El buen gobierno

A principios del siglo XIV Ambrogio Lorenzetti pintaba los frescos del Buen Gobierno en el Palacio del Pueblo de Siena. Ciudad bellísima, ilustrada por su universidad, las traducciones de Aristóteles y la Summa Theologica de Tomás de Aquino; animada por el pensamiento franciscano y la obra de las órdenes mendicantes en defensa de la piedad pública y la vocación por la pobreza. Un escenario propicio para el humanismo cristiano, capaz de articular inteligentemente la posición del individuo en lo comunitario. Los sieneses, que venían de derrotar a los florentinos en Montaperti, se dieron en 1262 un Estatuto con un sistema propio de gobierno ciudadano –el gobierno de Los Nueve– que tenía entre sus prioridades ordenar la función de las autoridades en la gestión de las limosnas, el patrimonio de los pobres y su asistencia hospitalaria, especialmente a través del Hospital de Santa María, bajo cuya advocación estaba la ciudad, el de la Santa Cruz y la Casa de la Misericordia. De 1309 es el Costituto Senese, la primera constitución de ese nombre en sentido moderno, adaptación y traducción del Estatuto de 1262 –escrito en latín– a la lengua vulgar para facilitar su comprensión «a los pobres y a quienes no saben gramática». Según esta norma constituyente, los gobernantes tenían que perseguir «la máxima belleza de la ciudad, para gozo y alegría de los forasteros, para el honor, prosperidad y crecimiento de la ciudad y los ciudadanos». En esa unión de arte, fe y política, Duccio de Buoninsegna pintó en 1311 la Madonna para el altar mayor de la catedral, Simone Martini en 1315 las paredes de la Sala del Mapamundi en el Palacio Público, y poco después se le encargaron a Lorenzetti los frescos que se han llamado del Buen Gobierno para la Sala de los Nueve en este mismo palacio, centro de la vida de Siena.

El buen gobiernoEl objetivo era desarrollar un conjunto de pinturas que, a los ojos del pueblo llano, sin interferencias del lenguaje, mostrara los símbolos y efectos del buen y del mal gobierno. Lorenzetti creó lo que se ha considerado como una Summa Politica paralela a la Summa Theologica; la imagen del buen gobierno dividida en cinco frescos cuando la pintura era un medio de comunicación de masas. El primer fresco contiene la alegoría del Buen Gobierno. Allí, las figuras del viejo Gobernante y de una Justicia con forma de mujer resaltan por entre el azul imposible del cielo. Sobre el Gobernante está el ángel de la Caridad; sobre la Justicia, el de la Sabiduría. A izquierda y derecha de la Justicia hay otros dos ángeles que simbolizan la división, al modo aristotélico, entre justicia conmutativa y justicia distributiva. Debajo, la Concordia, otra hermosa mujer de blanco, juega un papel fundamental: de cada uno de los ángeles de la justicia desciende un trozo de cordel que llega a la Concordia y esta distribuye hacia las restantes figuras del fresco que llenan la mitad inferior del rectángulo del muro, una multitud de ciudadanos de distintas calidades y funcionarios, que sujetan el cordel con sus manos. La Concordia es el nexo de unión del pueblo. El pintor juega con las palabras, las ideas y las imágenes: concordia procede del latín, concors concordis, aquello que es del mismo corazón, personas unidas por el corazón; mientras que cordel, cuerda, procede del latín chorda (a su vez del griego ), palabra que perdió la «h» en romance, castellano y toscano. Lorenzetti lo sabe, pero utiliza las trampas del lenguaje para expresar la unión del pueblo mediante un cordel que enlaza voluntariamente a los dueños de tantos corazones; los enlaza libre y voluntariamente porque los ciudadanos no están atados: cada uno ase el cordel con su mano. Así, el pintor hace del buen gobierno un efecto horizontal en el seno del pueblo, no impuesto verticalmente desde quienes mandan a los que obedecen: son los ciudadanos mismos quienes sustentan el buen gobierno a través de la concordia, que se dirige hacia una idea que, aun no pintada, impregna el trasfondo ideológico del cuadro: el bien común, siguiendo la definición de Tomás de Aquino de la ley como ordenación de la razón al bien común, que el hacedor de la ley debe respetar y no producir arbitrariamente, so pena de iniquidad. La voluntad del soberano sólo podía ser ley si estaba basada en esa razón ordenada y compartida por todos. La concordia era más que la suma de intereses individuales. Todo eso decía la pintura.

Los cuatro frescos restantes completan la explicación. Uno describe los efectos del buen gobierno en el interior de la ciudad, donde los oficios funcionan armónicamente dejando espacio para la música y la danza; el siguiente, sus efectos en el campo circundante, pintado con la simplicidad del paisaje de la Toscana -sus colinas, sus árboles, los pueblos lejanos- por donde pululan agricultores que trabajan y fluyen libremente; otro cuenta los efectos del mal gobierno sobre una ciudad desolada y vacía, cerrada al campo, inexistente, donde sólo hay destrucción, violencia y miseria. El último fresco resume la alegoría del Mal Gobierno: el Tirano recortado sobre un fondo gris plomo, una figura luciferina con la mirada estrábica: no ve bien, confundido por la avaricia, la vanagloria y la soberbia, que lo rodean en forma de ángeles oscuros. Ese Tirano no percibe la realidad como es; no ve a los ciudadanos ausentes del cuadro; no conoce las causas y efectos de su desgobierno. Ambrogio Lorenzetti describe el orden natural de la ciudad. No necesita explicar el buen gobierno: este se impone con la racionalidad y naturalidad de una pintura fantástica que, en un medio social rudo y poco idílico, encerraba el preciso mensaje político que siete siglos después aún podemos descifrar gracias a la historia, imprescindible para orientarnos en estos días de desorden institucional y cierta indigencia intelectual en quienes gobiernan.

Hemos complicado mucho las cosas. Esta sociedad global, tecnificada y heterogénea merece seguramente una mirada más simple, radical, integradora, compasiva. Las leyes se deshojan en tantas disposiciones superpuestas que no cabrían en ninguna pinacoteca. El bien común desaparece del lenguaje, o es una hoja de cálculo infinita con números en lugar de personas. El «buen gobierno», en la empresa o en la política, cuando existe, parece ser mera cuestión de procedimientos, cuanto más complejos mejor, otra hoja de cálculo de suma cero. Hablar de valores morales, del orden de las cosas, o de la razón en las leyes, sólo se consiente a los escritores o a los profesores de filosofía o de derecho, gente superflua. Sin embargo, vemos en la escena pública, cada día, silencios ominosos, decisiones irracionales sustentadas en el interés particular del propio gobernante o de sus afines. Millones de migrantes –sin un mal hospital que los acoja– sufren mientras se mira hacia otro lado o se paga al que se haga cargo de ellos por un rato. Quizás deberíamos aprovechar mejor el civismo primario y la lucidez de los Lorenzetti de hoy, en pintura o en cualquier otro arte, para ponerlo al servicio de la república e iluminarnos con su arsenal de metáforas bellamente ordenadas que ayudan a comprender el sentido de la justicia, la fraternidad o la paz. «La belleza salvará al mundo», dice el príncipe Myshkin en «El idiota» de Dostoyevski. Si el arte no da para tanto, seguro que la fealdad –ética y estética– lo empeora todo. Malos tiempos. Para cambiarlos, necesitamos imperiosamente buenos gobernantes que, indagando rectamente en los detalles de la realidad humana, atiendan con prudencia a la razón y al bien común; y buenos ciudadanos que tiendan el hilo de la concordia que debe unir a todos, absolutamente todos, los seres con corazón de cualquier procedencia. Apostemos por construir la imagen del buen gobierno en el próximo palacio de los pueblos del mundo.

Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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