El bosón y sus circunstancias

El homo sapiens lleva miles de años dedicado con aparente fruición a complicarse la vida: ya no nos trasladamos a pie o a caballo, sino en enormes y costosos artefactos; ya no ocupamos solo viviendas a ras de suelo, sino frecuentemente lugares más altos que los nidos de las cigüeñas; ya no recolectamos los frutos de la tierra con las manos, hoces u otras simples herramientas de labranza, sino con mastodónticos centimanos de los que nos espanta su grandeza.

Pues bien, si transportistas, militares, inquilinos urbanos o agricultores rurales recurren habitualmente a aparatos complicados, caros y, en ocasiones, frágiles o poco fiables, no deberíamos esperar que los científicos de hoy se pongan a observar los fenómenos naturales como hacía Copérnico con los planetas del sistema solar, Newton con la caída de la manzana, o Darwin con las diferencias en el pico de los pinzones, de la misma forma que nadie en su sano juicio esperaría que los médicos que nos atienden se fiasen solo de su “ojo clínico”.

Decía André Gide que todas las cosas habían sido dichas ya, pero que como nadie les había prestado suficiente atención, había que volver a intentarlo una y otra vez (“il faut toujours recommencer”).

En ciencia no ocurre esto: cuando algo está dicho con las debidas garantías y mediante los procedimientos adecuados, no hay que repetirlo más y así hoy nadie puede descubrir que la tierra no ocupa el centro del sistema solar, ni que las manzanas caen de los árboles por la fuerza de la gravedad, ni que animales de la misma especie pueden diferenciarse por efecto de evoluciones graduales.

Todo eso ya se sabe y la verdad es que se conoce prácticamente todo lo que se puede observar a simple vista: Eratóstenes de Cirene fue capaz de calcular con admirable precisión la distancia de la tierra a la luna, mediante una ingeniosa operación de trigonometría, pero no podría calcular absolutamente nada de la colisión de las galaxias “Antenas”, simplemente porque no podía verlas. Para observar bien estas galaxias, ha sido necesario lanzar al espacio un enorme y costoso telescopio, llamado Hubble, cuya visión nos está permitiendo conocer fenómenos hasta ahora totalmente inaccesibles para el observador humano.

El Hubble es una sofisticada, voluminosa y costosa plataforma científica, que permite observar fenómenos naturales imposibles de ser vistos sin ella y que junto a otras grandes instalaciones, situadas en tierra, permite a los astrofísicos escudriñar recovecos espaciales hasta ahora inexplorados.

Es el caso, por ejemplo, del Observatorio Europeo del Sur (European Southern Observatory, ESO), con instalaciones en diversos lugares de Chile, entre las que destaca el VLT (Very Large Telescope), cuatro telescopios coordinados que tienen una capacidad de ver 4.000 millones de veces más precisa que el ojo humano, al que se unirá próximamente un E-ELT (European Extremely Large Telescope) que mejorará todavía más la capacidad de observación.

Los descubrimientos que aportan estas instalaciones son extraordinarios y muy abundantes y mantener esas infraestructuras resulta caro, pero podemos permtírnoslo los países miembros, porque nos cuesta algo así como 35 céntimos de euro por habitante y año. Puestos a recortar gastos, a los autores de este artículo se nos ocurren algunos otros, antes de los que dedican los contribuyentes a la financiación y mantenimiento de las grandes instalaciones científicas.

En España contamos también con observatorios astronómicos de nivel internacional, como el de Roque de los Muchachos (La Palma), en donde está situado el Grantecan (Gran Telescopio de Canarias).

Tampoco es de extrañar que los científicos de hoy hagan experimentos mucho más complicados de los que hacía, por ejemplo, Madame Curie en su laboratorio a principios del siglo XX, como es el caso de los del CERN (Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire, 1952) con sus aceleradores de partículas y sus detectores. Allí los científicos realizan experimentos en física de partículas, de los que algunos han despertado una gran expectación mediática, porque los contumaces milenaristas de todo el mundo lanzaron estridentes y pintorescas profecías de que la búsqueda del bosón de Higgs iba a producir un agujero negro que engulliría al planeta Tierra.

En realidad, lo que posiblemente ha conseguido este fascinante experimento, es detectar la última pieza que faltaba en el rompecabezas de la materia, la que daría sentido a todas las partículas subatómicas descubiertas hasta ahora.

El CERN, ya ha producido hasta la fecha impresionantes descubrimientos, que nos han permitido conocer los componentes más pequeños de la materia; ha conseguido que Europa siga siendo referencia mundial en física de partículas; ha merecido por ello varios premios Nobel y ha generado así, de pasada, algunos subproductos tan destacados como el protocolo http://www en el que se basa la hoy imprescindible internet.

Existen también grandes instalaciones dedicadas a otras disciplinas, como la biomedicina, con el objetivo de la secuenciación completa del DNA, el análisis computacional y la identificación de genes de susceptibilidad a enfermedades o a su tratamiento, con el creciente arsenal terapéutico.

Todo ello se enmarca dentro de lo que Gibbons y otros bautizaron como “modo 2 (de producción) del conocimiento” (Gibbons 1994), para describir la forma actual de trabajar de numerosos investigadores, que se agrupan para llevar a cabo investigaciones multidisciplinarias y aun multitudinarias, que trascienden el ámbito de una sola disciplina académica y un solo país.

Las grandes instalaciones científicas actuales existen, precisamente, porque a lo largo del siglo XX ha ido consolidándose este modo de producción del conocimiento, gracias al cual se ha secuenciado el genoma humano, se está observando el fondo primigenio del cosmos y se está cerca de completar el puzle de los componentes de la materia.

Ello ha necesitado grandes instalaciones de observación y experimentación, pero también grandes instalaciones de cálculo: los centros de supercomputación de los que disponen no solo los países líderes en I+D, sino algunos más, como Estados Unidos, China, Alemania, Japón, Reino Unido, India, Arabia Saudí, Suecia, Rusia, Finlandia, Francia, Italia, Corea del Sur, etc. completan el panorama de las grandes instalaciones científicas.

En este ámbito, España sitúa su Centro Nacional de Supercomputación de Barcelona, con su superordenador “Mare Nostrum”, en un discretísimo puesto del ranking mundial pero, eso sí, nuestro país es líder en número de aeropuertos o en kilómetros de autopistas. Es una cuestión de prioridades y de posterioridades que, una vez más, se han hecho patentes con esta crisis: España es el líder del fútbol europeo, pero también de los recortes en I+D.

Carlos Martínez-Alonso y Javier López Facal son profesores del CSIC.

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