El candado de la libertad

Sirve el latín no solo para que a los oriundos de Cabra los llamen egabrenses, sino también para cincelar el sentido de la civilización en un puñado de eufónicas palabras: Legum servi sumus ut liberi esse possimus. En castellano no suenan tan bien, pero proclaman la misma verdad: «Somos esclavos de la ley para poder ser libres». La paradoja formulada por Cicerón hace 21 siglos ha guiado a todos los pueblos que quisieron ser libres y adivinaron la única manera de conseguirlo: ser al mismo tiempo iguales ante la ley.

A menudo enfrentamos la libertad a la igualdad para diferenciar el ideal propio de la derecha de la vocación por la que lucharía la izquierda. Pero esta dicotomía no deja de ser una trampa pedagógica tendida por nuestra mente binaria, porque la igualdad no es otra cosa que la igual libertad entre ciudadanos. Al final todos luchamos por la libertad, por igualarnos en autonomía, para que la libertad de partida que asiste al pobre se parezca lo más posible a la que disfruta el rico, sin someter la de ninguno por el camino ni impugnar la disparidad de resultados que necesariamente se sigue del ejercicio del albedrío y el capricho de la genética. Esa doble condición inseparable, la de ser libres e iguales como españoles, es la que consagra la Constitución de 1978.

La Constitución, por tanto, no es un fetiche al que servimos los supersticiosos miembros de una tribu. No nacemos para servir a la Constitución: la Constitución nació para servirnos a cada uno de nosotros. Si la protegemos, si nos decimos constitucionalistas, si combatimos a los partidos anticonstitucionalistas, es siempre en defensa propia: es porque alguien está tratando de arrebatarnos nuestra igual libertad en su beneficio. Esta misma certeza extrajo el liberal suizo Benjamin Constant de la traumática experiencia del Terror: viendo funcionar la guillotina a pleno rendimiento, viéndola salpicar las caras embriagadas de las tricoteuses en la primera fila, se dio cuenta de que los franceses habían terminado sacrificando la libertad, la igualdad y la fraternidad en el altar sangriento del narcisismo revolucionario. No es esto, no es esto, se dijo Constant: la libertad personal jamás puede subordinarse a la libertad política. Es al revés: forjamos la libertad política para blindar la esfera de nuestros derechos individuales. Lenin volvería a invertir los términos un siglo después, con los resultados conocidos.

Distingamos entre constitucional y constitucionalista. La primera premisa la cumple cualquier partido legal; la segunda, solo aquellos que defienden activamente la Ley de Leyes que cifra nuestro orgulloso rechazo a la arbitrariedad del supremacista y a la rapacidad del potentado. El constitucionalista no niega la posibilidad o incluso la conveniencia de la reforma: exige acometerla desde una fijeza sin sobornos en la libertad y en la igualdad del pueblo soberano, y no al dictado particularista del eterno conspirador de privilegios. Por eso la Constitución del 78 es el mayor hito progresista de la Historia de España; no por nada cinco de los seis diputados constituyentes que votaron en contra eran de Alianza Popular, aparte de abstenciones cantadas como la de Xabier Arzalluz. Y pese a sus defectos -esa concesión generosa a las nacionalidades de los nacionalismos que ya removió a Julián Marías en su asiento, con tanta razón-, no se puede despreciar su articulado sin exponer al mismo tiempo nuestros derechos a la intemperie furiosa de los nuevos ignorantes y al cálculo ladrón de los viejos nacionalistas. La Constitución solo le parece un candado a un asaltante.

A los mayores, a los que hicisteis la Transición, yo os doy las gracias sin matices. A ti, querido millennial, puesto que tratan de embaucarte con la tentación del adanismo, yo te pido que respetes un puñado de páginas que corona los esfuerzos de muchas generaciones; un texto seco que chorrea sangre de atentado diario, memoria de exilio inacabable y todo el aguante y la memoria que no tienes por culpa de la prosperidad que has heredado. El mensaje fundamental de la Carta Magna sigue diciéndote: "No importa tu sexo, tu raza, tu religión, tu clase. Si eres español, eres libre. Si eres español, eres igual que los demás. Y todas las naciones del mundo reconocen tu condición". Se podrá mejorar el alcance cotidiano de estas palabras, pero ¿acaso se puede mejorar su mensaje?

Jorge Bustos

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