Algo tiene que significar que, en poco más de dos meses, el Gobierno español, alumno modélico de la austeridad, las reformas y los recortes haya entrado en conflicto con la Comisión Europea e incomodado notablemente a Alemania, con quien está obligada a entenderse. Todo ello a cuenta del anuncio hecho por el Gobierno de que España no cumplirá el objetivo de déficit asignado para 2012.
La situación admite dos lecturas. Para la Comisión y otros, entre los que se encuentra Alemania, el anuncio debilita la credibilidad del Pacto Fiscal recientemente aprobado y pone en peligro los esfuerzos realizados para estabilizar la eurozona. Para España, sin embargo, el nuevo objetivo de déficit se fija desde la perspectiva exactamente contraria, pues percibe que, al menos en su caso particular, los mercados están más preocupados por las débiles perspectivas de crecimiento y empleo que por la sostenibilidad de las finanzas públicas a corto plazo. Traducido a términos más coloquiales, mientras que Alemania, la Comisión y otros piensan que el anuncio de España introduce más gas grisú en una mina ya peligrosamente saturada y a punto de explotar, otros piensan que España es, por el contrario, el canario en la mina que anuncia el peligro que se deriva de la falta de flexibilidad de unas reglas demasiados rígidas y que pretenden resolver de una única manera problemas que son distintos.
Recordemos que España, al contrario que Italia o Grecia, no ha tenido un problema de deuda pública, sino privada, ya que antes de la crisis sus finanzas públicas estaban en orden, incluso más saneadas que las de la propia Alemania. Y recordemos también que, al contrario de Italia o Grecia, donde el sistema político ha colapsado, dejando el poder en manos de tecnócratas, el sistema político español ha sido capaz de ofrecer una alternativa de gobierno y refrendarla con un amplio mandato ganado en las urnas. Así que, mientras que en el caso de Italia o Grecia, los inversores se asustaron por los altos niveles de deuda, la ausencia de reformas y la fragilidad de los sistemas políticos, en el caso de España, las preocupaciones son más bien distintas, ya que no se centran en la capacidad del gobierno de adoptar reformas (que dan por hecho), sino más bien en la capacidad de generar crecimiento, empleo, ganar competitividad y restaurar el normal funcionamiento del sistema financiero.
Como ironizan los diplomáticos, tener razón tiene dos partes: una, tener razón; y dos, más infrecuente, que te la den. No deja de ser revelador que en apoyo de España, un país cuya imagen internacional está sumamente baqueteada por la crisis económica, hayan salido dos de los comentaristas económicos internacionales más influyentes: Paul Krugman, de The New York Times, y Martin Wolf, de Financial Times. La diplomacia española, acostumbrada al desgaste en batallas numantinas que generalmente sólo ella entiende, se encuentra aquí, por fin, con una oportunidad que no suele darse sino cada pocos años.
Cierto que, cuando uno está con el agua al cuello no es el mejor momento para ponerse a pensar qué hará cuando la crisis pase. Pero en las actuales circunstancias esa visión de cómo queremos que sea Europa, y dentro de ella, qué España queremos construir y qué papel debe jugar no es un lujo o capricho sino la condición sin la cual no se saldrá de la crisis. No se trata de establecer alianzas contra Alemania o la Comisión, cosa que carecería de sentido, pero sí de poner mucha atención en cómo Mario Monti está mostrando que las reformas y los recortes, bien gestionados, generan legitimidad y, por tanto, una capacidad negociadora que se había perdido y que puede ser aprovechada para lograr cambiar los términos del debate actual sobre austeridad y estímulos hacia un plano más favorable a los intereses de España
Desde ese punto de vista, las referencias a la “soberanía” hechas por Rajoy para justificar su decisión marcan la línea argumental contraria a la que se debería adoptar. Sea lo que sea la soberanía, si de lo que se trata es de la capacidad de fijar los objetivos de déficit público para el año fiscal, es evidente que España no es un país soberano. Lo contrario es hacerse trampas a uno mismo y hacérselas a la opinión pública española que, con razón, percibe que, hoy en día, en una unión monetaria sometida a una enorme presión por parte de los mercados financieros y en donde nos hartamos de repetir que las decisiones de Atenas o Roma tienen un impacto decisivo sobre el futuro de España, esa soberanía es una ficción. Por tanto, seamos valientes y no nos pongamos a la (soberana) defensiva. Al contrario: forcemos un debate verdaderamente europeo y liderémoslo. Si somos canarios, cantemos.
Por José Ignacio Torreblanca.