El cambio climático y la sociopatía de Trump

La decisión del presidente Donald Trump de retirar a Estados Unidos del acuerdo climático de París no sólo es peligrosa para el mundo: también es sociopática. Trump está infligiendo daño a terceros deliberadamente y sin ningún remordimiento. La declaración de Nikki Haley (embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas) de que Trump no descree del cambio climático lo hace todavía peor: implica que Trump pone en peligro el planeta a sabiendas y descaradamente.

Trump anunció su decisión con altanería, bramando que un acuerdo internacional que es simétrico en todos los aspectos, entre todos los países del mundo, es en realidad un truco, un complot antiestadounidense. Según él, el resto del mundo ha estado “riéndose de nosotros”.

Estas afirmaciones son completamente delirantes, profundamente cínicas o muestra de total ignorancia. Probablemente, las tres cosas. Y hay que denunciarlas por lo que son.

Después de que Trump dijo que su misión es representar a “Pittsburgh, no a París”, el alcalde de Pittsburgh declaró inmediatamente que Trump no representa a su ciudad ni mucho menos. En realidad, Pittsburgh ha transicionado de una economía contaminante basada en la industria pesada a otra avanzada basada en tecnologías limpias. Y es sede de la Universidad Carnegie Mellon, uno de los mayores centros mundiales de innovación en tecnologías informáticas capaces de promover la transición a un modelo de crecimiento no contaminante, altamente eficiente, equitativo y sostenible (o para decirlo en pocas palabras, una economía que sea “inteligente, justa y sostenible”).

El anuncio de Trump es derivación de dos hechos profundamente destructivos. El primero es la corrupción del sistema político estadounidense. La decisión de Trump no fue en realidad sólo suya, sino que refleja la voluntad del liderazgo republicano en el Congreso, incluidos los 22 senadores republicanos que una semana antes habían enviado a Trump una carta en la que pidieron la retirada del acuerdo de París.

Estos senadores, y sus homólogos en la Cámara de Representantes, aceptan sobornos de la industria gaspetrolera, que en 2016 gastó cien millones de dólares en aportes de campaña, de los que el 90% fue para candidatos republicanos. (En realidad, es casi seguro que el total fue mucho más de cien millones, pero la mayor parte es imposible de rastrear.)

El segundo hecho destructivo es la retorcida mentalidad de Trump y sus asesores más cercanos. Defienden con “hechos alternativos” un punto de vista que no tiene ninguna base en la realidad, que es paranoide y malevolente, y que está dirigido a infligir daño a otros, o en el mejor de los casos es indiferente a que otros puedan sufrir daño. “El acuerdo de París”, despotrica Trump, “menoscaba la economía de Estados Unidos para ganar el elogio de los mismos capitales extranjeros y activistas internacionales que hace mucho tratan de enriquecerse a costa de nuestro país”.

Es una locura. El acuerdo de París es un tratado universal entre 193 estados miembros de la ONU para cooperar en la descarbonización del sistema energético mundial y así alejar el riesgo de desastres climáticos como el aumento del nivel de los mares varios metros por encima del actual, tormentas extremas, sequías a gran escala y otras amenazas identificadas por la comunidad científica internacional. Algunas de estas amenazas ya son claramente visibles en zonas vulnerables del planeta.

El acuerdo climático de París demanda a cada país hacer su parte según “responsabilidades comunes pero diferenciadas”. Las responsabilidades diferenciadas de Estados Unidos surgen del hecho de que es, de lejos, el mayor emisor de gases de efecto invernadero en cifras acumuladas, y como tal, contribuyó más que ningún otro país al cambio climático. Además, el nivel de emisión per cápita de Estados Unidos es mucho mayor al de cualquier otro país grande. El acuerdo de París no victimiza a Estados Unidos; por el contrario, Estados Unidos es el que tiene más responsabilidad que los otros países de poner la casa en orden.

Según datos del World Resources Institute, Estados Unidos es responsable de nada menos que el 26,6% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero entre 1850 y 2013. La población estadounidense es apenas el 4,4% de la mundial. En síntesis, es Estados Unidos, cuyas emisiones per cápita siempre fueron varias veces más que el promedio mundial, el que está en deuda con la justicia climática, no al revés.

Piénsese en los datos más recientes correspondientes al año 2014 tomados de las Estadísticas de Energía 2016 de la Agencia Internacional de la Energía. La emisión mundial promedio de CO2 por consumo de energía y actividades industriales fue 4,5 toneladas por persona (32 400 millones de toneladas dividido entre 7200 millones de personas, según los datos de la AIE), mientras que las emisiones de Estados Unidos llegaron casi al cuádruple: 16,2 toneladas por persona (5200 millones de toneladas dividido entre 320 millones de personas). Trump acusa al acuerdo de París de tener un sesgo favorable a la India, pero omite decir que las emisiones per cápita de este país son 1,6 toneladas, apenas la décima parte de las de Estados Unidos.

Trump también deplora los aportes que tiene que hacer Estados Unidos al Fondo Verde para el Clima (y encima el nombre le parece gracioso). Se queja porque Estados Unidos ya entregó más de mil millones de dólares, pero no explica al pueblo estadounidense y al mundo que esos mil millones suponen un aporte de 3,08 dólares por cada estadounidense. Es decir que los diez mil millones que Estados Unidos debería aportar a lo largo de varios años apenas son 30,80 dólares por cada estadounidense.

He aquí la simple verdad: el mundo entero necesita pasarse en forma rápida y decidida a un sistema energético con baja emisión de carbono, para poner fin a las emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero antes de la mitad del siglo. No hay aquí ninguna trampa contra Estados Unidos. Es una necesidad global, igualmente válida para Estados Unidos, China, la India, Rusia, Arabia Saudita, Canadá y otros países con abundancia de combustibles fósiles, y para las regiones que importan esos combustibles, como Europa, Japón y la mayor parte de África. Felizmente, las tecnologías necesarias ya existen: las fuentes de energía solar, eólica, geotérmica, hidroeléctrica, oceánica, nuclear y otras con baja emisión de carbono.

He aquí otra verdad más simple: con su enorme y rica economía de alto consumo de combustibles, Estados Unidos aportó mucho más que cualquier otro país al peligro global del cambio climático, así que le corresponde aceptar su responsabilidad de ayudar a sacarnos a todos del peligro. Lo menos que uno esperaría es que Estados Unidos se mostrara ansioso por cooperar con el resto del mundo.

En vez de eso, la conducta sociopática de Trump, y la corrupción y malevolencia de los que lo rodean, han generado un total desdén por un mundo que está al borde de una catástrofe provocada por los seres humanos. Los próximos desastres climáticos causados por el hombre tendrían que llamarse tifón Donald, supertormenta Ivanka y megainundación Jared. El mundo no olvidará.

Jeffrey D. Sachs, Professor of Sustainable Development and Professor of Health Policy and Management at Columbia University, is Director of Columbia’s Center for Sustainable Development and of the UN Sustainable Development Solutions Network. His books include The End of Poverty, Common Wealth, The Age of Sustainable Development, and, most recently, Building the New American Economy. Traducción: Esteban Flamini.

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