El blindaje del Fiscal General

Tras una reforma producida en el Estatuto de los fiscales en el año 2003, la práctica totalidad de la jerarquía de la Carrera Fiscal pasó de servir en plazas con carácter vitalicio a tener un plazo de mandato de cinco años en el cargo. Esos puestos de responsabilidad en la Fiscalía se consideran de nombramiento discrecional, y en la práctica descansan en la voluntad del FGE, sin que hasta la fecha haya prosperado recurso contencioso administrativo alguno contra la determinación de esa voluntad.

En aquellas fechas, además, el Gobierno podía echar de un plumazo y sin mayores consideraciones al Fiscal General. Un cargo que además se elegía por razones de estricta confianza. Es decir, el Gobierno tenía la máxima libertad para la designación y la máxima libertad para el cese. Sin necesidad de ejercer esa prerrogativa, la amenaza de remoción estaba siempre presente. Los Fiscales Generales debían actuar con arreglo a los principios de legalidad e imparcialidad conforme establece la Constitución, pero amenazados por la posibilidad de que una confrontación con el Gobierno precipitara el fin de su mandato. Con esos mimbres era imposible construir un Ministerio Fiscal creíble en su imparcialidad en un momento en que en toda Europa se ampliaban las competencias procesales de los fiscales.

El blindaje del Fiscal GeneralEn esa situación se hacía necesario dotar al Fiscal General de cierta autonomía para poder ejercer sus competencias a fin de inspirar confianza en los ciudadanos, para avanzar en la modernización de nuestro sistema procesal penal y en las garantías para los justiciables. Esa reforma tuvo lugar por la Ley 24/2007, que modificó el Estatuto del Ministerio Fiscal estableciendo por primera vez una reclamación largamente perseguida por la mayoría de los fiscales: un plazo de duración del mandato del Fiscal General del Estado así como causas tasadas de cese.

La significación del plazo no debe ser desconocida o tomada a la ligera. A partir de la entrada en vigor de esa Ley, el Fiscal General seguiría siendo elegido por razones de confianza por el Gobierno pero no podría ser cesado por éste: su independencia del Gobierno se reforzó así extraordinariamente, al margen naturalmente de que al ser elegido por razones de confianza, siempre planea una sombra de sospecha sobre la imparcialidad del Fiscal General que no se eliminará hasta que no se despolitice la institución.

Para los fiscales fue una gran noticia ver que finalmente en el Parlamento -tras un agrio debate- se fijó un plazo de cuatro años para el Fiscal General. De esta manera, se pretendía, como decía la Ley, «dotar al Ministerio Fiscal de una mayor autonomía en el desempeño de sus funciones, que contribuya a reforzar de cara a la sociedad el principio de imparcialidad que preside su actuación». El plazo, pues, no se concibe como una garantía sólo para el FGE sino también para la sociedad, y evidentemente, para quienes día a día nos dedicamos a este trabajo. Una garantía de que el FGE, a pesar de ser elegido por razones de confianza, ya no va a temer su remoción aunque colisione con el Gobierno de manera frontal o reiterada. Una garantía para la imparcialidad del Fiscal, seguramente insuficiente, pero la más importante que tenemos en nuestro sistema orgánico. Una posición de inamovilidad -durante su mandato- tan sólida como la que goza cualquier juez.

¿Qué puede justificar entonces la dimisión de un Fiscal General cuando la estabilidad en el puesto es la principal garantía de la Fiscalía entera, frente a presiones políticas? Dejando de lado los casos de incompetencia manifiesta, la comisión de un error grave ha de justificar su dimisión, como la de cualquier cargo público por pura responsabilidad. Pero no siendo ese el caso, ¿es aceptable que pueda un FGE disponer libremente del plazo y renunciar al cargo sin dar ninguna explicación? Yo creo que con lo que ha costado conseguir esa garantía y lo que significa para la credibilidad de la institución, las razones del abandono deben explicarse bien, y si fueran personales, debe hacerse al menos sucintamente pero con claridad. Considerar una cuestión tan importante como meramente privada no parece razonable teniendo en cuenta lo que hay en juego y lo que ha costado llegar aquí. Especialmente cuando la falta de transparencia en los motivos de esa dimisión provoca un terremoto político; cuando los reproches entre Gobierno y oposición sobre ataques a la imparcialidad de la institución vuelven a perturbar a la Fiscalía, su imagen y su credibilidad. Una vez más en España, hay leyes, pero flaquean las voluntades.

Si las razones de la dimisión del FGE no fueran privadas en realidad, y su invocación escondiera desencuentros de la clase que fueran con el Gobierno que le nombró, en mi opinión la dimisión es un error de enfoque de la situación. El cargo de Fiscal General no es el sitio adecuado para hacer amigos en el poder, especialmente si la atmósfera pública está impregnada del hedor de la corrupción. Los enfrentamientos no sólo son posibles, son inevitables con una Fiscalía que ejerza con firmeza su función constitucional. El FGE, leal con la importancia de la función que aceptó desempeñar, acaso haya de faltar a la gratitud con el Gobierno que le nombró, y dado el caso ha de denunciar públicamente cualquier desencuentro que perturbe el ejercicio de su función. Pero ha de resistir. Incluso en los casos que quedarse pudiera suponer mayor gravamen personal que marcharse: a eso está asociada la grandeza. Porque el plazo que le protege existe precisamente para resistir esos eventuales enfrentamientos, y además no es sólo patrimonio suyo; el plazo nos pertenece a todos, es nuestra garantía como ciudadanos, como justiciables.

Si hubiera habido desencuentros producidos por presiones gubernamentales sobre la autoridad del FGE en el ejercicio de sus funciones, la única respuesta aceptable desde una Fiscalía imparcial ha de ser la denuncia pública y la denuncia ante los Tribunales. Estos momentos que vive España son particularmente inapropiados para cortesías y silencios de la Justicia con el poder: incluso si quien ha nombrado al FGE por razones de confianza intentara abusar de esa confianza influyendo en sus determinaciones en asuntos concretos, estaría delinquiendo. Y el deber -no discrecional- del Fiscal sería perseguirle. Si los desencuentros consisten en desaires, en ofensas graves a la dignidad del FGE, en políticos anticipando ridículamente las actuaciones del Fiscal General o de la Fiscalía, o simplemente en la denegación de medios materiales necesarios para realizar su función, mucho menos estaría justificada la dimisión en mi opinión. El FGE debe optimizar los recursos de que dispone para la mejor realización posible del servicio. Y si esos recursos se le niegan por el Gobierno la salida es la denuncia pública y la comunicación a la generalidad de los fiscales; y seguir, porque el abandono inmotivado genera la sensación de que una vez más es el Gobierno quien determina el destino de la Fiscalía.

Ante la dimisión «por razones personales» del FGE el 18 de diciembre pasado, el dimitido le hace un postrero favor al Gobierno, seguramente sin pretenderlo. Si es cierto lo que se lee y no se desmiente sobre las razones del abandono, éste ha sido debido a las dificultades y desaires de variado tipo que el FGE ha encontrado en el Gobierno para el ejercicio de su función. Es decir, el Gobierno que presuntamente incomoda al Fiscal se encuentra con que éste se retira «por razones personales» y en silencio: si eso ha sido así, sale gratis el maltrato al Fiscal General, que se va con gravedad y discreción. Eso será aceptable para un cargo público dependiente del Gobierno, pero no en la Fiscalía, tras lo que costó conferir al FGE de una estabilidad en su posición. La dimisión, el abandono inexplicado, se acepta incluso con aplausos en estos tiempos de plomo para la Justicia. Pero la grandeza exige mucho más.

Salvador Viada Bardají es Fiscal del Tribunal Supremo.

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