El candado flojo

La hegemonía cultural de la izquierda empieza por la apropiación del lenguaje frente a un liberalismo desentendido del poder sugestivo, casi mágico, de las palabras. En política, el acierto en la elección del término crea marcos mentales favorables que a menudo determinan por anticipado el éxito de una causa. Es, por ejemplo, el caso de la voz «progresista», que asociada a un partido, a un proyecto o a una idea crea un sintagma de indiscutible eficacia. Hasta doce veces la repitieron Pablo Iglesias y Pedro Sánchez -éste en diez ocasiones- durante la presentación de su pacto de esta semana. Un Gobierno bautizado como «progresista» o «de progreso» asume de inmediato una propiedad taumatúrgica que lo sitúa en clara posición de ventaja; quien se le oponga o lo critique será estampillado con una etiqueta reaccionaria.

Ha sucedido también con la palabra «igualdad» y su derivado «igualitario». Este caso es aún más sofisticado porque implica un decisivo salto en la escala de valores del debate contemporáneo. En torno a la igualdad, el sedicente progresismo ha encontrado el espacio en el que reagrupar un pensamiento desarmado desde que el Muro de Berlín cayese derribado hace treinta años. Entonces fue la libertad el concepto determinante en la derrota del comunismo, pero los liberales se olvidaron de defenderla en un nuevo orden que daban por definitivo. Hoy, ante la reaparición de la ideología vencida bajo identidades falsas y mantras de consumo transversal y masivo -populismo, feminismo, nacionalismo, proteccionismo, ecologismo, etc-, la derecha se ha refugiado en la noción de autoridad y de patriotismo sin reparar en sus connotaciones de conflicto. Son sustantivos que implican deber, obediencia, espíritu de servicio, y nadie quiere obligaciones en un mundo cuya pedagogía social ha abolido los paradigmas de la disciplina, el esfuerzo o el sacrificio.

El candado flojoEse pulso entre igualdad y libertad, desequilibrado en favor de la primera gracias a la indiscutible supremacía dialéctica y propagandística de la izquierda, es el eje de la disputa política que el acuerdo entre el PSOE y Podemos coloca en el centro de la escena. La alarma de las élites económicas ha desenfocado de entrada el problema al evaluar de manera incorrecta sus consecuencias. El riesgo esencial de esa alianza no está en su previsible impacto negativo sobre el empleo, la productividad o la estabilidad financiera, sino en su aspiración expresa de sustituir la primacía de las libertades individuales consagradas en la Constitución por la de unos derechos sociales o colectivos de formulación etérea y que incluyen también, en paradoja manifiesta, reclamaciones de desigualdad territorial o propósitos confesos de independencia. Cualquier contradicción parece caber, sin embargo, bajo el paraguas de un «progreso» que en la práctica consiste en la revisión encubierta de los principios de la Carta Magna que mantienen a duras penas la cohesión nacional, la autonomía del individuo y las reglas básicas de la sociedad abierta. Súmese la evidencia de que la investidura requiere el concurso de partidos separatistas y sediciosos cuyos líderes cumplen condena, el recelo explícito sobre la Corona que mantiene la mayoría de los socios del sanchismo y, en dirección opuesta, la supresión de las autonomías que Vox propone como fantasiosa panacea, y se obtendrá un inquietante panorama para el régimen nacido hace cuatro décadas. Con el agravante de que la significativa mengua de Ciudadanos ha debilitado el bloque moderado comprometido en su defensa.

El razonable factor de inquietud que dimana del consorcio frentepopulista en ciernes tiene que ver con el alineamiento general de sus miembros contra el orden constitucional vigente, al que sólo lo enlaza un PSOE de lealtades y convicciones tan débiles como la capacidad de compromiso de su jefe, que ni respeta su propias decisiones ni ha logrado aún exponer una definición de su idea de nación mínimamente consistente. Nacionalistas valencianos, gallegos y vascos, soberanistas catalanes y comunistas bolivarianos componen un conglomerado cuya característica común es la hostilidad al modelo fundacional de nuestro sistema democrático. Por mucho que el ejercicio -más bien usufructo, en su caso- del poder pueda imbuir al revolucionario Iglesias de un cierto sentido pragmático, su personalidad política e ideológica no ha cambiado tanto como para arrumbar en el olvido su proclamada determinación de romper lo que llamaba «el candado del 78», es decir, el blindaje legal del actual marco. No logrará el vicepresidente in pectore abrir ese cerrojo mañana ni pasado, pero su paso por el Gabinete, con el respaldo de esa temeraria aleación de rupturistas iluminados, le otorgará evidentes oportunidades de aflojarlo.

Se acercan, pues, malos tiempos para esa Constitución que hace once meses celebraba su cuadragésimo cumpleaños con un ufano Sánchez en la cabecera de los actos. El centro y la derecha poseen capacidad de bloquear cualquier reforma de sus pilares básicos, pero no es aventurado presumir una etapa de presión y desgaste o intentos oblicuos de enmienda, al modo zapaterista, por métodos solapados. Si esto sucede, será la secuela irresponsable de la huida hacia adelante emprendida por el presidente para disimular el fracaso de la repetición electoral compartiendo los mandos del sistema con sus adversarios. No con los de su figura ni de su partido, sino con los del Estado.

Ignacio Camacho

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