El botellón y la ciudad universitaria

Se engaña quien piense que lo que ocurrió hace unos días en Ciudad Universitaria fue sin más un “botellón”. La diferencia, por ejemplo, con celebraciones del tipo “San Cemento” no es sólo de grado. Lo que ocurrió en Ciudad Universitaria no fue algo del mismo tipo pero más grande. Ocurrió algo sustancialmente distinto y las generaciones más mayores cometeríamos un error grave si no hiciésemos un esfuerzo por intentar entender qué fue.

Estos dos años han sido extraordinariamente duros incluso para quienes hemos estado confinados en una casa que resulta ser nuestra casa. Y extraordinariamente duros incluso para quienes tenemos ya unas energías vitales que más o menos caben en una casa.

Estos dos años he asistido al espectáculo horrendo de una generación a la que se le han arrebatado los mejores años de sus vidas, sin que pudieran siquiera culpar a nadie. Los que por mi oficio me pillan más de cerca han sufrido de un modo muy intenso que se les estuviera hurtando nada menos que su experiencia de vida universitaria.

El botellón y la ciudad universitariaY he asistido al mismo tiempo al espectáculo insólito de una generación que lo aceptaba con resignación y responsabilidad, acatando con disciplina que les había tocado transitar de la adolescencia a la juventud en un tiempo en el que era imposible ser feliz.

Pero por fin llegó la vacuna. Y no tiene sentido reprochar a los estudiantes universitarios su confianza en la ciencia y las instituciones del conocimiento. Era el momento, pues, de celebrar la vuelta a la vida y a la alegría. Y de un modo muy especial la vuelta a la alegría de la juventud; esa alegría que se sabe fugaz pero que, mientras dura, es capaz de iluminarlo todo y de insuflar energía vital a todo lo que tiene cerca. Sin esa energía, las instituciones (también la universidad) languidecen y, por lo tanto, más que un derecho, me atrevería a decir que es un deber cívico celebrarla. Celebrar simplemente que son jóvenes; y que saben que eso tampoco dura mucho; y que después de una juventud feliz viene una vejez lastimosa; y que después ya nos comen los gusanos y fin.

Esta es por cierto la idea básica del solemne himno universitario por excelencia en toda Europa (que nos puede parecer mal, pero entonces cambiemos de himno):

Gaudeamus igitur,
iuvenes dum sumus. (bis)
Post iucundam iuventutem
post molestam senectutem,
nos habebit humus.

Lo que pasa es que así en latín no nos dice nada (más o menos como la Biblia en el siglo XVI), y no logra aportar los nutrientes de los que depende la vida de la universidad. Habrá a quien le parezca mentira, pero hay instituciones que se mueren si se las alimenta solo de ordenanzas, directrices, circulares y protocolos.

Pero intentemos hacer un experimento mental. Imaginemos por un momento que les 25.000 jóvenes que se concentraron en el campus de Humanidades de la Ciudad Universitaria hubiesen decidido cantar al unísono, con la música del Gaudeamus, una versión traducida. Por ejemplo, más o menos así:

Viva la alegríía
de la gente jooven. (bis)
Tras la alegre juventud
y el horror de la vejez
nos vamos todes al hooyo.

Hagamos de verdad el ejercicio de imaginación. En su materialidad. 25.000 personas. La imagen habría resultado estremecedora. Es muy probable de hecho que, en vez de desprecio, indignación y condena, hubiera producido escalofríos. Para empezar, es posible que hubiera producido escalofríos a los propios asistentes. Es probable que la sensación de poder que hubieran experimentado no resultase comparable con ninguna experiencia previa. Esto tampoco es algo especialmente novedoso. La experiencia de concertación y unidad que produce hacer cualquier cosa, así sea cantar una estrofa, en armonía coral con muchos miles es la única vía de acceso que tenemos a la Fuerza (ese “campo de energía creado por todas las cosas vivas”, por citar a Obi-Wan Kenobi). Es posible que, desde fuera, todo esto parezca pura mística, pero cualquier policía municipal notaría la diferencia entre 25.000 personas bebiendo, charlando y cantando a Yung Beef en pequeños corrillos y 25.000 personas cantando el Gaudeamus mientras se mueve por Ciudad Universitaria a paso de glaciar.

Las generaciones más mayores cometeremos un error fatal si pensamos que esas energías son simplemente las de jóvenes irresponsables tan individualistas que no son capaces de hacer nada juntos. Pero cometeremos un error aún más grave si pensamos que la energía juvenil en comunión es siempre síntoma del peor augurio. La energía juvenil es, sin más, la energía. La energía que va a devolver la vida al mundo, empezando por la universidad. En qué se traduzca dependerá sin duda de la forma que, como generación, decidan darle. Pero qué forma decidan darle dependerá a su vez de si sabemos celebrarla y entender que sin ella morirían incluso las instituciones que más queremos, o si les obligamos primero a pasar de todo y después a romper con todo.

Luis Alegre es profesor del departamento de Filosofía y Sociedad de la Universidad Complutense de Madrid.

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