La Unión Europea obtuvo la aprobación de los estados miembros para un acuerdo sobre las condiciones de salida del bloque del Reino Unido. Pero todavía no es seguro que una mayoría de los parlamentarios británicos lo aprueben, ya que parece dejar en manos europeas el poder de tomar decisiones referidas a asuntos del RU.
Es razonable suponer que el acuerdo será rechazado por los partidarios del Brexit duros, a quienes satisface incluso menos que el statu quo. Y hay, por supuesto, abundantes partidarios de la permanencia en la UE que se oponen al Brexit en cualquier forma. Pero con todos sus defectos, es probable que el acuerdo negociado por la primera ministra Theresa May con la UE se ponga en práctica.
Ya es sumamente improbable que se revierta el proceso de salida. El Brexit es una revolución, y las revoluciones siguen una pauta histórica bien conocida. Como muchos franceses aprendieron después de 1789, y muchos rusos después de 1917, no es posible ignorarlas ni detenerlas.
Pero la revolución del Brexit se desarrolló en un país con poca tradición revolucionaria. Los juristas del RU se enorgullecen por el hecho de que el orden constitucional del país evolucionó con el tiempo en forma gradual, en vez de las rupturas políticas dramáticas que han definido gran parte de la historia de Europa continental. Pero el referendo de junio de 2016 puso fin a esa forma de excepcionalismo británico; la victoria de la opción por la salida del bloque fue señal, irónicamente, de que por fin el RU seguía el ejemplo histórico de Europa. Justo cuando la mayoría de los europeos quieren seguridad y estabilidad, una estrecha mayoría de británicos decidió hacer algo alocado e impredecible.
Algunos historiadores ven precursores del Brexit en el abandono del patrón oro decidido por el RU en septiembre de 1931, o en la retirada del Mecanismo Europeo de Tipos de Cambio en septiembre de 1992. Pero el Brexit no se reduce a salir de un régimen monetario (una operación relativamente fácil que incluso puede traer beneficios en materia de políticas) o sustraerse a algún aspecto irritante de la vida política moderna de Europa. El Brexit implica una reforma sistémica de todo al mismo tiempo.
Tras décadas de pertenencia al régimen regulatorio europeo, una salida completa demandará una tediosa y complicada reescritura de incontables reglas. Hasta el menor error puede llevar a consecuencias devastadoras no deseadas. Por ejemplo, cualquier vacío legal inadvertido puede dar vía libre a prácticas peligrosas o predatorias; y más en general, una redacción ambigua puede dejar todo el marco legal privado de sentido o en contradicción consigo mismo.
Por decirlo de otro modo, es como diseñar desde cero un nuevo programa de procesamiento de texto. Cualquier persona racional comprenderá enseguida que es mejor quedarse con el statu quo. Pero la lógica de la revolución hace imposible volver atrás.
La mayoría de los argumentos en favor del Brexit parten de una idea tradicional de soberanía, y se basan en la historia inglesa (más que en la británica). Los partidarios del Brexit recuerdan con agrado el desafío plantado por el Rey Juan al Papa Inocencio III en el siglo XIII. Y están todavía más fascinados con la era de los Tudor, cuando Enrique VIII sacó a la Iglesia de Inglaterra de la órbita papal. Hasta el día de hoy, los Tudor son casi omnipresentes en los libros de historia, los medios y los filmes británicos, así como en la imaginación popular.
El momento definitorio de la Reforma de Enrique se produjo en abril de 1533, cuando el Parlamento de Inglaterra aprobó el Estatuto de Restricción de Apelaciones, que daba a Enrique la última palabra sobre todas las cuestiones legales y religiosas. El objetivo era liberar a Inglaterra de la autoridad de un papado dependiente de Carlos I de España (es decir, Carlos V del Sacro Imperio Romano). Mientras Carlos tuviera el poder de decisión en Roma, Enrique no podría divorciarse de la tía de Carlos, Catalina de Aragón.
El Estatuto contiene la primera definición legislativa clara de soberanía, al afirmar que “este reino de Inglaterra es un imperio, y así ha sido aceptado en el mundo, gobernado por una suprema cabeza y rey”. Pero como siempre, las medidas que iniciaron la revolución fueron incompletas. Las leyes que aprobó el Parlamento en la década de 1530 no reemplazaron al catolicismo con el protestantismo, pero sentaron las condiciones para que los reformistas religiosos llevaran la revolución a su siguiente fase.
Sin embargo, hubo mucho desacuerdo entre los protestantes en relación con la modalidad de la reforma. ¿Seguiría la revolución las enseñanzas de Lutero, las de Zuinglio o las de Calvino, o adoptaría una visión todavía más radical? Al final, diferentes facciones impulsaron ideas distintas, y no faltaron contramarchas frecuentes y abruptas. El redactor del Estatuto, Thomas Cromwell, fue ejecutado en 1540 por orden del rey; el arzobispo Thomas Cranmer, arquitecto de la Reforma Anglicana, murió en la hoguera en 1556.
Durante el reinado (1547‑1553) del hijo de Enrique, Eduardo VI, el impulso revolucionario llevó a Inglaterra definitivamente en la dirección protestante. Pero como señala el historiador Eamon Duffy, el sistemático “despojo de los altares” a lo largo de este período dejó a muchos súbditos ingleses desorientados y alienados. Una gran nostalgia del viejo orden invadió el cuerpo político, y tras la muerte de Eduardo, su hermana, María I, comenzó la reversión del proceso.
Pero la contrarrevolución exige un enfoque tan radical como la revolución. Conforme el Estado inglés apelaba a medidas cada vez más brutales y bárbaras, muchos de sus súbditos concluyeron que la contrarreforma misma estaba profundamente errada. Tras la muerte de María, Isabel I terminaría hallando un equilibrio. Pero con muchas cuestiones teológicas que quedaron sin resolver, la Reforma siguió un camino de revoluciones y contrarrevoluciones violentas que duró décadas. Tuvo que pasar al menos una generación para que el conflicto se aplacara.
Por su parte, Enrique VIII quiso que lo enterraran en un enorme mausoleo, y que siempre se rezara allí la misa (católica). Ninguno de los dos deseos se cumplió. Lo mejor que pudo hacer Gran Bretaña era olvidar y seguir adelante.
Ahora que May navega las últimas etapas del Brexit, debería escuchar las lecciones de la era de los Tudor. La mayoría de las veces, los que empiezan las revoluciones terminan devorados por ellas.
Harold James is Professor of History and International Affairs at Princeton University and a senior fellow at the Center for International Governance Innovation. A specialist on German economic history and on globalization, he is a co-author of the new book The Euro and The Battle of Ideas, and the author of The Creation and Destruction of Value: The Globalization Cycle, Krupp: A History of the Legendary German Firm, and Making the European Monetary Union. Traducción: Esteban Flamini.