El brócoli y las elecciones de Estados Unidos

¿Cuál va a ser el factor decisivo en las elecciones presidenciales de Estados Unidos? ¿Será la tasa de desempleo? ¿La reacción de la opinión pública al caso de Bain Capital, la firma financiera dirigida por Mitt Romney que compraba y vendía otras empresas y a veces, en el proceso, despedía a miles de empleados? ¿O serán las ambiciones nucleares de Irán y un posible enfrentamiento armado que dispararía los precios del petróleo? Estos son solo algunos de los elementos que mencionan los comentaristas para tratar de explicar de qué van a depender las próximas elecciones de Estados Unidos. Pero existe otro que no se menciona tan a menudo y que podría acabar decidiendo la victoria de un candidato u otro por ese estrecho margen que los expertos políticos prevén.

¿Qué factor es ese? El brócoli.

Sí, el brócoli. Para ser más exactos, el debate sobre si el Gobierno puede obligar a los estadounidenses a comprar brócoli porque es bueno para ellos, un debate que podría suponer la diferencia entre un segundo mandato de Obama y un primero de Romney.

Todo comenzó el 16 de diciembre de 2010, cuando un juez de Florida estaba estudiando si la ley de sanidad universal de Obama —la joya de la corona de su primer mandato— era constitucional o no. Si el Congreso podía obligar a todos los ciudadanos estadounidenses a contratar un seguro médico, preguntó el juez Roger Vinson a propósito de un requisito fundamental de la ley, denominado “el mandato”, ¿qué impedía que obligara a todos los estadounidenses a comprar brócoli? Si el Gobierno asume la responsabilidad de nuestra salud, ¿puede obligarnos a comprar brócoli solo porque es beneficioso para nosotros?

Al final, Vinson dictó que la ley era anticonstitucional, decisión que el Tribunal Supremo revocó en junio. Ahora bien, desde el fallo de Vinson, el brócoli ha pasado a representar algo más profundo que un mero argumento legal de un tribunal de Florida. Uno de los magistrados conservadores más destacados del Supremo, Antonin Scalia, realzó ese simbolismo cuando el caso llegó ante el alto tribunal. “Todo el mundo tiene que comprar comida, tarde o temprano, así que, si decidimos que el mercado son los alimentos”, dijo, “se puede obligar a la gente a comprar brócoli”.

Si esto sueña extraño, es porque lo es. El Gobierno de EE UU ya impone muchas obligaciones a sus ciudadanos, muchas de las cuales son auténticas invasiones de la intimidad. Pero normalmente esas exigencias no llegan hasta el punto de obligar a los ciudadanos a comprar algo solo porque es bueno para ellos, una imposición que agudiza aún más la profunda suspicacia de los norteamericanos respecto a la autoridad y que hace que sea un debate muy característico de Estados Unidos.

En la polémica sobre el brócoli, en realidad, confluyen dos cuestiones, La primera es técnica y legal, y la segunda es política y de gran calado. El aspecto legal del debate se centra en una parte concreta de la Constitución de Estados Unidos que se conoce como la cláusula del comercio, que concede al Gobierno federal la potestad de regular el comercio entre los Estados. Esa facultad ha permitido al Gobierno introducirse en casi todos los aspectos de las vidas de sus ciudadanos. Por ejemplo, en uno de los casos más extremos, el Gobierno utilizó ese poder para prohibir a un agricultor que cultivara su propia cosecha privada de trigo, con la teoría de que cualquier excedente de este cereal podía desequilibrar las reservas nacionales. Sin embargo, la novedad de la ley de sanidad de Obama es que el hecho de exigir a todos los ciudadanos que contraten una póliza de seguro de salud no regula ninguna acción concreta. Más bien, regula la falta de acción. El mandato obliga a los ciudadanos particulares a adquirir un seguro de salud porque si algunos no lo hacen la sanidad se vuelve más cara para todos los demás. Ya lo explicó el economista y premio Nobel Paul Krugman: “Cuando una persona no tiene ningún seguro de salud hasta que cae enfermo —que es lo que sucede si nadie le obliga a hacerlo—, el fondo de riesgos empeora y las pólizas se encarecen hasta el punto de ser, muchas veces, imposibles de adquirir”.

Es decir, el aspecto legal del debate del brócoli consiste en la distinción entre regular una actividad y hacerla obligatoria, una distinción a la que acabó recurriendo el Tribunal Supremo para decidir qué partes de la ley de sanidad eran constitucionales. “La diferencia entre hacer algo y no hacer nada no se les habría escapado a los padres de la Constitución”, escribió el presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, en el fallo que emitió el Tribunal en junio. Los fundadores “dieron al Congreso la potestad de regular el comercio, no de hacerlo obligatorio”. A pesar de ello, Roberts dictó que, desde el punto de vista técnico, el mandato equivale a un impuesto y, como tal, es constitucional en virtud de otra parte de la Constitución, la que otorga al Gobierno la capacidad de recaudar tributos.

Pero los detalles legales de este tipo no quedan bien en los programas electorales ni en los debates de política nacional. La mayoría de los votantes no los conoce y además no les interesan. ¿Cómo es posible, entonces, que este asunto pueda ser decisivo en las próximas elecciones de Estados Unidos? ¿Qué es lo que ocurre? La respuesta es que por debajo del debate del brócoli está una cuestión mucho más profunda, relacionada con la forma que tienen los estadounidenses de afrontar un problema característico y especial de su país: el equilibrio entre su rechazo natural a la autoridad y el hecho de que el Gobierno es cada vez más responsable de su bienestar.

No es que todo esto sea nuevo. Los estadounidenses se han pasado toda su historia, desde la fundación del país, tratando de encontrar ese equilibrio entre una profunda suspicacia ante cualquier forma de autoridad central y la necesidad de contar con un Gobierno fuerte. Los padres fundadores estaban obsesionados por esta tensión, hasta el punto de que el primer Gobierno que crearon era tan débil que no tenía la potestad de recaudar impuestos. Incluso en su segundo intento, del que nació la Constitución actual, los primeros debates políticos se centraron en decidir si el país necesitaba un banco central, una necesidad que la mayoría de los países da por descontada. Thomas Jefferson, el segundo presidente de EE UU y autor de la Declaración de Independencia, expresó así sus opiniones sobre el poder centralizado: “Cuando todo el Gobierno... se establezca en Washington como centro de poder, nos volveremos tan corruptos y opresores como el Gobierno del que nos hemos separado”.

Este tipo de profunda suspicacia respecto al poder centralizado es el que explica que un debate legal sobre el brócoli haya colocado la hortaliza, con todo lo que simboliza, en primera fila de la actualidad nacional. Por ejemplo, así describió Romney la ley de sanidad de Obama: “Este presidente nos está llevando por un camino en el que nuestras vidas las gobernarán burócratas y juntas, comisiones y funcionarios todopoderosos. Nos está pidiendo que aceptemos que Washington sabe lo que nos conviene y puede encargarse de todo”.

Este tipo de retórica —que, en sus muestras más descaradas, llama “socialista” a Obama y dice que quiere convertir EE UU en un Estado “autoritario”— se ha convertido en la base de la oposición que ejerce el Partido Republicano. Y hay que tener en cuenta el rechazo de los norteamericanos a la autoridad centralizada para comprender por qué emplean ese lenguaje.

Lo cual nos lleva a donde empezamos, el brócoli, así como la decisión del Tribunal Supremo de refrendar el carácter constitucional de la ley de sanidad de Obama, una sentencia en la que, no por casualidad, la palabra brócoli aparece una docena de veces. El Supremo desestimó la posibilidad de un “mandato del brócoli” como cuestión legal, pero también limitó su contacto con el debate político de fondo. “Los miembros de este Tribunal están investidos de la autoridad necesaria para interpretar las leyes”, escribió Roberts. “No poseemos ni los conocimientos ni las prerrogativas que nos permitan emitir opiniones políticas. Esas decisiones les corresponden a los dirigentes electos de nuestra nación, a los que es posible apartar de sus cargos cuando el pueblo no está de acuerdo con ellos”.

En ese sentido, el fallo del Supremo no es una respuesta irrevocable al debate del brócoli, sino solo preliminar. Como dice el catedrático de la Facultad de Derecho de Yale Jack Balkin, ya hay una decisión sobre los aspectos legales y, sin embargo, “el espectro de las hortalizas sigue rondándonos”. La respuesta definitiva la tendrá el pueblo estadounidense cuando vote el próximo otoño.

Andrew Burt está escribiendo un libro sobre la historia del extremismo político en Estados Unidos. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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