El cambio en el audiovisual público

La llegada de la democracia a este país trajo consigo de forma natural la desaparición de la prensa pública. Desde temprana hora, no hubo duda de que la prensa del Movimiento, cadena oficialista integrada en casi todos los casos por cabeceras incautadas, debía desaparecer, y en abril de 1977 ya se adoptaban las primeras disposiciones que culminaron con la enajenación o el cierre de aquellos diarios.

Paradójicamente, sin embargo, la certidumbre de que una democracia no podía tener periódicos no se extendió a los demás soportes. No se cuestionó la continuidad de RTVE, que pasó a ser el aparato de publicidad y propaganda de los sucesivos gobiernos. En 1988, el Gobierno de Felipe González impulsó el surgimiento de la televisión privada, pero tampoco entonces se pensó en hacer desaparecer la pública, que desde aquel momento ejerció una distorsionadora competencia desleal con las privadas, ya que se alimentaba, como estas, de la publicidad, pero además recibía cuantiosa financiación del propio Estado. Previamente, en 1982, surgieron, a consecuencia de los estatutos de autonomía, las televisiones autonómicas catalana y vasca, que no fueron legalizadas hasta que se promulgó la ley del Tercer Canal en 1983, a cuyo amparo nacieron las demás televisiones regionales.

Durante todo aquel dilatado desarrollo, quienes criticamos con alguna tenacidad la parcialidad intoxicadora de los medios públicos –que en determinadas etapas llegaron a ser serviles lacayos de la arbitrariedad gubernamental en los ámbitos estatal y autonómico–, fuimos sistemáticamente ignorados. Y, por supuesto, tampoco hizo la menor mella la recurrente exigencia de neutralizar ideológicamente el audiovisual público. Nadie se decidía a revisar cuál debería ser el papel de tales medios, si es que les cabía alguno en un sistema pluralista.
Hubo que aguardar a la ley de 5 de junio del 2006 para que se estableciese la plena independencia política de la radiotelevisión estatal. El cambio, notabilísimo, ha sustraído RTVE del agrio debate político que, hasta ese día y por esta causa, fue una constante en las relaciones poder-oposición. Y tal mudanza ha hecho aún más evidente la patrimonialización de las televisiones autonómicas por parte de los gobiernos correspondientes. El siguiente paso de la mayoría socialista que impulsó aquella ley del 2006 ha sido congruente con la dirección emprendida: gracias a una nueva reforma, el pasado 1 de enero TVE dejaba de emitir publicidad. Lógicamente, los contribuyentes ya solo tendremos que pagar una programación de servicio público, lo que previsiblemente reducirá la audiencia de los canales estatales y pondrá fin a un liderazgo que, al menos en parte, era la consecuencia de la doble financiación.
En definitiva, ha tenido que ser el centroizquierda el que emprendiese otra de las grandes reformas liberales que han consolidado el régimen democrático español. Y lo curioso es que alguna afilada pluma del liberalismo conservador acaba de criticar con impertinente dureza la que llama liquidación socialista de TVE. De no tratarse de un rapto repentino de locura, el portavoz del centroderecha deberá explicar a sus correligionarios y adversarios cómo puede ser que ahora se derramen desde este sector ideológico grandes lagrimones por el hecho de que el audiovisual público ya no pueda ser un «instrumento de culturización, información, programación digna y patrimonio intangible común». Ninguno de los sucesivos gobernantes ha hecho de TVE tal cosa; no parece, pues, de recibo ni lamentar la pérdida ni criticar a quien ha osado poner fin a la ficción.
La experiencia acumulada en estos años obliga a un gran escepticismo no solo hacia el influjo benéfico –cultural, estético, político y social– que vayan a ejercer las televisiones privadas que se benefician objetivamente de la salida del mercado publicitario de TVE, sino también hacia la capacidad del audiovisual para culturizar un país. En todo caso, que nadie cometa la hipocresía de lamentarse por el viraje de un modelo de televisión pública que hasta el 2006 era un desdoro para cualquier concepción medianamente refinada de la democracia y de la cultura.

Lo que ahora ha de hacerse, por coherencia democrática, es obligar a las televisiones autonómicas a recorrer este camino. En el 2008, las televisiones autonómicas perdieron –dilapidaron– 778 millones de euros en España, además de digerir en el ejercicio más de 1.000 millones en subvenciones. Y todo ello, a mayor gloria de los gobiernos regionales y en contra de los criterios más elementales de la transparencia informativa.
Los medios de comunicación, que mantienen una dialéctica con el cuerpo social y en ese papel son, asimismo, engrudo y fuente de integración, tienen la obligación de apostar por una cierta excelencia, pero el hecho de que no lo hagan y reflejen en muchos casos la chabacanería predominante no justifica en absoluto la nostalgia hacia el modelo anterior en que la televisión pública ejercía con gran frecuencia funciones de portavocía caribeña del poder.

Antonio Papell, periodista.