El campo laboral: ¿reforma de leyes o de conductas?

Por Juan Antonio Sagardoy Bengoechea, catedrático de Derecho del Trabajo (ABC, 14/03/06):

ESTAMOS tan acostumbrados a que nos manden que, cuando no existe una ley concreta sobre los actos concretos, se produce un cierto desconcierto social. ¿Qué hacemos? ¿Se puede hacer? ¿Podré exigir el cumplimiento del acuerdo? En el fondo es el fracaso de la sociedad civil, de sus potencialidades, de la confianza de los ciudadanos en ellos mismos, del espíritu liberal, en suma. Nos dirigen tanto que, con cierto masoquismo, nos acaba gustando la intervención. Y tal intervención, a modo de anestesia, va adormeciendo nuestros espíritus, nuestro ánimo, nuestros proyectos vitales. Ya nos lo darán hecho. Es más cómodo. Las mesnadas se convierten en manadas. Y contra eso hay que reaccionar, si no queremos acabar en el borreguismo.

Isaiah Berlin lo describe con gran fuerza, al decir que «el sentido positivo de libertad se deriva del deseo, por parte del individuo, de ser su propio dueño... quiero ser sujeto y no objeto, ser movido por razones y por propósitos conscientes que son míos y no por causas que me afectan desde fuera... Sobre todo, quiero ser consciente de mí mismo como ser activo que piensa y que quiere, que tiene responsabilidad por sus propias decisiones...». Con esa libertad positiva, como la denomina Laporta, se pueden hacer grandes cosas, porque una sociedad pujante es la que se compone de personas que no esperan todo del papá Estado, sino que ponen de su parte todo lo preciso para seguir y ascender. Hay que crear ámbitos de libertad, no de prohibiciones.

Es cierto que toda sociedad civilizada requiere un orden, unas reglas del juego, unas leyes, en definitiva, vertebradoras de una sociedad libre. Pero esas leyes, necesarias, sin duda, no pueden olvidar dos postulados básicos: el primero, que si la ley no cala en la sociedad y no es cumplida por los destinatarios, resulta banal e ineficaz, y el segundo, que para que los ciudadanos se animen a cumplirlas, sin coacción penal o administrativa, las leyes deben ser realistas, sensatas, útiles. De lo contrario, la legislación se convierte en un barco-museo para ser estudiado por los expertos en sus contenidos y formalidades. Todo lo dicho, no quita que el Estado no deba legislar para proteger a los que necesitan ser protegidos, pues la libertad con carencias básicas es un lujo formal y cruel en lo material.

Llevando lo dicho al campo laboral, hay que comenzar afirmando, con una cierta osadía, que asumo sin complejos, que leyes no faltan, incluso sobran. Lo que faltan son conductas, hábitos, actitudes acordes con el mercado laboral deseado. Y valga el inciso: ¿deseado por quién? Tengo mis dudas de que Sindicatos y Organizaciones empresariales tengan el mismo modelo deseado, como, por otra parte, puede ser lógico. Que existen discrepancias resulta indudable, pero yo creo que, respecto a lo fundamental, hay unidad de criterio en cuanto a que lo deseable es un sistema de relaciones laborales eficiente, libre en sus basamentos (negociación, huelga, sindicación), y razonablemente social. Ahí, todos de acuerdo, pero en cómo se consigue, sobre todo respecto a la eficiencia, el acuerdo es muy difuso.

Ahí sí que debería de incidir la reforma laboral: en la competitividad. Dos personas a las que respeto en sus opiniones, y desde posiciones diversas en sus responsabilidades, como son Eduardo Montes y José María Zufiaur, vienen predicando con certero criterio que nuestro problema es la competitividad. Impresiona comprobar que en el «ranking» mundial (de los 25 principales países desarrollados), estamos en el puesto 23, y en Europa en el 10. Ahí es donde debemos -deben los negociadores de la reforma laboral- estrujarnos el cerebro y hacer esfuerzos conciliadores para lograr mejorar esos índices, pues sin competitividad nos salimos del ruedo. Perdemos presencia, fuerza de renta, riqueza, bienestar. Y respecto a la competitividad, tiene razón Eduardo Montes, cuando la basa, fundamentalmente, en la innovación, como valor clave, lo cual supone una reinvención de las industrias y estrategias.

Volviendo a lo que decía antes, leyes tenemos las suficientes. Lo que ocurre es que la práctica sindical y empresarial funcionan más allá de las leyes. Tienen conductas metalegales, no ilegales, supralegales o paralegales, sino metalegales: Más allá de la ley. Voy a poner algunos ejemplos. El más llamativo es el de la temporalidad. Decimos, con plena razón, que nuestra temporalidad, nuestra precariedad en la duración de los contratos, es alarmante y disonante respecto a los parámetros de lo razonable. Es cierto y, además, nefasto. Para los trabajadores y para las empresas. Y puestos a buscar soluciones, los empresarios dicen, no sin razón, que buena parte de la responsabilidad de la alta tasa de temporalidad está en la carestía del despido. Y los Sindicatos no dicen que no sea así, ni lo contrario, sino que afirman con rotundidad que: primero, no están dispuestos a que el despido sea más barato; y segundo, que la legislación debe ser más exigente, al respecto. Como es fácil concluir, con un diálogo tan simple, es difícil lograr avances. Pero es que nuestro artículo 15 del Estatuto de los Trabajadores, sobre los contratos temporales, es un modelo, en su dicción, de fomento de la contratación indefinida pues, aunque dice que el contrato podrá ser indefinido o temporal, a continuación tasa los supuestos de temporalidad a tres supuestos muy concretos y delimitados. ¿Entonces? Pues que las conductas, la realidad, los hechos van por camino distinto. Lo malo, por tanto, no está en la medicina, sino en el paciente.

En lo que se refiere al despido, el que más preocupa al empresario es el debido por razones económicas y organizativas o técnicas. Y ahí estamos en el estándar europeo, más o menos: 20 días de salario por año y un año como máximo. Eso dice la ley, ¿y qué pasa? Pues que en muchas empresas eso es una referencia «legal» de mínimos para negociar. La ley calla, la práctica habla.

Y finalmente, la ansiada polivalencia funcional, tan importante para la competitividad, tiene un generoso asilo legal en el artículo 22.5 del Estatuto, sin que en la diaria realidad se utilice como debiera.

Leyes, sí, y las necesarias y justas, pero prácticas, aún más, en acuerdo con una búsqueda de la competitividad socialmente aceptable.