El capital global hacia las economías frontera

Las llamadas “economías frontera” son la última moda en los círculos de inversión. Aunque estos países de bajos ingresos – por ejemplo, Bangladesh y Vietnam en Asia; Honduras y Bolivia en América Latina; y Kenia y Ghana en África– tienen mercados financieros pequeños y en desarrollo, están creciendo rápidamente y se prevé que se conviertan en las economías emergentes del futuro. En los últimos cuatro años, las entradas de capital privado en economías frontera han sido de casi el doble (en términos del PIB) respecto de las entradas de capital en los mercados de las economías emergentes. Dicho fenómeno se puede celebrar o lamentar, es un asunto que se ha convertido en un tipo de test Rorschach para analistas económicos y responsables del diseño de políticas.

Sabemos ahora que la promesa de la libre movilidad de capital no ha sido cumplida. En gran medida, el aumento de las entradas de capitales ha estimulado el consumo en lugar de las inversiones en los países receptores, lo que ha exacerbado la volatilidad económica y aumentado la frecuencia y daños de las crisis financieras. En lugar de ejercer disciplina, los mercados financieros globales han incrementado la disponibilidad de deuda, por ende, han flexibilizado las restricciones de presupuestos de los gobiernos derrochadores y abultado las hojas de balance bancarias.

El mejor argumento a favor de la libre movilidad de capital sigue siendo el que hiciera hace casi dos décadas Stanley Fischer, el segundo funcionario más importante en ese entonces del Fondo Monetario Internacional, que ahora es vicepresidente de la Reserva Federal estadounidense. Aunque Fischer reconoció los riesgos de la libre circulación de capitales, señalaba que la solución no era mantener controles de capital, sino emprender las reformas necesarias para mitigar los peligros.

Los comentarios de Fischer se produjeron en un momento en el que el FMI estaba tratando activamente de integrar en su convenio constitutivo la liberalización de cuenta de capitales. Sin embargo, después se produjeron crisis financieras en Asia, Brasil, Argentina, Rusia, Turquía, y en última instancia Europa y los Estados Unidos. En su defensa, desde entonces el Fondo ha flexibilizado su postura en cuanto a los controles de capital. En 2010, emitió una nota en la que reconocía los controles de capitales como parte de la amplia oferta de herramientas de política para combatir la inestabilidad financiera.

No obstante, en el FMI y en países avanzados, la postura que prevalece es la de que los controles de capital son el último recurso –solo cuando las políticas financieras y macroeconómicas convencionales se han agotado. La libre circulación de capital sigue siendo el objetivo final, incluso cuando a algunos países les lleve tiempo conseguirlo.

Este punto de vista tiene dos problemas. En primer lugar, como señalan incansablemente quienes defienden la movilidad del capital, los países deben cumplir una larga lista de requisitos previos antes de que puedan beneficiarse de la globalización financiera. Entre ellos están la protección de los derechos de propiedad, un cumplimiento efectivo de los contratos, la erradicación de la corrupción, más transparencia y mejor información financiera, una gobernanza corporativa sólida, estabilidad monetaria y fiscal, sostenibilidad de la deuda, tipos de cambio determinados por el mercado, una reglamentación financiera de alta calidad y supervisión cautelar. En otras palabras, una política destinada a impulsar el crecimiento en países en desarrollo necesita instituciones de primer mundo para funcionar.

Lo peor es que la lista no solo es larga; también es abierta. Como han demostrado las experiencias de los países avanzados en la crisis  financiera global, ni siquiera los sistemas de reglamentación y supervisión más sofisticados son infalibles. Así pues, exigir que los países en desarrollo establezcan el tipo de instituciones que hagan que los flujos de capital sean seguros no solo invierte las prioridades sino que es imposible. La prudencia exige un enfoque más pragmático que reconozca que los controles de capital tienen una función permanente junto con otras herramientas reglamentarias y cautelares.

El segundo problema tiene que ver con la posibilidad de que las entradas de capital sean perjudiciales para el crecimiento incluso si no se toman en cuenta las inquietudes sobre la fragilidad financiera. Quienes defienden la movilidad del capital suponen que en las economías pobres hay muchas oportunidades de inversión rentable que no se explotan por falta de fondos para invertir. Sostienen que si se permite que el capital entre, comenzarán las inversiones y el crecimiento.

Sin embargo, en muchos países en desarrollo las limitaciones se deben a la falta de demanda de inversiones, no a la carencia de ahorro interno. Los rendimientos sociales de las inversiones pueden ser elevados, pero los rendimientos privados son bajos debido a las externalidades, los altos impuestos, la pobreza de las instituciones o cualquiera de una amplia gama de factores adicionales.

Las entradas de capital en las economías con baja demanda de inversiones generan consumo, no acumulación de capital. También favorecen la apreciación del tipo de cambio, lo que agrava la falta de inversiones. La rentabilidad de las industrias comercializables – las más propensas a padecer problemas de reconocimiento de propiedad – resulta perjudicada y la demanda de inversiones cae aún más. En estas economías, las entradas de capital bien pueden retrasar el crecimiento en lugar de estimularlo.

Esas inquietudes han llevado a las economías emergentes a experimentar con una serie de controles de capital. En principio, las economías de mercado frontera pueden aprender mucho de estas experiencias. Como señaló Olivier Jeanne, economista de la Universidad Johns Hopkins, en una conferencia del FMI organizada recientemente para promover ese aprendizaje, las medidas de flujo de capital que se han puesto de moda últimamente no funcionan muy bien.

Eso no se debe a que no afecten la cantidad o la composición de los flujos, sino a que los efectos son muy pequeños. Como han aprendido Brasil, Colombia, Corea del Sur y otros, los controles limitados que se centran en mercados específicos como los bonos o los préstamos bancarios a corto plazo no tienen un impacto significativo sobre los resultados fundamentales, como el tipo de cambio, la independencia monetaria o la estabilidad financiera interna. De ahí se deduce que, para ser realmente eficaces, los controles de capital tal vez deban ser contundentes y amplios y no limitados y concentrados.

Los controles de capital no son una panacea en sí mismos y frecuentemente causan problemas más graves, como la corrupción o el retraso de reformas necesarias, que los que resuelven. No obstante, esto no es distinto en ninguna otra esfera de la acción gubernamental. Vivimos en un mundo de segundas alternativas en el que las acciones de política son casi siempre parciales (y parcialmente eficaces) y las reformas bienintencionadas en una esfera pueden ser contraproducentes cuando hay distorsiones en otras partes del sistema.

En un mundo así, no tiene mucho sentido utilizar los controles de capital como último recurso, siempre y en todas partes. En efecto, eso solo convierte a la globalización financiera en un fetiche. El mundo necesita un pragmatismo obstinado, caso por caso, en el que se reconozca que los controles de capital en ocasiones merecen un lugar destacado.

Dani Rodrik is Professor of Social Science at the Institute for Advanced Study, Princeton, New Jersey. He is the author of One Economics, Many Recipes: Globalization, Institutions, and Economic Growth and, most recently, The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy. Traducción de Kena Nequiz.

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