Los resultados de las elecciones en Andalucía y la victoria del tripartito —más o menos explícito— de las derechas parecen haber inaugurado una estación nueva en el convulso proceso político español. El dato fundamental de las elecciones andaluzas fue la hipermovilización de las opciones antes conocidas como conservadoras y la desmovilización de las progresistas. Andalucía parece haber inaugurado un clima político, que no se mide tanto en los números o las encuestas como en la correlación moral de fuerzas: la irrupción de Vox ha insuflado nuevos ánimos a un campo conservador al que además arrastra a posiciones reaccionarias. Parecemos asistir a un rearme moral e ideológico de las derechas, que han recuperado iniciativa y se encuentran a la ofensiva. Estos “renovados bríos”, como siempre en la historia, no los ha recobrado en el punto álgido de la movilización de las fuerzas por el cambio político y la democratización: es un movimiento de péndulo tras su relativo desgaste.
El factor decisivo para comprender la situación actual no son las encuestas, sino la diferencia entre un bloque y una suma de escaños. Existe un bloque político no porque tres formaciones lleguen a una alianza, sino porque comparten intelectuales y creadores de opinión, símbolos, agenda, lenguaje y horizonte: el señalamiento permanente de malos españoles y sobre todo malas españolas contra los cuales se cohesionaría de nuevo la nación. Lo que ha hecho al bloque reaccionario hacerse con el poder en la Junta de Andalucía, y mejorar sus perspectivas en toda España, no ha sido la “unidad”, entendida como suma de siglas, sino la articulación de diferentes fuerzas en una dirección compartida, ofreciendo una orientación que después se expresa en diferentes canales electorales, abriendo así el abanico de la “oferta”. Un bloque político a diferencia de una alianza, no es una suma sino una multiplicación: modifica la identidad de sus participantes y el todo es más que la suma de las partes, ensanchando sus fronteras.
Vox no es mayoritario en el bloque reaccionario, es algo así como su infantería: una avanzadilla que tantea el terreno y ve hasta donde se puede avanzar sobre los consensos de época, empujando el umbral de lo tolerable. Insufla moral de combate entre los sectores conservadores y, seduciendo a parte de sus votantes, obliga a Partido Popular y a Ciudadanos a escorarse a posiciones cada vez más reaccionarias, intentando frenar la hemorragia de simpatías. Además, busca chocar con Podemos, encontrando a veces demasiadas facilidades, y produce así un efecto conservador del statu quo: el regreso de la política a estar dominada por el eje izquierda-derecha tiene ya un impacto estabilizador, de bloqueo de la posibilidad de una voluntad general nueva; ahora además, el choque de los partidos que pueden aparecer como “extremos” del arco parlamentario los anularía mutuamente y dibujaría una convergencia de los que, por pura geografía relacional, quedarían “centrados”, con el PSOE y Ciudadanos en una posición de terreno de encuentro. Vox enfatiza la frontera izquierda-derecha y corre el “centro” hacia posiciones aún más regresivas. Si además consiguiera replegar a las izquierdas en sus posiciones y márgenes tradicionales sería una triple victoria.
No obstante, el proyecto que cohesiona y anima al bloque reaccionario no contiene solución posible para la crisis de España. En nuestro país el problema no ha sido el color de los Gobiernos, sino la ruptura de los acuerdos básicos de convivencia y las grietas consecuentes que se han abierto entre sectores sociales, entre territorios, entre generaciones y la ya insoportable desigualdad entre géneros. Los privilegios, la desigualdad y la hiperconcentración de poder y riqueza en muy pocas manos en detrimento de las expectativas de vida y futuro de la mayoría han rasgado nuestra comunidad política. Las fuerzas reaccionarias no proponen suturarla, sino cohesionarla por el miedo y el gesto autoritario de la desconfianza hacia el último. Los privilegios sólo se pueden mantener hoy en medio de un clima de histeria permanente. Sólo así la ciudadanía empobrecida y burlada puede cerrar filas en torno a un proyecto de redistribución hacia arriba de la riqueza, de recentralización y recortes en el ya maltrecho estado del bienestar, de estrechamiento del pluralismo y los derechos civiles.
Hablamos de bloque reaccionario porque no está presidido por un ánimo ni siquiera conservador de defender aspectos positivos frente a los cambios en marcha, sino más bien por una voluntad desdemocratizadora y de revancha: enfrentar, en su cansancio y estancamiento, el empuje por la redistribución y la democracia y pasar a disciplinar a la sociedad española en el miedo y el odio como gasolina electoral, naturalizar la precarización social —sacándola de la discusión pública— y romper todo vínculo cívico o solidario sustituyéndolo por el de la comunidad resentida de los asustados y furiosos en busca de chivo expiatorio siempre más débil. Esa concepción de España a la que, desde Donoso Cortés, le sobramos siempre la mitad del país real. Este proyecto puede ganar elecciones y puede gobernar. Pero no puede suturar las grietas sociales y fundar un proyecto nacional y popular nuevo. Es una irresponsable y peligrosa patada hacia adelante.
Con todo, el bloque reaccionario plantea una discusión, una disputa cultural, a la que hay que concurrir. No en defensa de la izquierda, sino en ofensiva por la democracia y la idea de España. Es inútil confrontar con datos cuando el adversario choca ya en el terreno de los afectos. Frente a su idea de España, estrecha, egoísta y autoritaria, un amor superior por la nuestra: amplia, mestiza, diversa, justa y solidaria. Frente a su cobardía de culpar al último, el coraje ciudadano de plantarse frente a los atropellos de los privilegiados, que son quienes nos han traído hasta esta situación límite. Hemos de construir un amplio campo democrático que, con independencia de sus cauces electorales, se articule en torno a instituciones de protección y cooperación, derechos que, una vez conquistados, generan hambre de más, liderazgos que inspiren confianza, referentes culturales e intelectuales dispuestos a dar la lucha de valores. Un campo transversal que no se cierra sino que se abre, que no renuncia a incorporar a buena parte incluso de quienes hoy son adversarios.
Si la histeria se alimenta de desgarros y desconfianza, nuestra tarea será tejer, reunir, reproducir la empatía como lazo social. Ese campo democrático no puede ser de los lamentos o “muros defensivos”, ni de la nostalgia, ni estar supeditado a las necesidades de los aparatos de los partidos. Ha de ser la reunión sin prejuicios de las mejores energías y voluntades cívicas para articularlas en una dirección que hoy es ya potencialmente mayoritaria: reconstruir un país que cuida de su gente, que se dota de instituciones sólidas frente al “sálvese quien pueda”, que dialoga entre diferentes y que no quiere dar pasos hacia atrás sino innovar, que sabe que la libertad sólo florece donde hay condiciones razonables de igualdad y fraternidad.
Íñigo Errejón es doctor en Ciencias Políticas y diputado de Unidos Podemos en el Congreso de los Diputados.