El bueno de Joe

El bueno de Joe Biden ha sido elegido presidente de los Estados Unidos. Me perdonará el lector esta familiaridad con el nuevo primer mandatario norteamericano, pero no se trata sólo de una ocurrencia mía. Como es sabido, entre los muchos usos de los motores de búsqueda en internet figura el de comprobar lo difundidas que están determinadas ideas o impresiones sobre los personajes públicos. Basta poner su nombre y el motor ya empieza a sugerirnos cosas. Pues bien, la frecuencia con la que la frase «good old Joe Biden» se repite en la red y la manera con que la suelen utilizar los periodistas permiten concluir que muchos norteamericanos ven a su nuevo presidente con la simpatía un poco irónica con la que nosotros diríamos «el bueno de Pepe». Y es que, cosa rara, esa frase hecha inglesa encuentra en castellano una traducción casi exacta.

El bueno de JoeSi seguimos la pista de la frase a través de la historia norteamericana del último medio siglo, nos lleva a un precedente adecuado: a otro presidente que antes fue vicepresidente, a otra buena persona que sirvió de útil figura de transición, calmando unas aguas políticas muy revueltas. Hablo del republicano Gerald Ford, presidente de los Estados Unidos entre 1974 y 1977, e inevitablemente aludido en su época como «good old Jerry». A finales de 1973, un presidente Nixon ya claudicante bajo el peso del escándalo Watergate designó a Gerald Ford para ocupar la vicepresidencia, vacante por la dimisión de Spiro Agnew, imputado penalmente por corrupción y que se había dado a conocer en la arena política como polemista vitriólico y sectario. Ford no era el candidato preferido por Nixon, pero era la única figura que no dividía al Partido Republicano y que podía contar con la necesaria aprobación de la mayoría demócrata en el Congreso. Gerald Ford no era particularmente brillante. El presidente Lyndon Johnson le dedicó una maldad que se hizo famosa, diciendo que no era capaz de andar y comer chicle a la vez. Pero sí era un hombre recto y honrado. Uno de sus amigos le defendió observando que el sarcasmo de Johnson se debía a que Ford era predecible y no tenía la afición de Johnson (y de Nixon) por la manipulación política.

Ciertamente, los buenos sentimientos no hacen buena literatura, y no siempre hacen buena política. Lo que en España se ha llamado el «buenismo» puede entrañar muchos riesgos. Pero al menos en la jefatura del estado debería haber siempre un reducto para la rectitud y los buenos sentimientos. Es clásica la atribución al jefe del estado del poder moderador de los demás órganos constitucionales. Pero, respecto del conjunto de los ciudadanos, creo que podría hablarse de un «poder tranquilizador» del jefe del estado: las monarquías parlamentarias tienen mucho adelantado en este terreno. En Francia, el lema de Mitterrand para su victoriosa elección presidencial en 1981 -«la fuerza tranquila»- fue todo un acierto. Es verdad que hay períodos en la vida de un país en que el ejercicio de ese «poder tranquilizador» resulta especialmente necesario. Así ocurría en los Estados Unidos en el verano de 1974 cuando el presidente Nixon dimitió para evitar ser objeto de un «impeachment» por sus responsabilidades en el asunto Watergate: el país estaba exhausto tras muchos meses de un nunca visto calvario político y judicial del primer magistrado de la nación, y la llegada de un hombre como Gerald Ford a la Casa Blanca produjo sin duda efectos benéficos.

El agotamiento forma también parte de la actual coyuntura política norteamericana. No se trata sólo de los efectos devastadores de la pandemia. Los Estados Unidos llevan más de tres décadas enzarzados en las llamadas «guerras culturales». Hace tiempo que ni la política económica ni las cuestiones internacionales ocupan el centro del debate político. Ahora las pasiones se levantan en torno a cuestiones morales, religiosas y educativas, a los modos de vida de los ciudadanos y a sus discrepantes visiones del mundo. Este desplazamiento del centro de gravedad de la dialéctica política ha dado lugar al encrespamiento de los ánimos y a la radicalización de las posiciones. No han faltado, sin embargo, actitudes conciliadoras en esta atmósfera crecientemente electrizada. Así, el presidente Bush padre hizo votos por una América más bondadosa y amable («a kinder, gentler America»), aunque esta noble aspiración no se tradujo en nada concreto.

Debe destacarse que un entonces menos conocido Donald Trump se opuso desde el principio a aquella visión del presidente Bush, diciendo que si América fuera todavía más bondadosa y amable dejaría de existir. Se anunciaba así uno de los rasgos de su presidencia: la actitud implacablemente militante y la carencia de voluntad de concordia, tanto en el orden interno como en el internacional. Por otro lado, la evolución del Partido Demócrata en los últimos años no ha sido mucho mejor. Han desaparecido las grandes ideas que fueron surgiendo desde el «New Deal» de Roosevelt hasta la política exterior de los derechos humanos de Jimmy Carter, y en su lugar queda una obsesión por disolver la comunidad política en una polvareda de minorías e identidades, cada una con su propio catálogo de derechos y reivindicaciones. Con todo ello, la convivencia y el normal ejercicio de los derechos comunes a todos se han resentido.

Este es el turbulento panorama en el que tomará posesión el bueno de Joe Biden el próximo 20 de enero. Ojalá pueda este hombre de bien proyectar un «poder tranquilizador» sobre la sociedad norteamericana, recuperar zonas de consenso, y volver, en la esfera internacional, a las buenas prácticas del multilateralismo y la cooperación estrecha con amigos y aliados, y muy especialmente, con la Unión Europea. Para el bien de los Estados Unidos y para el nuestro, deseémosle suerte y acierto y, como dice el juramento que habrá de pronunciar, que Dios le ayude.

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín es jurista.

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