El cambio estacional de la hora: una moderna tradición

Este fin de semana ajustamos los relojes a la hora de verano adelantándolos una hora: a las dos serán las tres. Lo hacemos para mantener la antigua costumbre de adaptar la actividad humana a la duración del día, que es variable a lo largo del año en nuestras latitudes.

En la Antigüedad este proceso de adaptación era natural. Las actividades humanas no se realizaban de la misma forma en el corto día invernal y en el largo día estival. Cómo de diferente eran estas actividades es otra cuestión: no es razonable pensar que en la Edad Media los londinenses durmieran 16 horas en invierno simplemente porque esa era la duración de la noche. Pero sí es razonable pensar que un día de 7 horas de luz no discurriera igual que un día con 17 horas de luz.

El cómputo de las horas del día empezaba invariablemente con el amanecer y terminaba invariablemente al anochecer, entonces empezaba el cómputo de horas de la noche. El mediodía y la medianoche ocurrían invariablemente a las seis a lo largo del año. Aún celebramos este hecho cuando nos echamos una siesta.

Una hora era una 12ª parte del tiempo que transcurre entre el amanecer y el anochecer y variaban a lo largo del año: solo coincide con la hora actual los días de equinoccio. Las horas del día eran diferentes de las horas de la noche, también salvo en el equinoccio. Y las horas de la península ibérica eran diferentes de las horas de las islas británicas, salvo en el equinoccio.

Este mundo terminó conforme el reloj mecánico ganó popularidad. El cómputo del tiempo intradía quedó así anclado a la rotación de la Tierra y no a la duración de la luz solar. Su ventaja es evidente: la rotación de la Tierra es estable a lo largo del año e independiente de la latitud. La hora, la fracción 24ª del día, también quedó definida de forma estable.

El precio de esta estabilidad es la variabilidad en la hora del amanecer y del anochecer que cambian a lo largo del año y según la latitud... excepto, cómo no, en el equinoccio. En la península observamos tres horas de diferencia entre el amanecer y anochecer más tardío y los más tempranos.

La popularización del reloj mecánico también trajo la preferencia de las sociedades por horarios estables a lo largo del año. Esto es un marcado contraste con el comportamiento pretérito, adaptado estacionalmente, a la duración de la luz diurna.

El anhelo de estabilidad horaria compite con la variabilidad estacional de la hora del amanecer. La variabilidad de la hora del anochecer es menos importante porque modernamente la hemos disociado aún más de la hora de acostarse lo que es especialmente notable en invierno. La luz artificial no explica esta diferencia porque, en principio, podríamos despertar a las cuatro de la mañana y aprovechar la luz artificial para hacer actividades. Pero no lo hacemos.

El adelanto de la hora en marzo y su retraso en octubre estabiliza la hora del amanecer a lo largo del año, reduciendo su amplitud a dos horas civiles en la península. Eso y nuestra rigidez horaria hacen que nuestros hábitos varíen estacionalmente, como antaño, aunque no nos demos cuenta. Usamos una modernidad de hace 101 años para mantener unos hábitos mucho más antiguos.

Sus efectos hay que verlos a medio plazo: el próximo junio en la península amanecerá antes de las siete y no antes de las seis. Es una diferencia notable si la entrada al trabajo ocurre sobre las ocho o nueve de la mañana. Sin el cambio estacional amanecería antes de las seis y desaprovecharíamos luz diurna y las horas más frescas del día para realizar actividades. Algunos sectores económicos serían propensos a empezar a trabajar antes variando sus horarios. El dilema es hábitos y horarios matinales estables anualmente con cambio estacional de la hora, frente a hora oficial estable con cambios estacionales en los horarios y hábitos matinales.

La estabilización matinal conlleva la desestabilización vespertina: la variabilidad de la hora del anochecer alcanza las cuatro horas. Nos preocupa menos porque, en general, la tarde se asocia al ocio, para el que ganamos una hora de luz. De hecho, la forma en la que hacemos el cambio estacional (adelanto en primavera y retraso en otoño) muestra nuestra simpatía diferente por el amanecer y anochecer. Haciendo el cambio al revés (retraso en primavera y adelanto en otoño) conseguiríamos el efecto contrario, pero a nadie le interesa estabilizar la hora del anochecer.

Para ciertos sectores el cambio estacional sí fuerza a modificar algunos hábitos vespertinos. En Sevilla, por ejemplo, no es raro que la jornada vespertina estival del pequeño comercio se retrase hasta las 18.00 (es decir, siga ocurriendo a las 17.00 de la hora de invierno), tras estar cerrados cuatro horas. Las críticas al cambio estacional suelen llamar la atención sobre estos retrasos, que tiene otra expresión en la dificultad para acostar a los niños en esas fechas.

No podemos olvidar, sin embargo, que estos aspectos que están más relacionados con el día estival que con el cambio estacional. Aún sin el cambio de hora estacional, las cuatro horas centrales del día estival serán inhóspitas en Sevilla y el pequeño comercio seguirá cerrado ese tiempo. Y la mayor facilidad para acostar a los niños en verano traería mayor dificultad para mantenerlos en la cama por la mañana. La noche de San Juan siempre durará unas seis horas menos que la de Nochebuena; y su correspondiente día, unas seis horas más.

José María Martín Olalla es profesor de Física de la Universidad de Sevilla.

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