El cansancio de un federalista

Suenan de nuevo voces apelando al federalismo como salida al contencioso territorial español, incluidas las de sorprendentes conversos. Pero la viabilidad de la fórmula suscita ahora dudas entre federalistas de otro tiempo entre los que me cuento. Escribí hace años unas retóricas Cartas a un escéptico en materia de federalismo.Su destinatario era un imaginario ciudadano poco convencido de que el federalismo fuera a resolver la cuestión territorial. Diez años después, su escepticismo se ha contagiado al autor de las “cartas”.

Porque la aplicación de algún diseño federal parece problemática mientras una amplia mayoría social experimente dificultades casi insuperables para reconocer la profunda diversidad que España contiene, para entenderla de verdad como un activo y no como una rémora y, finalmente, para potenciarla como factor de progreso común. Sin cultura federal que reconozca diversidad sin subalternidad, una hipotética federalización constitucional se convertiría en ortopedia formal con pocas perspectivas de éxito.

Desde este federalismo desencantado, asisto al debate provocado por la manifestación del 11-S en Barcelona. Sin entrar en querellas sobre cifras, la evidencia es que la marcha superó con mucho otras movilizaciones. ¿Quiénes estaban allí? ¿Víctimas de un engaño partidista para distraerles de dolorosas y antisociales políticas de ajuste? ¿Carne de cañón de una burguesía explotadora que les maneja para sus intereses de clase? ¿Expresión emocional que sacude a las masas en momentos de incertidumbre planetaria? ¿Marionetas de una intoxicación educativa y mediática, programada arteramente para alienarlas? Tal vez algo de todo ello. Pero no solamente.

Porque las reacciones suscitadas en España indican que no basta un esquema de psicología colectiva, una clave marxista o un parsimonioso modelo económico para dar cuenta de un fenómeno que, tanto en Cataluña como en España, trasciende divisorias de clase, de partido o de generación.

A la política le corresponde tratar los conflictos entre colectivos ciudadanos que discrepan sobre sus maneras de organizarse. Esta disputa sobre la articulación territorial quizá no sea un conflicto entre españoles y catalanes. Pero sí entre una clara mayoría de españoles y una creciente corriente de opinión catalana que ya no es marginal. La mayoría española no es uniforme: comprende sujetos de posición social diferente y de variada simpatía partidista. Lo mismo ocurre en Cataluña. Tan simplista es denunciar a los primeros como marionetas de la oligarquía española o de los medios de comunicación más nostálgicos del imperialismo hispano, como descalificar a los segundos como víctimas de las élites locales y de su presunto pensamiento aldeano.

¿Hacia dónde marchan estas dos amplias corrientes? La primera década del siglo XXI muestra que se mueven más hacia la confrontación que hacia el encuentro. Lo que parecía un prometedor punto de llegada —el imprevisto Estado de las autonomías— se convirtió finalmente en callejón sin salida. Lo expresan tanto quienes piden la involución hacia un poco camuflado centralismo mediante la devolución de competencias y recursos a la Administración central, como quienes no ven otro futuro que explorar “transiciones nacionales” hacia el horizonte de la independencia.

En esta tesitura, poco ayudan los distingos jurídico-constitucionales. Qué cabe y qué no cabe en el texto de 1978 parece consagrado por ahora en la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto de 2006. Pero en la política laica no se da lo de “Roma locuta, causa finita”. Habló el tribunal, pero el litigio se enconó porque se endosó al tribunal, no una controversia jurídica, sino la tensión entre modos políticos diferentes de concebir reconocimientos simbólicos —discrepancias sobre nación y lengua— y distribución de recursos —competenciales y financieros—.

El asunto tiene hoy mal arreglo. Persiste en ambas partes la fuerza de un mito poderoso: el mito del Estado-nación. Para unos, España solo puede subsistir si su organización política se identifica con una única comunidad nacional. Para otros, Cataluña solo se realiza si se organiza como Estado. Sin archivar el mito que obsesiona a unos y otros, vale de poco apelar a los cauces constitucionales o a su posible reforma. No sirven dictámenes jurídicos. Hay que recurrir al viejo análisis de la correlación de fuerzas entre posiciones antagónicas y ponderar la solidez de sus coaliciones internas, de sus patrocinios internacionales y de sus recursos de persuasión y presión para agregar intereses y gestionar emociones.

Es probable que la pugna se convierta en una penosa lucha de desgaste, más que en un blitzkrieg fulgurante. Con daños no menores para ambas partes. Es una perspectiva que este antiguo federalista ve con desazón. Desazón que aumenta, si cabe, cuando contempla que el proyecto de una Europa federal se ha convertido en una Unión Europea desnortada, entregada al salvamento de los poderes financieros a costa de los derechos políticos, sociales y económicos de sus ciudadanos.

Josep M. Vallès es catedrático emérito de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona. (UAB)

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