El boicot al Mundial de Catar 2022, una fantasía irrealizable

Corrupción, fraude, dimisiones en cadena, redadas policiales, obstrucción de investigaciones, esclavismo, homofobia, muertes, un calendario inverosímil y la sensación de que la barbarie de Catar 2022 es ya imparable a menos de un año de su celebración.

Aunque el mundo libre ha especulado reiteradamente con la posibilidad de que jugadores, clubes o asociaciones boicoteen la celebración del Mundial, lo cierto es que, once años después de la elección de la sede, nada parece indicar que alguien vaya a postularse abiertamente para ello.

La explicación inmediata es de un perfilado ockhamiano impecable: pueden, pero saben que no deben. En pleno debate sobre la fiscalización de las libertades occidentales, mostrar desacuerdo público con la celebración de un Mundial en un país árabe célebre por pulverizar los derechos humanos es algo tristemente reaccionario.

Desde la elección de la sede en diciembre de 2010 y, sobre todo, a raíz de las fantasías que por entonces se publicaron (por ejemplo, que ya se habían presentado proyectos de refrigeración artificial en los estadios para el caso de que el Mundial se celebrara en verano, como así ha sido durante los 90 años de historia de la competición), pocos han sido los nombres vinculados al fútbol de elite que han preferido hablar libremente a esperar sentados.

No ha sido hasta hace unos pocos meses, durante las jornadas clasificatorias europeas para Catar 2022, cuando tres países (Noruega, Alemania y Países Bajos) se animaron, con reivindicaciones tibias y en partidos no demasiado mediáticos, a abrir el debate acerca de lo que ha ocurrido durante estos once años, mientras se diseñaba el Mundial más oscuro jamás celebrado.

Sus reivindicaciones recordaron la especial relación de Catar con los derechos laborales (algo que ha provocado el choque de la propia FIFA con la mismísima ONU). En el emirato rige aún el sistema kafala, que recluye a los obreros, mano de obra importada de países pobres, a cambio de un salario simbólico e insignificante.

Ninguno de estos países se puede oponer a la celebración de Catar 2022 porque tanto la UEFA como la FIFA prevén en sus estatutos y códigos éticos sanciones a aquellos que antes, durante o después de los partidos se signifiquen políticamente de una u otra forma.

Este trampantojo, de una subjetividad rampante, deriva de la estrecha relación entre política y deporte que en los países de democracia laxa ha acarreado durante los últimos años sanciones si la UEFA y la FIFA interpretaban que la injerencia política comprometía el espíritu del deporte.

Esto no deja de ser una ironía del nuevo siglo, teniendo en cuenta que Joseph Blatter y Michel Platini, en calidad de presidentes de la FIFA y de la UEFA, se vieron forzados a dimitir (e incluso siguen encausados en algunos procesos judiciales) a raíz de escándalos relacionados no ya con la falta de transparencia, que es el desayuno con diamantes del poder, sino con sus vinculaciones políticas.

Como muestra, cabe recordar el papel decisivo que Platini desempeñó arrimando el voto de Francia a Catar a cambio de BeIN Sports y la compra del PSG durante una cita con el entonces presidente de la República, Nicolas Sarkozy.

La manera en que la FIFA ha aplicado este código de castigo a los países que han incurrido en injerencias políticas ha sido siempre objeto de debate porque las razones han sido a menudo vanas. Y, en muchos de los casos, indemostrables.

Países de una tradición futbolística plana como India, Pakistán, Chad, Kuwait o Tailandia son algunos de los que han visto comprometido su derecho a participar en las competiciones de la FIFA. Pero no por lo que sus dirigentes o jugadores hayan dicho públicamente, sino porque la FIFA ha interpretado que las relaciones entre sus dirigentes futbolísticos y sus políticos han sido peligrosamente estrechas.

No es casualidad que sean países habitualmente poco desarrollados en el deporte rey los que han padecido el ensañamiento de la FIFA, pues la guerra de este organismo con las federaciones menos capacitadas ha sido siempre un quebradero de cabeza para sus dirigentes.

De ahí que, en un intento por evitar sublevaciones y disuadir a federaciones más importantes de intervenir en el gobierno del fútbol, tanto Blatter como el ahora presidente Gianni Infantino hayan tenido siempre entre ceja y ceja la adhesión de los países menudos a través de nuevos planes de desarrollo. Y también, claro, de la reformulación de las competiciones. Una estrategia que tiene en el Mundial de 48 participantes, 16 más de los 32 actuales, su principal baza.

Pero la ejemplaridad no se ha exigido únicamente a los pequeños. Porque sí existe una federación de las llamadas importantes que en los últimos años se ha asomado a este abismo: la española.

En 2016, la investigación a Ángel María Villar, precisamente por su papel en la elección de Catar y por la peculiar forma en que el exdirigente de la RFEF diluyó su obligación de convocar elecciones a la presidencia, alarmaron a Blatter, quien en 2008 ya había amenazado con dejar a España fuera de la Eurocopa de Austria y Suiza por razones similares.

Tal vez porque tanto Villar como Blatter sabían que esto sólo sumaría presión política y nunca interferiría en las relaciones reales en la gobernanza del fútbol europeo y mundial, el conato de ejemplaridad se diluyó.

La particular forma en que la FIFA ha ejercido este poder sobre las federaciones rebeldes es, pues, su arma principal para asegurarse de que ningún país boicoteará la celebración de un Mundial que ha sido ganado y construido fajo a fajo.

Este es un debate paralelo al que pudiéramos tener sobre la responsabilidad social de las naciones libres, abiertas y democráticas. O sobre la fuerza con que las grandes figuras del deporte utilizan su capacidad para influir en la opinión pública. Aquí llama la atención que futbolistas habitualmente muy activos en favor de las causas sociales politizadas no se hayan pronunciado. Nadie espera que lo hagan.

El boicot al Mundial de Catar 2022, que romperá por cierto el calendario normal ya sobrecargado del fútbol de elite (apenas habrá una semana de descanso entre su inauguración y su clausura), ya es sólo una ilusión. Y de esta observación cetrina sobre las reivindicaciones democráticas podemos inferir también otro paso atrás más en la defensa de un mundo, si no más justo, al menos sí un poco menos despreciable.

Manuel Mañero es periodista y editor de la web The Last Journo.

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