Por Tomás Eloy Martínez, escritor argentino, autor de Santa Evita y de El vuelo de la reina. Distribuido por The New York Times Syndicate. © Tomás Eloy Martínez, 2005 (EL PAÍS, 02/03/05):
Los tiempos son cada vez menos inocentes. Inocencia, la palabra, se define sólo por su valor negativo, por lo que no tiene. Un inocente es alguien que carece de culpa o de pecado; es decir, alguien que, simplemente, carece. La misma definición asoma en los diccionarios modernos de español e inglés. La justicia anglosajona emplea la expresión "no culpable" para declarar inocente a un acusado. El no pesa como otra condena.
La confusión entre inocencia y culpa y la fragilidad de los límites entre una y otra han vuelto a ser tema de discusión en los Estados Unidos de estas semanas.
Quizá porque el presidente George W. Bush designó ministro de Justicia a uno de sus ex asesores en Texas, Alberto Gonzales, cuyas ideas sobre la tortura y el derecho a la clemencia de los condenados a muerte van a contramano -por decir lo más leve- del respeto elemental a la condición humana.
La vacilación de la culpa es también el tema de una obra de televisión que se exhibió por el canal Court TV a fines de enero y del extraordinario libro de la monja católica Helen Prejean, La muerte de los inocentes, cuya intensidad y coraje sólo son comparables al célebre J'accuse, de Émile Zola.
Aunque la tesis esencial de Prejean es que la pena capital debe ser abolida porque, si hay yerro, no puede ser enmendado, su libro abunda en menciones a las hazañas de Gonzales durante su actuación como consejero legal de Bush mientras éste era gobernador de Texas, durante los seis años que van desde 1994 hasta el dudoso triunfo electoral del 2000.
Durante ese periodo hubo allí 152 ejecuciones, más que en ningún otro Estado de la Unión. Una de ellas, en febrero de 1998, fue la de una mujer: la primera en más de un siglo.
Entre las misiones de Gonzales estaba la de presentar al gobernador apropiadamente los pedidos de clemencia y facilitar un dictamen compasivo. No sólo lo hizo mal, señala Prejean, apoyando casi siempre a los fiscales, sino que omitió también mencionar circunstancias atenuantes, como en el caso de un retardado mental de 33 años con la inteligencia de un chico de seis.
No es extraño, entonces, que Bush -quien sólo leía las peticiones "de vez en cuando", según Gonzales- haya denegado el perdón en todos los casos salvo en uno: el de Henry Lee Lucas, cuya inocencia estaba demostrada, y cuya ejecución iba a enturbiar la campaña presidencial del año 2000.
Con la mujer, en cambio, el gobernador y el consejero fueron implacables. En su historia no había dudas: Karla Faye Tucker era la culpable alevosa de asesinar, con un pico, a dos personas indefensas. Pero en la cárcel se había convertido en una "cristiana renacida" -la misma transformación religiosa de Bush- y los clamores por su clemencia llegaban a Texas desde el mundo entero.
Año y medio después de la ejecución, el gobernador evocó aquellos días ante el periodista Tucker Carlson, de la revista Talk. Estaba entonces seguro de sí, con la guardia baja. Admitió que no había recibido a ninguna de las personalidades que viajaron a Austin para sumarse a los ruegos, y luego contó que había visto a la condenada en una entrevista de televisión.
"Le hicieron preguntas difíciles", dijo Bush. "Una de ellas era: ¿qué le habría dicho usted al gobernador?".
"Y la mujer, ¿qué respondió?", dijo Carlson.
Bush se puso a imitarla, con los labios apretados, en un gesto de fingida desesperación: "Por favor, señor, por favor, no me mate". Carlson, que hasta aquel momento había admirado a Bush, quedó atónito ante esa muestra de cinismo cruel.
También la última semana de enero la televisión condensó en una hora seis historias de otros tantos condenados que fueron eximidos de culpa. El programa se tituló The exonerated, y su tema no era la inocencia, sino la legalidad.
Algunos de los que se salvaron de la ejecución confesaron crímenes que, según ellos, no cometieron, para acabar de una vez con los interrogatorios o porque la presión policial les era ya intolerable. Son, por lo tanto, legalmente culpables, aunque sientan que, en realidad, son inocentes.
Uno de ellos, Kerry Max Cook, propone dos modos muy gráficos de ver las cosas. El primero es a través del dinero:
"Si no puedes tener buenos abogados, te condenarán, seguro", dijo Cook. "En este país te juzgan por lo que pagas".
El otro modo es una alusión al jugador de fútbol americano O. J. Simpson, que fue declarado inocente en un juicio criminal y culpable en otro civil. Se salvó de la cárcel, pero pagó una multa severa. Simpson es, dijo Cook, legalmente inocente, pero realmente culpable.
Todas esas reflexiones sobre la relatividad de la justicia están desplegadas de un modo u otro en el libro de Prejean. En algún punto, sin embargo, ella va más lejos.
El salvajismo de la pena capital no radica en el número de inocentes ejecutados. En verdad, no hay pruebas de que alguien sin culpa haya sido llevado a la cámara de gas o a la silla eléctrica. Por lo contrario, de 30 a 40 convictos, al demostrarse su inocencia, fueron liberados. Para quienes comparten las ideas de Bush y de Gonzales, esas estadísticas son una prueba de que el sistema funciona.
Se equivocan, escribe Prejean. Treinta o 40 inocentes llevados a las celdas de la muerte son signo de un espeluznante fracaso judicial. Esa gente no tendría por qué haber llegado allí. Así como la palabra inocencia se define por una negación, a los inocentes que perecieron en el cadalso se les niega todo, hasta el derecho a la verdad.
¿Por qué extrañarse, entonces, de que "no" haya sido el más frecuente monosílabo con el que Bush y Gonzales respondieron a los pedidos de perdón?