ese era el eje de la campaña, y ésa fue la clave del clamoroso éxito de Feijóo. «Empezamos», proclamaba desde unos carteles en los que miraba con sonrisa pícara a sus ciudadanos, y así lo entendió el electorado que convierte al bipartito de Touriño y Quintana en un breve paréntesis en la historia autonómica gallega.

Hay en cada territorio un partido-país, una organización política que por razones de todo tipo, pero que se hunden en la idiosincrasia profunda, tiene un especial arraigo. Aunque momentáneamente no gobierne, o lo haga por los pelos. Es el caso del PNV en Euskadi, de CiU en Cataluña o del PSOE en Andalucía. Galicia tiene ese amorío especial con el Partido Popular, que aquí no es una mera prolongación de un aparato central, sino que forma parte del paisaje desde los primeros pasos de la autonomía.

Un PP ayudado por la UCD agonizante en los primeros tiempos.Otro PP apoyado en el báculo de Coalición Galega. Un tercer PP con Fraga a la grupa y una coalición con los diminutos Centristas.Después, las mayorías absolutas de don Manuel que expiran coincidiendo con el Prestige y el declive biológico del león de Villalba.Feijóo trae la última modalidad, moderna, urbana, kennedyana, donde sólo queda algún vestigio de la etapa anterior y hasta se aúpa a puestos relevantes a Pedro Arias, antiguo compañero de Touriño en el viejo Partido Comunista. En fin, que socialistas y nacionalistas no supieron contrarrestar el Empezamos de Feijóo, confiando tal vez en que la memoria colectiva actuaría como dique frente al centro-derecha.

Al lado, Touriño se presentaba, con estética evocadora de Obama, como lo que no pudo ser en esta legislatura: O Presidente. La campaña socialista presumía de lo que careció el socialismo gallego.Más que coalición, hubo eso, bipartito, matrimonio de conveniencia en habitaciones separadas, en el que la mano izquierda no sabía lo que hacía la mano derecha. Touriño y Quintana pensaron que así protegían su frágil entente, y tenían razón, pero el logro se hizo a costa de desilusionar a la base social del cambio, desconcertada ante los pulsos, zancadillas y disputas de una pareja que nunca jugó de dobles.

Los propios mensajes de las campañas del PSOE y BNG, eran como indirectas dirigidas al socio. Touriño pide que le den «más fuerza», dando a entender que así se liberará del estorbo de Quintana, o lo dejará reducido a la condición de mascota; el nacionalista se presenta como alguien «sin ataduras», insinuando que «el otro» está sometido a los dictados de Moncloa o Ferraz. Demasiada retranca, incluso para un ciudadano habituado a las segundas intenciones propias de la raza celta.

Es significativo que el último acto de esa coalición que nunca existió, fuera negarse a sí misma. Touriño lo intenta en el tramo final de la campaña, con alusiones a uno de los temas que, junto con la crisis, más minó la integridad de la Xunta de izquierdas: el idioma. Tras empecinarse en que el malestar lingüístico era un problema de importación, empaquetado por los conservadores para alterar la paz idiomática reinante en Galicia, el candidato socialista proclama que no consentirá imposiciones en esa materia, a pesar de que tanto Educación como la secretaria encargada de la normalización, estaban en manos socialistas.

Muchos se preguntarán a qué se debía el exceso de confianza de la izquierda que, hasta hace poco, centraba el interés de los resultados en cómo se iba a reajustar la relación entre el PSOE y el BNG. La explicación está en que fue víctima de su propio espejismo. La idea de que el Partido Popular había quedado herido de muerte empezó siendo un artificio propagandístico, para convertirse en una convicción. El deseo de que los populares fuesen en Galicia tan residuales como en Cataluña, pudo más que una realidad. La certeza de que el PP era sólo un aparato de poder, olvidó esas raíces profundas tan como el carballo de la tierra que ahora le permiten empezar de nuevo.

Carlos Luis Rodríguez, analista político de El Correo Gallego.