El cambio es una Euskadi abierta

¿Se puede gobernar para todos los vascos? ¿Es posible acordar las dos sensibilidades que reparten a la ciudadanía? Cuando las opciones partidarias movilizan no tanto intereses sociales o económicos como sentimientos de pertenencia ¿queda margen para el acuerdo? ¿Pueden graduarse los afanes independentistas de unos en función de la moderación pactista de otros? ¿Cabe la fragmentación del «ser vasco» según la media oscilante de cada resultado electoral? ¿Las directrices de nuestra política pueden asentarse en principios que no supongan la confrontación permanente entre lo que se ha dado en llamar «las dos comunidades»?

Patxi López dice que sí. Ibarretxe que no. Aunque, de entrada, lo niega reivindicando la transversalidad de su tripartito frente al carácter monocolor del próximo gobierno. Habrá que recordarle que EB no aportó el sesgo internacionalista, ni siquiera federalista, que se supone en una formación de izquierdas. Y, en cuanto a la presencia de EA, resulta evidente que no ha servido como modulación integradora sino, al contrario, para reforzar al sector más radical del PNV. Por mucho que nos lo repitan, quienes hemos vivido los años de Ibarretxe desde posiciones alejadas del nacionalismo sabemos hasta qué punto sus decisiones se tomaron al margen de nuestra participación y, a menudo, en contra de nuestros intereses, al menos de nuestras preferencias. Hemos aprendido que «la construcción nacional» no se hace desde la negociación sino desde la adhesión. Y que, en la visión nacionalista, «el otro» no está para ser escuchado sino para ser convertido. La propia insistencia abertzale en que ellos son mayoría política, sindical, social... sugiere que en su horizonte no está la integración de los otros sino el incremento de los suyos.

Esta constante ampliación de las obligaciones identitarias se halla en la base de la pérdida de votos del nacionalismo en las últimas convocatorias electorales. Debido a su componente identitario, la incidencia de la política en la vida cotidiana es aquí mayor que en otras comunidades. Y, si hay un sentimiento transversal entre los vascos, es el de restaurar un consenso social, al menos una cierta confianza ciudadana. Estamos hartos de mirarnos de reojo, indagando antes de cualquier conversación la filiación política de cada uno. Se hace insoportable que, según la dialéctica nacionalista, nuestro vecino sea, de alguna manera, nuestro enemigo. Pues para unos es el que coarta su derecho a decidir y para otros el que impone un patriotismo banderizo. Necesitamos restaurar, quizá construir de nuevo, un discurso político en el que los derechos de unos no funcionen como imposición para los otros.

Esa ha sido la apuesta electoral de Patxi López y también el eje central de su discurso de investidura. Naturalmente una cosa es la declaración de intenciones y otra muy distinta su puesta en práctica. Y si bien es cierto que, como le achaca la oposición, ha adolecido de falta de concreción, necesitábamos escuchar la reafirmación de principios generales -quizá obvios- pero de necesaria aplicación por estas tierras. Aunque parezca un detalle insignificante, hasta la cita de referencias literarias inhabituales en las instituciones vascas como las de Mario Onaindía, Fernando Aramburu o Ramón Saizarbitoria resulta gratificante. Ha sido decisivo, en ese sentido, escuchar una voz tajante contra ETA y sus defensores políticos. Y, quizá lo más importante, el aldabonazo a la implicación de todos los ciudadanos en esa batalla. Los «corazones petrificados», el «desestimiento ante el terror» como denuncia y la necesidad de «rehumanizar la sociedad» como objetivo constituyen la pieza clave del discurso de López.

Porque, aunque Ibarretxe también haya hablado de la deslegitimación del terrorismo y del respeto a las víctimas, las posiciones de los dos candidatos divergieron sustancialmente. Como suele hacer el nacionalismo, el terrorismo etarra quedó diluido en una invocación generalizada a los derechos humanos y acabó perdiéndose en la propuesta de una Comisión de la Verdad que investigue los crímenes del franquismo y de la transición. El problema más urgente de los vascos, antes que político, es moral, casi biológico. Nada puede justificar matar por la patria. Ni la política penitenciaria ni las posibles irregularidades en las detenciones ni ese recurso infinito a los GAL o a Franco. Aquí y ahora se chantajea, se amenaza y, si se puede, se mata. Ante esto no caben excusas ni explicaciones históricas. Pero parece evidente que para Ibarretxe el problema más importante, al que ha atribuido todos los males presentes y por venir, es la ley de partidos y no el terrorismo que la motiva.

Pero, aún siendo este el problema esencial, López ha iniciado su discurso abordando otro -esperemos- más coyuntural, la crisis económica. Y es que, según cómo la gestione, lejos de desgastarle, puede favorecerle. En tiempos de penuria la retórica patriótica se desinfla. Y, mientras alivie los apremios del tener, podrá aparcar las aspiraciones del ser. Es difícil que la rivalidad nacional pueda disfrazarse de reivindicación salarial. En ese sentido la pirueta ideológica de los sindicatos convocantes de la huelga del día 21 puede volverse en su contra. Gastar la pólvora de la reivindicación laboral en la batalla nacional puede disgustar más que entusiasmar a los trabajadores.

Por otra parte la promesa de derogación de los decretos que regulaban el currículo vasco da un respiro a un número creciente de estudiantes y de padres. No se trata de impedir sino de no obligar. No van a disminuir las ayudas al euskera -asegura López- y, a cambio, es probable que se alivie la frustración de muchas familias que ven cómo «la lengua vehicular» les impide participar en la educación de sus hijos o les aleja del horizonte profesional que tenían planeado. Y, junto con la política lingüística, la política cultural, tan decisiva por estas tierras. El Congreso extraordinario anunciado por López para reorganizar la cultura en claves de convivencia se antoja igualmente necesario. La discriminación positiva de una cultura minoritaria no justificaba la desaparición de las iniciativas institucionales de escritores y artistas castellanoparlantes. Pero, más allá de hechos diferenciales, lo que mejor puede simbolizar el cambio es esa noción de apertura que pasa por el derrumbe de las trincheras sociales y también por el desbloqueo administrativo con el Estado y por la conexión infraestructural -TAV y carreteras- con el resto de Europa. No es tanto una Euskadi grande, aferrada a la territorialidad, como una Euskadi abierta.

Dice el refranero que «dos no discuten si uno no quiere». Quizá sea todavía más difícil que dos se reconcilien si uno decide permanecer enfadado. La reconciliación nacional que López predica no será posible si el PNV mantiene la idea de que el actual gobierno está basado en una «falsa mayoría» y que, en consecuencia, ellos seguirán liderando el país desde las instituciones que controlan. Puede que sea sólo un discurso coyuntural para amparar ideológicamente la salida de Ibarretxe del panorama político. De lo contrario nos espera una legislatura muy dura, similar a la que vivió España cuando en 2004 el PP tampoco aceptó los resultados del 14-M.

En cualquier caso, además de la buena voluntad que la oposición no le quiere reconocer -frentista antes de haber tomado la primera decisión- Patxi López dispone de otras armas. Si lo hace bien, demostrará el alivio social que supone un gobierno que actúa según un modelo de gestión y no un modelo de país. Y, todavía más importante, la prometida «transparencia» que permita visualizar con claridad que ayudas, subvenciones, adjudicaciones y demás medidas distributivas no se ejecutan en función del refuerzo de «los nuestros» sino del interés general y como recompensa de los mejores. No hay mejor denuncia de los vicios ajenos que las virtudes propias. Y, si el PP tiene altura de miras, eso sólo se demuestra gobernando. De momento esperamos. Que no es poco.

Antonio Altarriba, escritor y catedrático de literatura francesa en la Universidad del País Vasco.