El buzón de entrada de Pandora

Medio siglo antes de la invención del correo electrónico, T. S. Eliot preguntó: “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido con el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido con la información?” Si hoy siguiera vivo podría haber añadido, al mirar un buzón de entrada en la pantalla parpadeante de un ordenador, “¿Dónde está la información que hemos perdido con las trivialidades?”

Una de las paradojas de nuestro tiempo es que inevitablemente los inventos que buscan facilitarnos la vida acaban por hacer que nuestro tiempo rinda menos. Cuando el correo electrónico entró en mi vida por primera vez, me sentí fascinado: en lugar de tener sobres y sobres amontonándose a la espera de que encontrara el tiempo para escribir en papel las respuestas, los faxes que no llegaban a destino y los telegramas que costaban un ojo de la cara, ahora contaba con un medio gratuito de comunicarme de manera instantánea y eficiente. Me convertí en un hábil y diligente usuario del correo electrónico.

Ahora lo lamento.

Recibo más de trescientos mensajes de correo electrónico al día, a veces el doble. Algunos tratan de asuntos urgentes (pero no necesariamente importantes) relacionados con mi trabajo. Algunos son de amigos; puesto que formo parte del parlamento indio, muchos de los remitentes son gente que busca trabajo, pide favores y busca apoyos para sus peticiones. Algunos son encuestas en línea, mientras otros incluyen largos documentos que hay que revisar y comentar. Una gran cantidad corresponde a mensajes que no he solicitado, ofreciendo productos y servicios que jamás he pedido ni necesito y, aunque un filtro eficaz puede detectarlos y enviarlos al buzón de correo basura, a veces también se lleva correo “real” importante.

Algunos son mensajes masivos que pueden ser interesantes (como una lista de correo sobre asuntos internacionales a la que me suscribí hace años, creyendo ingenuamente que iba a tener el tiempo para leer su contenido) o divertidos (como mi tira diaria de Doonesbury). Muchísimos son chistes, tanto verbales como visuales, de calidad variable. Otros tantos tienen que ver con campañas: hace poco recibí varios miles de mensajes de estudiantes musulmanes que no querían que se tomaran exámenes los viernes. Y cada vez más llegan virus que han infectado las libretas de direcciones de amigos dentro de documentos adjuntos que, de abrirse, podrían destruir mi ordenador.

Puesto que están en la pantalla, me siento obligado a echarles una mirada aunque sea para estar seguro de que no es necesario leerlos enteros, tarea en la que me demoro cada vez más. Cuando el correo electrónico recién se puso de moda, uno podía dedicarle de 15 a 20 minutos al día; hoy consume entre 2 y 3 horas. Y, como nuestros empleos no se detienen, son horas que debemos añadir a la carga de trabajo diaria y, por tanto, perdemos de nuestra vida personal. Lo que era un elemento para facilitarnos la vida acabó por convertirse en una carga.

Cuando estoy frente al ordenador, dejo de lado asuntos más importantes que han llegado por “correo normal”. Los mensajes de correo electrónico se vuelven automáticamente más urgentes, porque sé que si no los respondo de inmediato quedarán sepultados por otros 200 que irán llegando mientras tanto. Tengo que prestar atención a algunos muy triviales solamente para dejarlos atrás y llegar a los que (posiblemente) tienen más importancia.

El resultado es una “fatiga de la información”, esa sensación palpable de cansancio que viene acompañada de una persistente ansiedad sobre la urgencia de abordar la enorme pila de mensajes que hay que atender, junto con una capacidad de concentración cada vez más corta ante incesante lluvia de bits. Al igual que Eliot, siento que entendía más cuando sabía menos y que sabía menos cuando tenía menos información que procesar.

Se trata de un problema mundial: se estima que en 2010 se enviaron cada día 294 mil millones de mensajes de correo electrónico, y la cifra sigue creciendo. A medida que avanza la tecnología, se ha vuelto cada vez más difícil escaparse. El correo electrónico ya no está confinado a los ordenadores de escritorio; la llegada de los teléfonos inteligentes ha permitido que la gente pueda revisar su correo desde cualquier lugar.

Casi basta para extrañar los días cuando la información era un recurso escaso y había que ir a buscarla. Hoy hay tanta disponible de manera tan fácil que el reto es separar el trigo de la paja. Parafraseando a Kipling, es evidente que la versión electrónica de la especie es más mortífera que su original.

Cada vez más se reconoce la adicción al correo electrónico como un problema real. Camelot, la empresa de lotería nacional británica, intentó una vez prohibir el correo electrónico los viernes: querían que el personal tuviera relaciones cara a cara al menos una vez por semana. Pero tuvieron que abandonar el experimento al cabo de un mes: la gente se ha acostumbrado tanto a copiar mensajes a varios destinatarios que ahora ir a sus escritorios es una idea algo extraña.

Parte del problema es que nos dejamos persuadir de que los nuevos inventos siempre van a facilitarnos la vida, en lugar de convertirse en cargas adicionales. Así como el teléfono no reemplazó al sistema postal, el correo electrónico convive con métodos de comunicación anteriores. Hoy tenemos más formas que nunca de llegar a los demás, pero menos cosas que merezca la pena decirles.

De hecho hay una relación inversa entre la dificultad y el gasto de comunicarse, por una parte, y la calidad de lo que se comunica, por otra. Cuando a los telegrafistas se les pagaba por palabra y siempre se corría el riesgo de que las transmisiones sufrieran problemas, los mensajes eran sucintos y claros. Sin embargo, ahora que ni la longitud ni la complejidad afectan el coste de un mensaje, se abre el campo para una comunicación irrelevante e innecesaria.

Sin que haya siquiera el precio de un sello para desalentar la verborrea, el inmanejable aluvión de mensajes amenaza con ahogar en información al mundo, a menos que primero los servidores, conmutadores y cables que sostienen el sistema acaben recalentándose y fundiéndose. La facilidad con que se puede copiar hace que el asunto pueda salirse de control muy rápidamente.

He terminado por resignarme: he desactivado mi cuenta de correo electrónico y configurado un sistema de respuesta automática que da a los remitentes diez otras opciones de comunicarse con personas que pueden ayudarles (entre otras cosas, a hacer que yo preste atención a sus mensajes). Hasta ahora no ha habido mucha diferencia: siguen llegando e inundando el buzón de entrada. Pero a mí esta estrategia sí que me ha ayudado: ya no me siento obligado a responder.

Shashi Tharoor is India’s Minister of State for Human Resource Development. His most recent book is Pax Indica: India and the World of the 21st Century. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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