El Brexit y la soberanía en Inglaterra

En el alborear de las revoluciones del siglo XVIII, la isla británica, zahondada firmemente en la costumbre, mira desconfiada las revoluciones que asolan Europa. Cuando fine el ochecientos y corren a raudales novísimas ideas políticas, la mayoría de las monarquías acaban cediendo la soberanía al pueblo. Inglaterra, empero, con un siglo de ventaja, logra esquivar el ímpetu de la barbarie jacobina reconociendo la soberanía al Parlamento. Años después, advertiría Bagehot que «dividir la soberanía en muchas partes equivale a que no haya soberano». En esa contienda transcendental, Inglaterra tercia con originalidad y ofrece su propia solución al problema de quién es soberano.

El Brexit, aunque caracterizado como un acto de soberanía del pueblo británico, en puridad no fue tal, al menos en un sentido jurídico. El concepto de soberanía popular que viene a decir que el poder viene del pueblo, esto es, de abajo a arriba, es desconocido en el Derecho inglés. La expresión ‘We the people’ que encabeza la Constitución norteamericana no lograría encaje en el Derecho Constitucional inglés. La misma suerte correrían conceptos como el de la nación española o el pueblo español que aparecen en nuestra Constitución.

El Brexit y la soberanía en InglaterraEn uno de sus artículos, la Constitución española proclama que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado»; lo que sería incomprensible en Inglaterra. El principio equivalente en Inglaterra es el de la soberanía del Parlamento, según el cual, es el Parlamento el sujeto que ejerce la soberanía, sin que ningún otro sujeto, jueces o el propio pueblo, pueda anular, vetar o enmendar una sola ley que apruebe. Como todo lo inglés, aquella teoría se forjó poco a poco y alcanza su maduración al arrimo de Locke y la insistencia de los Whig. Es cierto que en 1653, en tiempos de Oliverio Cromwell, la soberanía residió en el Lord Protector (el mismo Cromwell) y en el pueblo representado en el Parlamento. Sin embargo, aquella novedad no sobrevivió al propio Cromwell.

De principio a fin, la relación del Reino Unido con la Unión Europea ha venido definida por dos referendos: el de 1975, al poco de ingresar en la entonces Comunidad Económica Europea, y en 2016, cuando la mayoría del pueblo británico apoyó la salida de la UE. El primero fue convocado por el Partido Laborista para salvar al partido de la división sobre la cuestión europea que existía en aquel entonces y el segundo fue convocado por el Partido Conservador, precisamente por la misma razón.

Pues bien, en ambos casos, ninguno de los dos referendos fueron vinculantes. Ello no fue una decisión arbitraria del gobierno de turno. Antes al contrario, tal decisión venía impelida precisamente por la doctrina de la soberanía del Parlamento, que impide que la soberanía última se traslade a otro sujeto, en este caso, el pueblo británico. Es el Parlamento, sujeto último que ejerce la soberanía, quien decide obligarse por el resultado del referéndum.

Ello explica por qué la figura del referéndum, mirada siempre con sospecha por los juristas británicos, no fuera utilizada en el Reino Unido hasta 1975. Los dos únicos referendos nacionales que se han organizado han sido convocados con el fin de resolver problemas internos de partidos políticos.

España, por ejemplo, ha organizado numerosos referendos en las últimas décadas, algunos con consecuencias políticas muy profundas. Recuérdese el referéndum sobre la trascendental Ley para la Reforma Política en 1977 o el de 1978 sobre la Constitución. Al contrario que la mayoría de los países europeos, desde hace tres siglos el Reino Unido no sólo ha tenido un régimen basado en los mismos principios constitucionales, sino que su autoridad política no ha sido cuestionada; en esa doble circunstancia descansa el éxito político británico de los últimos trescientos años. Con el Bill of Rights de 1689, la cuestión queda zanjada y se consolida la soberanía del Parlamento. Desde entonces, el sistema constitucional inglés, menos tangible y accesible y por ello, menos teñido de ideología, ha estado sujeto a evoluciones pero no a revoluciones. Harto lo muestran los siglos.

A pesar de los extraordinarios cambios y vicisitudes que ha sufrido el país, por ejemplo, la unión con Escocia y posteriormente con Irlanda, las dos guerras mundiales o el colapso de su imperio, en lo sustancial, su régimen parlamentario se ha mantenido inalterado. Se entiende entonces que no se haya sentido la necesidad de redactar una constitución para constituir un nuevo régimen. Por idénticas razones, no existe ni se entiende bien el concepto de poder constituyente, heredero de aquella Francia revolucionaria que quiso constituir un nuevo régimen y que en Inglaterra (adelantada un siglo a las revoluciones políticas) fue imposible que encontrara acomodo en su sistema legal. Por eso Inglaterra lleva siglos sin preocuparse qué cosa sea un poder constituyente.

Las consecuencias de este principio van más allá. La Constitución española permite la modificación de cualquier artículo, aunque exigiendo en algunos casos un referéndum. En el Reino Unido, en cambio, las alteraciones constitucionales, por muy graves que sean, no precisan de un referéndum. Al no contar con una constitución codificada, el Parlamento británico no está constreñido por ningún principio constitucional, salvo el de su propia soberanía. En España, cualquier ley está sujeta a la jurisdicción del Tribunal Constitucional. No así en Inglaterra. Es cierto, no obstante, que durante su pertenencia a la UE, el Parlamento quedó obligado a elaborar leyes compatibles con el Derecho europeo, matizando así -por voluntad propia- su propia soberanía.

La salida del Reino Unido de la UE, aunque sostenida en la decisiva voluntad del pueblo británico, fue en última instancia una decisión del Parlamento; el simple y secular ejercicio de su soberanía. Al final, tanta indecisión metafísica sobre la UE acabó por introducir la democracia directa en Inglaterra. Curiosamente, su relación con la UE, ya clausurada, ha propiciado un mayor uso del referéndum (tanto nacional como regional) y sin pretenderlo, se ha asomado, siquiera indirectamente, a cierta noción de la soberanía nacional.

Ya fuera de la UE, sin los consejos del bueno de Bagehot y aún con resaca europea, uno se pregunta si el referéndum no ha arraigado en la vieja Inglaterra. Anegado por fin el vocerío en torno a su salida, conviene ahora preguntarse por si esa revolución discreta no traerá consecuencias en un sistema constitucional que también descansa en convenciones y normas no escritas.

Eduardo Barrachina es presidente de la Cámara de Comercio de España en el Reino Unido.

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