El cadalso de la plaza del pueblo

Imaginen la siguiente escena: plaza de una localidad abarrotada hasta los topes. Todos, niños y mayores, contemplan el cadalso construido sobre una tarima en el centro, para que nadie pierda ripio de lo que allí sucede. Sube quejumbroso un señor que, tras mirar con aprensión a la multitud, se quita con cuidado la camisa, temiendo mostrar a la concurrencia las manchas violáceas que asoman a través de su piel.

El hombre gira sobre sí mismo y después del silencio, un rugido lo ahoga. ¡Tiene la peste bubónica! grita una señora de mediana edad mientras lo señala acusadoramente. ¡No, sólo son moratones por algún golpe! replica una joven de pelo rizado. Otra voz se alza por encima del guirigay y sentencia que el señor expuesto en el cadalso tiene psoriasis.

Rápidamente unos y otros se congregan con el autor de la opinión que más les convence, mientras critican despectivamente y a voces a quienes sostienen lo contrario. Con parsimonia el hombre del cadalso se pone su camisa, esperando. Ningún médico le ha visto, ni le han hecho pruebas analíticas de cualquier clase. Nadie le ha preguntado si ha viajado a algún país tropical o ha tenido contacto con personas enfermas. Y sin embargo, todos los que le rodean tienen claro cuál es la dolencia que le aqueja y qué remedio es el más adecuado para recuperar su salud.

Esta situación que puede parecer esperpéntica se repite hasta la saciedad cuando se trata de cuestiones relacionadas con la justicia. Todo el mundo cree saber qué debe hacerse ante una situación que está sometida a los tribunales, y lo gritan a los cuatro vientos mientras censuran y reprenden iracundos a esos tribunales y a quienquiera que se oponga a su opinión.

Algunos ignoran que las normas jurídicas que rigen la organización social conforman un entramado que se asemeja a la Hidra de la mitología griega; cuando crees que conoces una ley, surgen otras siete normas que la complementan o modifican. Por este motivo los grandes juristas reconocen sin pudor que es necesaria toda una vida para dominar una sola de las ramas del Derecho, siendo imposible hacerlo con todas al mismo tiempo de forma solvente.

El Derecho exige un pago de décadas de estudio antes de que la sensatez permita afirmar que se comprende y conoce. Dentro de las distintas profesiones que exigen un profundo conocimiento de las normas se encuentra la de juzgar a un ciudadano. Esta grave y trascendente tarea corresponde en las sociedades modernas al Estado de forma exclusiva y excluyente.

Han sido necesarios siglos de evolución para concluir que lo más seguro para los miembros de una comunidad es que el Estado determine si han cumplido las normas que sus propios representantes han establecido y, en caso de concluir que no lo han hecho, imponerles la sanción que los propios representantes del pueblo han determinado previamente.

En la antigua Roma a los expertos conocedores del Derecho se los llamaba jurisconsultos, palabra que nacía de la unión del sustantivo ius (derecho) y el verbo consulere (deliberar, reflexionar sopesando). Posteriormente en la época imperial recibieron el nombre de prudentes, o iurisprudentes (previsores del Derecho). Es decir, hace ya más de dos mil años que una sociedad organizada consideraba que la aplicación de las normas para la resolución de conflictos, que es la tarea esencial que desarrolla un juez, supone reflexión y prudencia. Exige estudio y análisis de las leyes y los hechos que son enjuiciados. Requiere mesura, serenidad, racionalidad. Se fundamenta en la razón, y no en las vísceras, que son embusteras consejeras en la mayoría de las decisiones importantes. Y no. No es más democrático que cada cual exprese su opinión sobre un asunto judicial, cuando dicha opinión se fundamenta en aire y nada más.

La Democracia con mayúsculas, la que ha surgido tras décadas de estudio y meditación, se apoya en los cimientos de la separación entre los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial y en el imperio, no de uno, de varios o de muchos sobre los otros, sino en el imperio único de la Ley. Por eso el verdadero demócrata es el que respeta las decisiones que los jueces y Tribunales determinados por el Estado tomen sobre cualquier asunto que les corresponda resolver de acuerdo con la Constitución y las leyes. Lo demás es someternos, uno por uno, al cadalso de la plaza del pueblo.

Laura Peña Lozano es magistrada y miembro de la Asociación de Jueces Francisco de Vitoria.

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