Parece que no se trata de un cálculo difícil de hacer: si las condiciones económicas que reclama el Estatuto de Cataluña se universalizaran al conjunto de comunidades, la capacidad redistribuidora del Estado se reduciría en dos puntos del PIB. La broma de Solbes sobre el sudoku presupuestario no es por tanto una broma. Los números no cuadran, se mire como se mire. Esto suena a rompecabezas contable, y quizá aburra a los de letras. Intentaré en consecuencia enfilarlo por un ángulo distinto. Hasta la fecha, se ha venido decidiendo qué dinero tocaba a cada región, en el Consejo de Política Fiscal y Financiera. La fórmula de reparto se determinaba por votación: el Gobierno ponía la mitad de los votos, y las comunidades, la otra mitad. El enorme peso relativo del Gobierno y la fragmentación del sufragio autonómico generaba, a la postre, un consenso. El mecanismo se comprende bien desde la teoría de juegos. En efecto, la gente tiende a arreglarse si carece de capacidad de bloqueo. Y se arregla con más diligencia todavía cuando la preponderancia de una de las partes desactiva de entrada la formación de alianzas estratégicas entre unos pocos jugadores. Así estaban las cosas hasta que se aprobó el Estatuto catalán. Ahora nos enfrentamos a una gran novedad, a un naufragio cantado, y a una estupenda metástasis, de momento sólo incoada pero tan fatal como el alargamiento de los días entre el solsticio de invierno y el del verano.
La gran novedad es que el gasto en Cataluña se fija en conversaciones bilaterales con la Generalitat. La bilateralidad o su equivalente práctico están consagrados en el Estatut, de manera que no cabe echarse atrás o silbar mirando hacia otro lado. El naufragio cantado, es el del Consejo de Política Fiscal y Financiera. No parece que tenga futuro un organismo federal a cuya jurisdicción se ha sustraído el territorio económicamente más importante. La metástasis estupenda e inevitable es que todos van a querer relaciones bilaterales, y van a querer además que se desarrollen bajo las auspicios más favorables a la comunidad de turno. Novedad, más naufragio cantado, más metástasis estupenda, más descuadre de cuentas, da como desenlace la volatilización del Estado en su dimensión fiscal. Un Estado condenado a hacer algo que no puede hacer, no es un Estado serio. Es como si un señor al que le faltan la mitad de las cuerdas vocales, se postulase como cantante de ópera. A ese señor le daremos una taza de tila o una pajarita de papel para que se entretenga y nos deje en paz.
¿Cómo salir del lío? El camino ortodoxo pasa por una reacción política liderada por el PP, enemigo declarado del Estatut. Pero el camino se encuentra cegado, por distintos motivos. Enumeraré dos, y luego recordaré un hecho simplicísimo aunque no lo bastante señalado. En primer lugar, el PP no quiere renunciar a una posible alianza con CiU, su pieza complementaria para gobernar después de las siguientes elecciones si suena la flauta y Zapatero pincha a lo largo del próximo año. Es evidente que la alianza con CiU excluye una recuperación por el Estado de sus antiguas atribuciones. Tan evidente, que ni me voy a tomar la molestia de razonarlo. En segundo lugar, los poderes regionales populares entrarán en la puja porque les va en ello la vida. Pensemos, por ejemplo, en Madrid. Si el PP no exigiera para sí lo que se ha dado a Cataluña, lo exigiría el PSOE, y Esperanza Aguirre perdería las elecciones o las ganaría con más dificultad. El PP pujará también en aquellos casos en que está en la oposición, por razones parecidas. Feijoo acaba de desmentir que haya entrado en discreteos con el BNG para que se incluya en el nuevo estatuto gallego una referencia a la condición nacional de Galicia. El desmentido no me tranquiliza absolutamente nada. Feijoo es un político normal, y un político normal sabe que después de perder unas elecciones, y con ellas el control del presupuesto, se pierde de oficio un porcentaje importante de los votos recibidos en la última convocatoria a urnas. Feijoo, en fin, sabe que tendrían que arder los pinos de su región varias veces seguidas, y ponerse a cabalgar Santiago por el horizonte que se avizora desde Finisterre, antes de que la usura del tiempo desgastara al equipo actual y diera la vuelta la tortilla. Hará en consecuencia lo que no está escrito por atraerse al Bloque. Pedirle que se envuelva en la bandera española, es pedirle lo excusado.
La observación elemental que les anuncié antes es la siguiente: el PP ha cumplido recurriendo el Estatuto catalán ante el Tribunal Constitucional. Son pocos los juristas que opinan que el Tribunal tumbará un estatuto aprobado en referéndum. Probablemente, el Tribunal corregirá puntos menores, bendiciendo como acorde con la ley un documento sobre el que habría preferido mil veces no pronunciarse. El fallo del Constitucional dibujará, con eficacia instantánea, el perímetro reivindicativo de todas las comunidades. Y el PP tendrá que resignarse por falta de alternativas, y porque eso es además lo que le pide el cuerpo. Y aquí paz, y después gloria. Desechada la ortodoxia, queda la heterodoxia. Por «heterodoxia» entiendo, no la contestación audaz del statu quo, sino la adaptación a una situación conflictiva a través del cambalache y del acuerdo informal. ¿Qué significa esto? Piensen, qué sé yo, en Asturias, una región donde mandan ahora los socialistas, y también una de las regiones más perjudicadas por el nuevo orden. Zapatero podría llamar aparte al presidente asturiano y rogarle o conminarle paciencia, y luego de haber hecho esto, prometerle algunas ayudas a cargo del déficit nacional. Pero esto sería pan para hoy y hambre para mañana.
Ni el déficit da para que las regiones receptoras de renta sigan recibiendo lo que dejarán de recibir si las regiones ricas se adhieren al modelo catalán, ni muchos barones tienen motivos para ser pacientes. Los barones o aspirantes a barones populares tienen motivos para lo contrario. Y el propio presidente asturiano podría tener motivos para lo contrario si los que le disputan el poder regional explotan inteligentemente el agravio comparativo. La aproximación heterodoxa es característica de los que confunden la política con los negocios. En los negocios son dos o poco más de dos los que entran en un trato, y en los negocios es frecuente que se averigüe un punto de equilibrio mediante compensaciones realizadas bajo cuerda. Pero la política, incluso la política estragada por la incursión lateral de los hombres de negocios, funciona de manera por entero distinta. En la política, máxime en la democrática, son muchos los que deciden, y el proceso reviste además una naturaleza pública. Usted no puede callar ciertas cosas porque si las calla las vociferará su rival y se llevará los votos. Votos innúmeros, cuya compra no es sencilla ni aun apretando los resortes corruptores que el Estado Benefactor ha puesto en manos de los partidos. En una palabra: los soi-disant realistas no suelen ser realistas. Oponen, al mundo de los idealistas, un mundo prosaico y carente de drama, un mundo inspirado más en el sainete que en la tragedia esquilea. Y no andan descaminados desde cierto punto de vista. El caso, sin embargo, es que su punto de vista es demasiado limitado, y que al cabo el realista no se equivoca menos que el idealista. Se equivocan los dos a la par, arrastrados por sus líricas respectivas.
En resumen: el mudo va a salir al escenario para recitar un aria di bravura. El espectáculo será de los que hacen época. Mañana o pasado mañana.
Álvaro Delgado-Val