El calzoncillo verde del café surrealista

Contrariamente a lo que se afirma generosamente a veces, no he formado parte de los cuatro avatares de la modernidad. Puesto que Dada, el café Voltaire, el dadaísmo y sus siete (?) manifiestos sucedieron diez y seis años antes de mi nacimiento. Con Tristan Tzara, que tan solo vi a menudo el último año de su vida (se ocultó precisamente el día de Navidad del año 1963), sobre todo hemos hablamos de ajedrez. Como con Marcel Duchamp. Obviamente de todos ellos guardo un recuerdo y un agradecimiento casi igual al que conservo de mi primera maestra de párvulos: la madre Mercedes.

Durante medio siglo, los más conocedores me piden que recuerde el episodio en que Alejandro Jodorowsky, un calzoncillo y yo intervenimos. Desgraciadamente esa prenda ha desaparecido. No pierdo la esperanza de descubrirla entre los miles de objetos que han llovido durante medio siglo como un maná en mis diversos hogares: desde el traje de necrófilo de Jean Benoît (para La ejecución del marqués de Sade y mi obra de teatro) hasta una gallina viva que Ben me envió desde Niza por paquete certificado.

Estos calzoncillos eran de un verde subido. Los compré en Nueva York. Precisamente en la calle cuarenta y dos. Andy Warhol, Ginsberg y Cassady, durante mis primeras visitas a la ciudad, me guiaron a las tiendas más kitsch de esta arteria de Babilonia. En estos últimos años, la calle se ha convertido en un enjambre de tiendas para niños y, supongo, pedófilos. Pero entonces, desde la séptima hasta la octava avenida, se dedicaba a la pornografía de la vergüenza bajo el manto y triunfo de las luces de neón.

Estos calzoncillos, por lo tanto, eran una prenda ya pasada de moda (amplia y de ninguna manera discreta) para un soldado en una campaña de pacificación o un descanso de guerrero. De su bragueta abierta salían llamas. Para apagar este incendio, una mujer joven manejaba una manguera, con su chorro dirigido hacia la bragueta; recordaba a las pin-up de Playboy o Clovis Trouille. Desnuda, deslumbraba por su pecho digno de Mae West, Jane Mansfield o Rubens. Llevaba casco y botas de bombero. En aquel momento, este organismo (aún sin fronteras, pero sin feminismo) no reclutaba bomberas.

El mismo día de mi regreso de Nueva York fui a la reunión del grupo surrealista. Comenzó a las seis en punto como todos los días excepto el domingo.

Yo era, en aquel momento, el tercero a la izquierda de André Breton y frente al espejo gigantesco de «La Promenade de Vénus». Jodorowsky era el cuarto a su derecha, y en cuanto me vio me interrogó «mímicamente» sobre mi peregrinación anual a Nueva York. En ese momento saqué los calzoncillos de mi bolsillo. Lo sostuve con las manos entre el pulgar y el índice. Jodorowsky, tal vez demasiado lejos para ver el motivo, no entendió de qué se trataba. Entonces pensé que sería más útil arrojarle el objeto. Y de mis manos a las suyas, los calzoncillos volaron y pasaron delante de André Breton. De su nariz para ser preciso. Eso va tener su importancia.

Como siempre, la reunión del grupo terminó a las siete y media sin ningún otro incidente digno de aparecer en la memoria de la modernidad o la de Maurice Nadeau.

Tres horas después, Jodorowsky y yo recibimos una llamada telefónica. Nos convocaron para el día siguiente a las dos de la tarde, en la calle St. Roch: en el piso donde vivían Mimi Parent y Jean Benoît, dos muy queridos artistas nacidos en el Canadá, con quienes compartimos espejismos y paseos en motocicleta.

Sin sospechar el propósito de la reunión, fuimos al piso de estos dos amigos que siempre fueron muy acogedores y generosos con los dos. Mimi Parent había ilustrado uno de mis libros (La piedra de la locura). Y Jean Benoît había hecho, además del traje de necrófilo, el de la niña (tomando como modelo a Lis) para mi obra La primera comunión. Disfraces que se reproducirán, así como la obra, en la revista surrealista del momento: La Brèche. Entonces mi relación con la pareja no podía ser mejor. Lo mismo para Jodorowsky.

Por lo tanto, ambos pensamos que «nos convocaban» para asistir a una reunión motivada por «nuevos proyectos». Yo estaba en excelente forma: por la mañana había analizado con Beckett una partida de Mikhail Tal que nos fascinaba. Mi mente estaba llena de jugadas de ajedrez inventadas por el «mago de Riga».

La primera sorpresa fue ver a la «flor y nata» del movimiento reunida en el nido de Jean Benoît. Con la excepción de André Breton. Fuimos recibidos con el respeto de un tribunal frente a dos condenados, precisamente convictos.

El «responsable» habló de inmediato. En tono acusador, recitó la acusación:

-Aquí en el grupo surrealista no practicamos el culto a la personalidad. Como es bien sabido, «André» [así es como llamó a Breton, a lo largo de su filípica; obviamente, ni el nombre de pila de Jodorowsky ni el mío nunca fueron mencionados] no solo permite sino que alienta el trato igualitario entre todos los miembros del grupo. Pero si él ha establecido estos principios inamovibles entre nosotros, lo que no podemos aceptar es cuestionar su esencia.

-Arrabal ha permitido que el acto más antisurrealista por antonomasia le interese, hasta el punto de comprar un calzoncillo decorado con un dibujo digno de esos camioneros anclados en la ordinariez. Jodorowsky también pareció ser un apasionado de este objeto de un sabor incompatible con el surrealismo y, por decirlo suavemente, ex-e-cra-ble.

-En el grupo surrealista, con la complicidad y bajo el magisterio de André, nos ocupamos de todo inspirado por el espíritu mismo de los manifiestos surrealistas.

-Habiendo presentado en la reunión surrealista nada menos que unos calzoncillos del peor gusto, Arrabal y Jodorowsky han roto con esta actitud que es igual para todos nosotros.

-Como si no fuera poco, Arrabal ha osado ridiculizar a todo nuestro grupo, lanzando ese objeto de un lado a otro de la mesa. Hemos podido observar, ante nuestra sorpresa e irritación, que obviamente André hubiera debido protestar pero se mostró, como siempre, magnánimo, demasiado generoso.

-Nosotros estimamos que nadie se puede reír de André Breton pasando un calzoncillo bajo su nariz, por ello pedimos solemnemente que dejéis de llamaros surrealistas.

Por ello le pregunté al «responsable».

-¿Es decir que estamos expulsados? (Larga pausa). ¿Es una decisión que has tomado tú solo?

Mi querida amiga Mimi Parent me interrumpió con tono severo:

-El grupo en su conjunto se reunió dos horas antes de recibiros y, por supuesto, por unanimidad, se os pide que nunca regreséis. Y que no os consideréis surrealistas nunca más.

Jodorowsky, muy digno, sonrió y me dijo:

-Si así es, Arrabalito, vámonos.

Nos levantamos para irnos.

-Vámonos, Alejandrito.

Pero el teléfono comenzó a sonar. Mimí descolgó el aparato. Inmediatamente dijo, iluminada:

-¡Es André!

Al colgar, agregó:

-Me pidió que invitara a Alejandro y a Fernando a ir a su casa, en la calle Fontaine, mañana por la tarde. A las tres en punto...

Ella hizo una larga pausa para anunciar el veredicto favorable.

-... para tomar una copita de ron blanco.

Estos hechos (es la primera vez que hablo al respecto) tuvieron lugar hace más de medio siglo. Una copita de ron blanco era la mejor prueba que podía dar Breton a su invitado de que era una persona, no solo grata, sino gratísima.

En el grupo surrealista, donde pasé años enriquecedores e inolvidables, nunca me topé con «pequeños surrealistas», epíteto que utilizan algunos que nunca vi en las reuniones.

Fernando Arrabal es dramaturgo.

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