El Campo de las Calaveras

Ayer fallecía en Madrid el insigne actor, director, guionista, escritor y académico Fernando Fernán-Gómez. Figura gigantesca del séptimo arte, era premio Príncipe de Asturias de las Artes, premio Nacional de Cine y Teatro, premio Mariano de Cavia y Medalla de Oro de la Academia de Cine, y recibió cuatro premios Goya. Colaborador de ABC desde abril de 1972, publicamos el último de los casi doscientos artículos que nos envió a lo largo de treinta y cinco años:

No fue producto del sueño profundo, pero casi, casi. Fue producto de la duermevela. («Duermevela, DRAE: Sueño ligero en que se halla el que está dormitando».)

Los jugadores de uno de los equipos iban de blanco; los del otro, a rayas azules y blancas. Alrededor del campo de fútbol, un centenar, más bien más que menos, de espectadores, presenciaban de pie el partido de fútbol. («Fútbol, DRAE: Juego entre dos equipos de once jugadores cada uno, cuya finalidad es hacer entrar un balón por una portería conforme a reglas determinadas, de las que la más característica es que no puede ser tocado con las manos ni con los brazos».)

Entre los jugadores, unos metros alejado de la pelota, de la jugada, no corría, pero andaba a buen paso, un joven algo menos joven que los demás, que vestía una camiseta o blusa amarilla. Debía de ser el árbitro.

Pero, entonces ¿quién era ese otro joven que, bien plantado sobre el verde césped y también vestido de amarillo, apuntaba algo en un cuadernito? ¿Un árbitro suplente? ¿O se jugaba el partido con dos árbitros? ¿Era esto posible?

¿Y quiénes eran aquellos dos mozalbetes, que, emparejados y también de amarillo, entre aspavientos y vociferando, corrían hacia el lugar de la jugada, donde ya dos futbolistas, uno de blanco y el otro de azul y blanco, habían llegado a las manos, y otros, de ambos equipos, intentaban en vano separarlos? Quizás fueran auxiliares del árbitro. Mejor dicho: de los árbitros, si, como yo me preguntaba, era posible que éstos fueran dos.

En lo que intentaba resolver esa duda, la pelea se había generalizado y sobre el césped luchaban los once de blanco con los once de azul y blanco más algunos espectadores, bastantes, muchísimos, que se habían sumado al conflicto por cuestiones de barrio -que si Trafalgar, que si Cuatro Caminos-, de lugar de trabajo -que si Moneda y Timbre, que si el Ayuntamiento- o, simplemente, por espíritu deportivo -que si boxeo, que si catch as catch can, especie de lucha libre muy de moda en aquellos tiempos. (En el DRAE no viene, no registra este término.)

Para considerar algo verosímil este relato, apoyado en recuerdos muy verídicos -aunque también puede considerarse divagación- debe saber el paciente lector, por si además de paciente es receloso y teme ser engañado, que los futbolistas que en él han aparecido no eran futbolistas profesionales, sino aficionados. Líbreme Dios, y sus comisionistas en la Tierra, de pensar que los profesionales hubieran sido capaces de semejante comportamiento, y líbrenme además de difundir tal calumnia. Y también debe saber, por lo tanto, el inteligente lector, que el partido no era de Liga ni de Copa. Y que no tuvo lugar en el campo de fútbol de Chamartín, el profesionalísimo y lujosísimo Estadio Bernabéu, ni en el algo más modesto de Vallehermoso, sino en el Campo de las Calaveras.

Este terrorífico nombre, siempre que surge está pidiendo una explicación sobre sus orígenes, una explicación con apariencia de veraz.

O, cuando menos, algún comentario. Por no faltar a la regla recordaré que en tiempos hoy ya muy remotos, desde mediados hasta finales del siglo XIX, hubo en Madrid, entre la parte trasera de los Jardines del Canal de Lozoya, en la calle de Bravo Murillo, y la Avenida de la Reina Victoria, varios cementerios: el de la sociedad La Patriarcal y los llamados de San Martín, San Luis y San Ginés. Su demolición, ya en el siglo XX, dio lugar a una extensa zona de solares edificables, utilizada por el vecindario, mientras les iba llegando su hora, como lugar de esparcimiento, («Esparcimiento, DRAE: Conjunto de actividades con que se llena el tiempo libre».) en la que, según el rumor popular, con frecuencia se encontraban restos de esqueletos humanos. Y de ahí lo de «Campo de las Calaveras».

En este campo pelean los dos equipos, olvidados del más allá, pendientes únicamente del más acá, el inmediato más acá. Tienen dos únicos objetivos, alejados de cualquier otro: meter el balón en la portería del equipo enemigo y cerrar la portería propia, sin faltar a las reglas pero de manera que el enemigo no consiga traspasarla. No importa saber cuál de los dos equipos tiene razón. No es eso lo que se dirime. Tampoco importa el hecho de que la práctica de ese deporte contribuya a la mejoría de la salud o que sea perjudicial para el cuerpo. A veces puede surgir la belleza en alguna jugada, pero si esa belleza no contribuye a que el balón entre en la portería contraria será tiempo perdido.

Terminó la duermevela. Soy un hombre despierto. Más o menos despierto. Todo lo despierto que se puede ser, o estar, en este mundo y este tiempo tan poblados por amas de cría cuidadosas, por psicoanalistas vigilantes, por profesores licenciados en múltiples enseñanzas, por políticos laboriosísimos.

Dejo atrás el mundo de los dormidos, arropados en sus sueños. Estoy ya en el mundo de los despiertos. Somos muy trabajadores. Para nosotros el trabajo es un placer. Estamos bastante bien preparados, muy preparados. Empezó nuestra preparación en la lejana infancia y no la abandonamos ni en la adolescencia ni en la juventud. Casi podría decir que estaba prohibido abandonarla. Poco importaba la ética. Ni la caridad.

Y mucho menos importaba ese personaje fantasmal de nuestra infancia al que las abuelitas y algún que otro sacerdote solían llamar «el prójimo».

Lo que importaba era meter gol al equipo contrario. Y que no metieran gol a nuesro equipo. En tiempos remotos, cuando éramos unos chicos que jugábamos en la calle, aprendimos que todo consistía en una guerra de letras: CEDA, UGT, CNT, FET y de las JONS... Y así hasta cerca de cincuenta.

El hombre mayor que había en las familias, incluso en las familias que no parecían familias, como podía considerarse la mía, se creía obligado a adiestrar a los chicos en rudimentos de ciencia política. En mi caso, este empleo honorífico le correspondió a mi tío Carlos, y aún recuerdo al hombre esforzándose en explicarme la diferencia entre sindicalismo y socialismo. Y cómo yo debía ser anarco-sindicalista, la FAI, porque los socialistas, el PSOE, estaban vendidos al capitalismo.

Pero,en resumidas cuentas, lo que sacaba yo en conclusión de sus enseñanzas era lo mismo que sacaban de las enseñanzas de sus mayores los otros chicos del barrio que jugaban y cambiaban opiniones conmigo en la calle y en el colegio: que había que meter gol -o goles, muchos goles- al equipo contrario y procurar que en nuestra portería nadie metiera ningún gol.

La ética, la caridad, la historia, la convivencia, el amor al prójimo, la igualdad, la paz... eran asignaturas de adorno.

Fernando Fernán-Gómez, de la Real Academia Española.