El blanqueo político

El blanqueo político no está menos de moda que el blanqueo monetario de sostenida actualidad. Vivimos un tiempo de cambios y por ello de incertidumbres. Sabemos con Gramsci que una crisis es el proceso histórico donde «lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de morir», y añadía «en donde nacen los peores monstruos». La frase, definitiva, se ha atribuido también a Brecht, pertinaz adjudicatario de tantas citas que no se le deben; ambos fueron coetáneos, aunque Gramsci murió joven veinte años antes. Quien haya tenido la curiosidad de leer los libros de Pablo Iglesias Turrión y lo publicado sobre él, que componen ya un catálogo de interesantes testimonios, conoce el fuerte aroma del teórico marxista y dirigente comunista italiano que se aprecia en las estrategias y tácticas de Iglesias.

El líder podemita, nada sonriente desde el 26-J, es uno de los mayores beneficiados del cómodo estado de gracia que ciertas terminales mediáticas otorgan a determinados partidos y dirigentes políticos ocultando –blanqueando– o minimizando sus actitudes negativas y exagerando las de sus adversarios. Los lectores de estas líneas custodian sin duda en la memoria de sus sorpresas no pocos ejemplos de este trato indulgente o estricto, según los partidos a que afecte, pero nada equitativo. Comúnmente, la bondad o ceguera de ciertos medios y colectivos beneficia a la izquierda, y especialmente a la izquierda radical.

Son muchos los casos que en la izquierda se han cubierto con un velo benévolo y, salvo un primer impacto, se han olvidado, mientras los de la derecha se han mantenido vivos y con saña. Algunos pueden parecer anecdóticos, pero pensemos que se hubiesen producido en la derecha; la insistencia habría sustituido a la amnesia y al blanqueo mediático.

En el proceso que ha llevado a Unidos Podemos a perder casi 1.200.000 votos no ha servido el blanqueo, que también se produjo, de su irrealizable programa electoral desde el disfraz socialdemócrata de un leninismo rancio que llegó a presentarse como «partido de la ley y el orden». Los que proclamaron que sólo cumplirían las leyes que les conviniesen y se mostraron reconfortados con el apaleamiento de policías. El lobo con piel de cordero no engañó lo esperado.

Sobre todo en el populismo leninista se ha dado lo que los psicólogos sociales llaman sesgo cognitivo de confirmación, la tendencia a escuchar, leer y reafirmar aquella información que avala las propias creencias. Recibían como real y confirmado lo que era especulativo e ilusorio. La inmadura confusión entre lo mediático y lo político, la exagerada valoración de las redes sociales, el blanqueo amable y complaciente de tertulianos y palmeros de ocasión y el error de las encuestas por el voto oculto desembocaron en la dura respuesta de las urnas, que rasgaron lo virtual a golpes de realidad. Los podemitas, tan crecidos, no estaban preparados para ello. Su propia explicación debería inquietarles: les tienen miedo hasta los que eran suyos.

El blanqueo político tiene también no poco que ver con otra frase, esta atribuida a Maquiavelo: «El fin justifica los medios», que en realidad escribió Napoleón en la última página de su ejemplar de «El Príncipe», al que dedicó una edición inteligentemente comentada. El asunto es viejo; lo nuevo es que ciertos medios hayan asumido el papel de puntales, ingenuos o no, en la justificación de los más tortuosos y engañosos caminos para conseguir determinados fines ideológicos. Es la modalidad de blanquear la falsedad, lo espurio y lo sucedáneo incluso cuando esos fines se tuercen. A esta práctica no son ajenas algunas televisiones que contribuyeron en su día al nacimiento de egos políticos desbordados y luego los consolidaron. La vanidad y la bisoñez de los protagonistas hicieron el resto. Y no sólo me refiero a la izquierda radical, sino también a la otra izquierda y a los que, sin definirse, son contradictorios desde una actitud acuosa incolora, inodora e insípida.

Transitamos un camino de incógnitas y la gran mayoría de los españoles deseamos que se imponga la afirmación sobre la negación y, de paso, que el buen tino exigible a los políticos se derrame también en otros ámbitos responsables; que la opinión publicada responda al sentir significativo de la opinión pública. Sin blanqueos y con equidistancias razonables.

El adanismo infantil resulta letal, y más en política, cosa de inmaduros que lo fían todo a la palabrería, la estética o la telegenia cuyas alegrías de fachada no garantizan mimbres para la labor de gobierno y menos son cualidades de un estadista. En España, y acaso en el conjunto de Europa, padecemos una crisis superpuesta a las otras más sonadas: la crisis de liderazgos sólidos. La dirección de la gestión pública no es un desfile de modelos que alcen desde su fatuidad propuestas imposibles o huecas. Se nos pide a los ciudadanos que creamos en el valor oculto de la inexperiencia sólo porque se proclama. El liderazgo es algo serio que debe estar en manos expertas.

En el complejo contexto nacional, en donde pugnan por crecer los peores monstruos –en la línea de lo escrito por Gramsci–, el blanqueo político supone oportunismo o cobardía. O ambas cosas a la vez.

Juan Van Halen, escritor y académico de las Reales Academias de Historia y de Bellas Artes de San Fernando.

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