El brazo de una muchacha en Ruanda

Todavía era temprano. El sol no estaba en su cénit. Era el mes de abril: cruel para muchos lectores de poesía desde que T. S. Eliot lo decretó. Un mes amable, sobre todo en el hemisferio norte. Los machetes ya habían sido distribuidos. Centenares de miles, a estrenar. Afilados. Made in China. El fax no era el primero. El general canadiense que después escribiría, para tratar de lavar su alma con la lejía de la expiación, que había estrechado la mano al diablo, se lo había mandado a Kofi Annan, que entonces, como responsable de las misiones de paz de la ONU, ya tenía un buen despacho en el Parlamento del Hombre, levantado al final de la Segunda Guerra Mundial en Nueva York para que «el flagelo de la guerra» no volviera a azotar al mundo. Los faxes de Roméo Dallaire, jefe de los cascos azules desplegados en Ruanda, era inequívocos. Se preparaba una matanza. La bengala que desató el espanto fue la voladura del avión en el que los presidentes del país de las mil colinas y su vecina Burundi regresaban a Kigali. Era el 6 de abril de 1994. El país estaba bien organizado porque en eso los belgas habían hecho un trabajo burocrático impecable: perfecto para la administración. Perfecto para la muerte. Un plan de exterminio que en cien días acabó con la vida de por lo menos ochocientas mil almas. Hace veinte años. Ahora lo conmemoramos. Y en Ruanda y en Occidente volvemos a llenarnos la boca con palabras rituales. «Nunca más». Etcétera.

El brazo de una muchacha en RuandaSí, era temprano. Había llegado al aeropuerto de Kigali, la capital ruandesa, la víspera, en un avión militar desde Nairobi, sobrevolando al atardecer el lago Victoria. Un paisaje sobrecogedor en su belleza, un mar interior inabarcable incluso desde el cielo. Mi primera impresión de África. Casi tan indeleble como la que llegaría horas después. Cuando tuve la buena mala suerte de acompañar a un destacamento de soldados italianos cuya misión era muy precisa. Porque alguien da las órdenes, incluso en medio del caos. Igual que desde Nueva York se decidió reducir la misión en Ruanda cuando las matanzas de la minoría tutsi a manos de los radicales hutus se desencadenaron, alguien envió a aquellos militares a rescatar a tres sacerdotes católicos que se habían quedado aislados en un país que había empezado a sangrar.

Había buena luz en Gikoro, a unos treinta kilómetros de la capital. Los soldados parecían tan aterrorizados como yo. Y eso que iban armados hasta los dientes. Sería por eso. Y porque en los controles de carretera los rostros de los jóvenes, los ojos, las bocas, los gestos eran los de la ebriedad. La determinación necesaria para matar.

La explanada delante de la iglesia era un cementerio a cielo abierto. Pero era peor el interior del templo. Frente al altar, las manos y los brazos se extendían buscando una protección que no llegó. Era el único periodista entre aquellos soldados que parecían tan extraviados como yo. Llevaba mi cámara y empecé a tomar fotos, no sé si sistemáticamente, aunque sé que medí la luz, y que era buena para trabajar. Creo que el cielo estaba cubierto. Que no sentía el peso abrasador del sol africano, ni de otros tópicos, que cultivamos con frenesí cuando nos referimos a África. Tal vez porque averiguar la verdad precisaría demasiado tiempo.

Era un carrete en blanco y negro. Los muertos posan muy bien. Y había muchos. Más de mil, aunque eso no lo sabría hasta después, hasta que encontramos a los misioneros. Tiraba fotos del lagar de cadáveres. Entonces lo vi. Era un brazo fino, de una muchacha, desnudo, que se movía como un suave resorte, sin hacer el menor ruido. Un brazo que hacía un movimiento casi amable, como si no quisiera llamar la atención. Se alzaba hacia el cielo, volvía a descender. Como si a través de aquel brazo respiraran los cadáveres amontonados delante de la pequeña iglesia de Gikoro. Como si a través de aquel brazo el pueblo ruandés, náufrago, estuviera haciendo señales a los barcos. Tenía sentido, aunque no lo haya pensado hasta esta otra mañana de abril, a miles de kilómetros, de nuevo a salvo, en mi casa de Madrid, y a veinte años vista. Los soldados de la base naval de La Spezia y un náufrago en un mar de sangre en un país sin costa.

Le dije al capitán que me parecía que en medio de aquellos cadáveres había una persona viva. El capitán me dijo que su misión era rescatar a unos sacerdotes católicos y que eso era lo que iban a hacer. Yo seguí dando vueltas, haciendo fotos. De vez en cuando volvía mis ojos al lugar donde aquel brazo se movía como… ¿Como qué? ¿Como un juguete roto? ¿Como una muchacha que ha perdido las fuerzas, que se ahoga, y que desde el umbral con el más allá llama sin voz? ¿Despidiéndose? Por segunda vez fui a hablar con el capitán. Y me volvió a decir lo mismo. Yo no dejé mi cámara, no me metí entre los cadáveres, no busqué su cara, no le tomé el pulso. Seguí tomando fotos, quizá mordiéndome los labios. ¿Mordiéndome los labios?

Por fin encontramos a los misioneros. Uno era croata, el otro esloveno. Había cubierto mi primera guerra en la antigua Yugoslavia, y pensaba que el miedo y el horror de Sarajevo me habían vacunado contra el mal y contra el miedo. Estaba equivocado. Pero me dio que pensar que dos hombres de Dios, nacidos en dos de las naciones en que se había desmembrado Yugoslavia, habían acabado en medio del genocidio más diligente del siglo XX. Fueron ellos los que me dijeron que la inmensa mayoría de los muertos, más de mil, eran tutsis. Sus feligreses. Fuimos a otro pueblo, y allí rescatamos a un sacerdote eslovaco. Cayó un chaparrón que lavó por unos minutos el aire. Camino de regreso a Kigali volvimos a pasar por la plaza mayor de Gikoro. Busqué el brazo en medio de los cadáveres que no tocamos, que no enterramos. En medio de aquellos cuerpos inertes descubrí el brazo de la muchacha, enhiesto, como el asta de una bandera, como un signo de admiración, como una estaca de carne y hueso.

Han pasado veinte años y seguimos haciéndonos preguntas. Han pasado veinte años y el periodismo sigue tratando de contar una historia que tenga sentido. En mi caso, hay un brazo que me sigue señalando.

Alfonso Armada, director del Máster de ABC.

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