El Brexit como oportunidad

Los lectores conocen mi actitud ante el Brexit, al haberla expresado en multitud de «Postales» y alguna Tercera. No lo veo como una pérdida ni, menos, como un desastre. Tiene su faceta dolorosa, como todos los divorcios, pero los beneficios que ofrece superan con mucho los daños, siempre que sepan aprovecharse. Sobre todo para Europa. Para los británicos es otra cosa, al ser los perdedores de esa salida, que ellos mismos planearon. Europa, en cambio, entendiendo como tal la Unión Europea, va a encontrarse en muchas mejores condiciones de completar su unión y corregir los defectos estructurales que sus padres fundadores consintieron e impiden todavía hoy, medio siglo después, su pleno funcionamiento, entre otras causas, por la renuencia inglesa.

El Brexit como oportunidadPara afrontar el tema sin rodeos: Inglaterra no se ha sentido nunca plenamente europea. Una de sus extravagancias es proclamarse «la un día colonia de Roma», como solía presentarse lord Caradon a la Asamblea General de la ONU para fastidiar a los representantes de los países recién llegados a la independencia, pero basta haber visto alguna comedia de Wilde, leído un par de novelas de Dickens y, sobre todo, a Wodhouse, para darse cuenta de la condescendencia que el británico de pura cepa, no importa la clase a que pertenezca, habla de los «continentals», que es como llaman al resto de los europeos. Lo atribuyo a su condición de isla, separada del continente por el mar, que es su verdadera vocación. Es verdad que a finales de la Edad Media les entró la locura de conquistar Francia, como trampolín de Europa, lo que originó una guerra de cien años, pero al no conseguirlo, se dedicaron a lo que verdaderamente se les da: el mar, los océanos. Quien los domine, dominará la tierra, al controlar las rutas. En cuanto a Europa, su política fue mucho más astuta: en primer lugar, impedir que se uniera, que fue el sueño de todos sus estadistas, reconstruir el Imperio romano. Para ellos era aliarse con los pequeños países, Holanda, Dinamarca, Portugal, contra el más poderoso en cada momento. Los primeros fuimos nosotros, los españoles que gracias a unos afortunados descubrimientos, logramos el primer gran imperio de la Edad Moderna. El inicio de su caída empezó precisamente con la fracasada Armada Invencible, que ni siquiera puso pie en Gran Bretaña, pero aún así se mantuvo un par de siglos, dedicándose los navíos ingleses a asaltar los galeones españoles que traían el oro y la plata de América. Esos corsarios serían más tarde almirantes de la Royal Navy. Le tocó luego el turno a la Francia esplendorosa del Luis XIV, con el ejército más poderoso del continente, como más tarde Napoleón. También sin éxito por la alianza tejida por Londres contra ellos. Alemania, una vez unificada con el Segundo Reich, era la destinada a ser la primera potencia en el siglo XX, gracias a su avances en física y química, que le abrían el paso hacia las armas de destrucción masiva. Pero tras ser derrotada por la alianza franco-inglesa, reforzada por Estados Unidos, tuvo la desgracia de dejarse arrastrar por un desquiciado racista ignorante de la más elemental estrategia militar, que no quiso escuchar a sus generales (él había llegado sólo a cabo) y no se le ocurrió otra cosa que atacar a la única potencia con la que no estaba en guerra, Rusia y, además, en invierno. Con los que estuvo a punto de acabar con Alemania para siempre, pero estuvo casi medio siglo separada y ocupada.

Pero no fue sólo Alemania la que perdió la II Guerra Mundial. Fueron también las potencias europeas, Francia e Inglaterra a la cabeza. Los auténticos vencedores, Estados Unidos y la Unión Soviética, exigieron la desaparición de las antiguas colonias y se repartieron el mundo en zonas de influencia. Puede que el que más perdió fuera el Reino Unido, que quedó arrasado y sin las joyas de su corona, empezando por la India (como compensación le queda Gibraltar, lo que no habla muy bien de nosotros), mientras en Europa, los pocos hombres que aún pensaban se dieron cuenta de que había sólo un camino para no convertirse en uno de aquellos grandes imperios del pasado, el babilónico, el asirio, el egipcio: unirse. De Gaulle, Adenauer, De Gasperi y algún otro montaron primero la Unión de Carbón y del Acero, que pronto devino en la Unión Europea. Inglaterra no quiso unirse, aunque su estadista más genial, Churchill, era ferviente partidario del proyecto. Pero incluso le habían echado del poder, así se equivocan a veces los pueblos más sensatos. El éxito de la UE fue tal que pronto se convirtió en símbolo de libertad, seguridad y progreso. Ante lo que los ingleses recuperaron la razón y siguieron uno de sus refranes: «Si no puedes vencer a tu rival, abrázale», y pidieron el ingreso en la UE. Eso sí, con toda clase de condiciones. Desde entonces no han hecho otra cosa que aumentarlas. Si no han puesto palos en las ruedas, han puesto el freno de mano a las innovaciones, como el euro, que no aceptaron. Hasta plantarse a nuevas iniciativas y, finalmente, decidieron marcharse. Con lo que pueden haber hecho el peor negocio de su vida y el mayor favor a la UE, que acusaba las disparidades de haber crecido demasiado de prisa, sobre todo al incorporar los países del Este, en un nivel de desarrollo económico y político muy por detrás de los occidentales.

Los problemas con que se enfrenta hoy la UE no son tantos los que deja la salida británica sino los de hacer más fuertes los lazos comunitarios. El euro ha facilitado y abaratado el comercio interior, pero sin fiscalidad única nunca podrá haber mercado común. Hay todavía demasiados paraísos fiscales en Europa, en España tenemos alguno. Conviene acabar con ellos cuanto antes. También hemos visto que los códigos penales no se corresponden, lo que trae conflictos jurídicos penosos entre los países, y urge armonizarlos. Necesitamos más Europa, capitaneada por Francia y Alemania, no menos como piden los neonacionalismos, lo que significa mayores lazos en un continente que, pese a las guerras, ha avanzado en todos los aspectos y atrae gentes de los países más lejanos. El Reino Unido va a ser de los que más sufran la transformación. Tiene que desprenderse de su complejo imperial si quiere sobrevivir. Creyó que el Commonwealth era su salvación y ha resultado su más inmediata amenaza al tenerlo dentro. Está incluso a punto de perder la que fue su primera colonia: Irlanda, a la que invadió, sometió y explotó durante siglos -en algunas pensiones de Londres se leía el cartel «No admitimos perros ni irlandeses»- y el Brexit le obliga a mantener abierta la frontera entre las dos Irlandas, lo que significa que el Ulster seguirá perteneciendo a la UE y, con el tiempo, completará la unión de ambas, si no vuelve el terrorismo del IRA, Dios no lo quiera.

No descarto que ante el resurgir del nacionalismo galés y escocés los ingleses se den cuenta del error y pidan reingresar. Pero ya sin humos imperiales ni privilegios. Como esos ingleses que se han venido a pasar sus últimos años a nuestras playas mediterráneas. Lo celebraría, aunque no lo viera.

José María Carrascal es periodista.

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