El capitalismo y la desigualdad

Acabo de encontrar el mejor comentario escrito sobre la actual crisis económica. Lo curioso es que se escribió hace unos 120 años. El autor fue Lester Ward, uno de los fundadores de la tradición norteamericana de sociología y ciencias políticas. El pasaje que me llamó la atención reza así: «Nada resulta más evidente en las circunstancias actuales que la incapacidad de los líderes del sector privado y capitalista de mantenerse viables sin el apoyo del Estado. Y mientras que aquellos denuncian lo que llaman paternalismo estatal -o sea, el reclamo del obrero indefenso y del artesano pobre a participar en la inmensa protección del Estado- no cesan de [...] demandar privilegios para ellos mismos y subvenciones para el alivio de sus fracasos. [...] En lugar de seguir mimando a esta clase -lo que resulta ser, a fin de cuentas, una especie de maternalismo- sería mejor practicar un paternalismo abierto, digno, y honrado».

Ward expresó hacia 1892 algunos de los problemas claves de la economía actual: la plutocracia desenfrenada, la falta de reglamentación eficaz del sector financiero y la potencia política que permite a los capitalistas abusar de las subvenciones públicas y explotar los sacrificios de los accionistas y pecheros. Los males que Ward denunciaba en su día son los mismos que, por desgracia, nosotros conocemos hoy: la obsesión por el dinero, el enriquecimiento demasiado fácil, el delirio de la bonanza, las especulaciones bursátiles e inmobiliarias, las inversiones arriesgadas, los jefes de empresas que se pagan salarios obscenos y manipulan las acciones, los vendedores de bienes ilusorios, los gobiernos que se someten a las demandas de los oligarcas, la distancia insoportable entre la riqueza de los peces gordos y la flaqueza de los pececillos pobres.

Habitamos un mundo que Ward hubiera podido reconocer fácilmente, el mismo descrito por Narcís Oller en La febre d'or, su novela sobre la decadencia del fin del siglo XIX barcelonés. Los excesos pródigos y derrochadores de los bancos y los inversionistas a gran escala, estimulados por la falta de responsabilidad de las instituciones reglamentarias, nos han infligido la bancarrota griega, la amenaza al euro, la decadencia de Wall Street y las deudas insoportables de la mayor parte de las economías occidentales. Ya sabemos que el mercado libre no funciona. Lo que no supo Ward -por no haberse experimentado en su época la otra opción- es que no funciona tampoco el mercado controlado por el Estado. Nos quedamos con los problemas de siempre y soluciones agotadas.

Hemos llegado a este callejón sin salida siguiendo un camino histórico bien señalado. La gran debacle de 1929 impulsó a los gobiernos a intervenir en las economías. Los argumentos de Keynes y la crítica socialista se combinaron para nutrir un ambiente dispuesto a favorecer la política intervencionista. Hasta en EEUU, el país del capitalismo sin par, se introdujo el New Deal. Mientras tanto, las guerras de la primera mitad del siglo XX acostumbraron a todos a soportar un Estado de mando riguroso, que controlaba los medios de producción, racionaba los productos de consumo, organizaba la vida diaria, censuraba la prensa y llamaba a filas a la población entera. En la posguerra las utopías parecían accesibles: los gobiernos pagarían el paraíso y los tecnócratas redactaban los planes. El símbolo eran las enormes viviendas erigidas por la arquitectura racionalista, máquinas para habitar edificadas con entusiasmo para abandonarse luego con repugnancia. Esas utopías de una sociedad insostenible han terminado, en su gran mayoría, derribadas, ruinas de un proyecto inmenso y fracasado.

En casi todo el mundo, en los 50 y 60, los presupuestos públicos se aceleraban sin brida ni estribo. Las burocracias se engordaban. Pero la felicidad quedaba estancada. En Escandinavia, modelo de la planificación socialdemócrata, salieron la escandisclerosis y las utopías suicidas. Si parecía que las economías más controladas, en los países comunistas, lograban progreso y prosperidad, era sólo por arte de la propaganda mentirosa de sus dirigentes. Poco a poco el mundo iba dándose cuenta de que los sistemas sociales y económicos son caóticos, océanos inestables donde viento y marea dan bandazos imprevistos y los planes naufragan.

El caos, mientras tanto, se desvelaba en estudios científicos -en 1972, de Edward Lorenz y en 1974, de Benoît Mandelbrote- como la estructura básica de los sistemas meteorológicos y fractales y tal vez del mismo universo. En los 70 la crisis del petróleo inauguró una época temible de inflación de precios y estancamiento de productividad. Los fracasos de las economías soviética y maoísta eran cada vez más claros. Pero los economistas ortodoxos no tenían otra solución que intentar controlar los precios y salarios. Resultó imposible. La inflación vino a ser el monstruo del mundo, devorando los ahorros, esparciendo ruina y terror.

Hasta aquel momento, la escuela económica de Chicago, liderada por Milton Friedman, quedaba al margen del mundo académico, menospreciada por los demás, por recomendar el clasicismo económico, la austeridad y el paro masivo como alternativa a la inflación. Pero bajo la presión de la inflación inaguantable, de repente Friedman se puso de moda, sus consejos seguidos en primer lugar por los golpistas chilenos, luchando con una economía que alcanzó un nivel de inflación del 700% en 1973, luego por todo el mundo. A principios de los 80, con las administraciones de Reagan en EE UU y de Thatcher en Reino Unido triunfó definitivamente el turno conservador. A lo largo de los 90 y a principios del siglo XXI todo el enorme andamiaje mundial del Estado supervisor se desmantelaba. El libre mercado quedó libre para destrozarse a sí mismo.

Recordamos las frases definidoras de la nueva época. «La codicia es buena» fue el lema de Gordon Gekko, personaje de la película Wall Street (1987) interpretado por Michael Douglas. «Sólo paga impuestos la gente menuda», proclamó la millonaria fraudulenta Leona Helmsley en 1989. «Sí que existe una lucha de clases», comentó Warren Buffet, el hombre más rico del mundo, «y gana la mía».

El peligro que representaba el capitalismo irresponsable era evidente. Pero los gobiernos no le hicieron caso hasta 2008, cuando el colapso de parte del mercado inmobiliario en EEUU inició una crisis mundial. Medidas de austeridad anularon la prosperidad de la gran época de consumismo implacable. En términos generales, la respuesta de los gobiernos ha sido confusa, intentando hacer juegos malabares con estrategias contradictorias, manteniendo la trayectoria clásica de la austeridad con toques de keynesianismo.

Así que el siglo XXI ha empezado con una febre d'or que recuerda a la época de Lester Ward a principios del XX. Él vivía la gran época del darwinismo social, cuando el principio de la lucha como base del progreso se proclamaba en Occidente y se aceptaba en el mundo entero. Pero Ward conocía profundamente lo que era la competitividad, y por tanto la odiaba. En su juventud había sido un pionero de la frontera norteamericana, viajando con sus hermanos en una «carreta entoldada» para intentar labrar la dura estepa de Iowa. En la guerra civil norteamericana sufrió tres graves heridas. Desafió a la pobreza de su familia, trabajando para pagar los gastos de su carrera universitaria. Apreciaba las colaboraciones más que la competitividad.

Ward era un liberal en el sentido estadounidense de la palabra: quería que el Estado controlase las desigualdades del capitalismo, mientras intentaba redimir la libertad humana de las fuerzas inmensas, impersonales y determinantes con las cuales la izquierda asustaba a la sociedad. Militaba en lo que hoy llamaríamos el mercado social, un término medio teórico entre el capitalismo desenfrenado y el control inflexible. Por lo visto, ya hemos logrado ver el mérito de la teoría pero no sabemos ejecutarla. El siglo que empezó con las amonestaciones de Ward experimentó un ciclo de ajustes y reacciones entre extremos sin lograr nunca un balance justo. A juzgar por los precedentes históricos, nuestro nuevo siglo será igual de confuso e igual de desastroso.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame.

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