El cambio

Se ha cumplido un año desde que, bajo el lema de «el cambio», se produjo un vuelco electoral en España. Los españoles querían modificar la situación y designaron al Partido Popular para que los capitaneara. Creo que no hay duda sobre lo que los ciudadanos deseaban cambiar: el paro, el gasto desbocado, la corrupción en el ámbito público y la frivolidad en la gestión.

Los momentos de dificultades económicas siempre han impulsado la introspección en la sociedad: la gran depresión europea del siglo XIV fue un revulsivo que terminó en el Renacimiento y, en tiempos más recientes, la del año veintinueve puso de relieve la crisis institucional de los partidos políticos y catapultó a las ideologías totalitarias.

Ahora, España exige reflexión. En el orden económico condena el despilfarro y el coste de la duplicidad administrativa; en el político, denuncia la búsqueda del interés partidista y la demagogia electorera.

La Restauración de Alfonso XII, que nació con ansias renovadoras y trajo una de las épocas económicas más prósperas de nuestra historia: se benefició de un pactismo entre partidos y del culto a las virtudes cívicas que la Reina María Cristina propició. Pero aquellos momentos de renovación, desembocaron en una crisis en la que debemos mirarnos para no caer en otra parecida.

Hoy, nos ha correspondido un tiempo en el que priva lo superficial y transitorio; ya heredamos una sociedad masificada y hemos visto nacer la cultura virtual basada en la imagen, ahora las fuentes de información son la televisión y los teléfonos móviles, a cada impacto sensorial sustituye casi de inmediato otro de calado semejante, y es difícil conseguir el sosiego necesario para analizar la importancia de lo que se nos ofrece.

Esta cultura de las imágenes, que se suceden con rapidez y de las que no queda recuerdo, es también la de lo accidental; los humanos se acostumbran a no profundizar y a recibir las ideas como otro producto cualquiera ya elaborado y presto a ser consumido.

Pero entiendo que los españoles han dicho: —«Basta». Desean que todos, y especialmente los responsables de la cosa pública, se detengan a meditar para encontrar soluciones a nuestros gravísimos problemas y para buscar sus raíces y ponerles remedio.

La autoridad se enraíza en la Democracia que no necesita paladines pues tiene cumplidas sus pruebas en el yunque de la realidad. Este sistema, para no tener que concordar pareceres —algo siempre difícil, cuando no imposible— se basa en algo tan exacto como es la matemática mayoría de los sufragios. No prescinde de la verdad, la soslaya para poder unir voluntades.

Pero algunos no aceptan que es un procedimiento y la han erigido en religión, deduciendo un relativismo que no le es propio.

La autoridad debe ser elegida democráticamente pero eso no implica que, una vez instaurada, no tenga que sujetarse a principios universales.

Y ha llegado el momento de preguntarse por esos principios. Cuando se forjó la nación española en el siglo XV, Fernando e Isabel, que representaban lo que hoy se denomina el Estado, consideraban que estaban obligados a gobernar según unas normas que no podían modificar ni sustituir: la vida como bien principal, la libertad de los ciudadanos, el derecho de propiedad, la protección de los más necesitados… unos principios que entonces se llamaban «libertades» y que, en el siglo pasado, se definieron como «derechos del hombre». Los reyes debían administrar, no fijar doctrina. Quizás por eso, no exista en España la coronación como en otros países europeos, sino la jura; el compromiso mutuo entre el Rey y el pueblo.

Meditar sobre esa forma de actuar puede orientar en el camino de lo que demanda la sociedad.

La práctica ha confundido el poder Legislativo con el Ejecutivo, ya que este resulta automáticamente de la mayoría conseguido en el Parlamento; además, el poder judicial, está sujeto a la voluntad de los partidos que nombran a los miembros del Consejo General del Poder Judicial y mediatizan su vital independencia.

¿Quién controla al Ejecutivo que publica las leyes y nombra a los jueces?

El Parlamento está elegido democráticamente, pero la acumulación de poderes conduce a una situación perversa proclive a la tiranía, donde no hay controles.

La independencia del Poder Judicial es su mejor garantía, y este Gobierno ya anunció en sus primeras medidas la intención de devolvérsela.

Encomendar a los jueces la elección de sus cargos podría ser una solución. Además habría que dotar al Ministerio de Justicia con un porcentaje mínimo del presupuesto del Estado para que su independencia no sufriera coacción a través de los haberes de sus miembros.

Como en España, ha sido costumbre inveterada que los súbditos pudieran dirigirse libremente a sus autoridades para presentar propuestas y reflexiones, hoy hago uso de esa tradición para exponer lo que este español desea para su patria.

Marqués de Laserna, académico correspondiente de la Real de la Historia.

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