El carácter nacional de los partidos

Hace ya algunas semanas desde que se produjo el divorcio entre UPN y el PP. Los populares ya cuentan con sede en Navarra, y su presidente, Mariano Rajoy, acudió a la inauguración de la misma. Mientras, a UPN le ha llegado su propia pelea de sucesión a Miguel Sanz, el actual presidente de la formación. El tiempo dirá cómo se decantan los electores navarros.

Alrededor de ese divorcio no pocos analistas han recurrido al término nacional para indicar que uno de los problemas de España -si no el problema político- es la falta de partidos nacionales que piensen en los asuntos desde una perspectiva nacional, y no sólo territorial. Desde un análisis que cuenta con razones nada desdeñables y que apunta a una disgregación del conjunto en sus partes -disgregación que alcanza su institucionalización en la bilateralidad que consagran los nuevos estatutos de autonomía-, llegan a la conclusión de que son necesarios fuertes partidos nacionales para hacer frente al problema de esa disgregación.

Partiendo de que el Estado de las autonomías ha venido para quedarse, teniendo en cuenta que el desarrollo alcanzado por la España autonómica ha creado una cultura política -en el sentido más amplio del término- que difícilmente se puede echar para atrás, es preciso analizar qué significa el término nacional que tanto se emplea en este tipo de debates, y es preciso analizar si la respuesta que se propone -el reforzamiento de los partidos llamados nacionales y de su funcionamiento precisamente como estatales, con una revisión de la ley electoral- es la más conveniente.

Cuando se utiliza el término nación y nacional siempre es deseable explicitar el significado que se le atribuye. En estas líneas se entiende por nación la asociación voluntaria de ciudadanos soberanos, aplicándose el término soberanía al ciudadano. No se entiende por nación el grupo humano unido por compartir una lengua, una cultura y una tradición. Y se entiende que ambos términos no tienen por qué cubrirse totalmente y, además, que esa falta de cobertura total es fuente de libertad al separar la condición de ciudadano de la condición de perteneciente a un grupo cultural y lingüístico, al igual que se separa la condición de creyente o no creyente de la de ciudadano.

Formulada esta significación de los términos nación y nacional, se entiende que existe una preocupación fundada por el riesgo de la disgregación del Estado. Y se entiende que se busquen soluciones al problema de la disgregación. Sobre todo porque con esa disgregación puede entrar en peligro precisamente la condición de ciudadanos de los habitantes del Estado, ya que ésta implica una igualdad básica en lo que a derechos y libertades fundamentales se refiere, y en términos de igualdad material para poder gozar de esos derechos y libertades fundamentales en el sentido referido por Ferrajoli en sus estudios sobre el garantismo constitucional.

La pregunta es si la respuesta al riesgo real existente reside en el carácter nacional de algunos partidos, o si ese remedio, lejos de ser una respuesta adecuada, no oculta los verdaderos problema que se encuentran en el riesgo de la disgregación del Estado. Entiendo que en lugar de ser la respuesta adecuada, la reclamación de la existencia de fuertes partidos nacionales puede desviar la atención de los verdaderos problemas, sin ayudar a resolverlos. Entre otras cosas porque impide formular el problema de forma adecuada.

La primera parte del problema que oculta es la necesaria exigencia a todos los partidos que actúan en el sistema político español para que sean partidos nacionales, en el sentido de que piensan y actúan desde la consideración no sólo de los intereses de un territorio determinado, sino desde la consideración de los intereses generales del Estado. Dada la tendencia que existe de mirar a un Estado federal que funciona, como es Alemania, todos debieran tomar un ejemplo en la CSU de Baviera y su sentido nacional -baste recordar que en la época de los llamados tratados del Este, la reconciliación con Polonia y la aceptación de la actual frontera en el Oder-Neisse, el presidente de dicho partido era muy nacional, incluso el más nacionalista oponiéndose a dichos tratados-.

Si el lehendakari es el representante ordinario del Estado en Euskadi, el partido al que pertenece no puede actuar como si sus intereses acabaran en el Ebro. El PNV y cualquier formación nacionalista ocupan posiciones de Estado y se les puede y se les debe exigir funcionar también con perspectiva de Estado. Esperar que eso lo hagan sólo los llamados partidos nacionales significa descargar a todos los demás de sus obligaciones para con el Estado, para con la nación política. Algo inaceptable.

La segunda parte del problema reside en la representación del conjunto del Estado, de la nación política, que no cultural. No se puede negar que los partidos llamados nacionales poseen una capacidad de representación institucional del conjunto. Pero ni es la única, ni es la mejor posible. Se puede ver bien con un ejemplo: cuando en la negociación para aprobar los presupuestos el Gobierno de turno recurre, por necesidad, a un partido nacionalista para conseguir tumbar las enmiendas a la totalidad, el término tajada sale siempre a relucir. Tal o cual partido ha conseguido una buena tajada, queriendo decir que ha conseguido determinado número de millones para su territorio, no mejoras para el conjunto de ciudadanos.

Es ciertamente aberrante que cuestiones territoriales se traten en una negociación ubicada en el Congreso de los diputados, porque en esa institución está representado el conjunto de los ciudadanos como iguales. No tienen cabida las negociaciones territoriales en ese ámbito. Lo que sucede es que no existe otro ámbito institucionalizado que represente el conjunto de la nación política en la otra vertiente, en la vertiente de la pluralidad territorial. Y al no existir, se termina mezclando todo.

La mejor manera de hacer frente al riesgo de disgregación, que es real, y a los problemas de la bilateralidad institucionalizada en los nuevos estatutos, es reformando de una vez el Senado para hacer que sea la representación del conjunto de la nación política desde la vertiente de la pluralidad territorial. Es ahí donde se puede y se debe dar la negociación de los intereses territoriales, en un ámbito que necesariamente representa al conjunto, al igual que el Congreso de los diputados, pero desde otra vertiente.

Ante esta reforma, hacer descansar la respuesta al peligro de la disgregación en la fortaleza de los partidos nacionales es ocultar la verdadera dimensión del problema en los dos aspectos citados, y apostar por un parche que nos haga creer que el problema está resuelto cuando sólo está oculto. Y no conviene engañarse: lo que la España autonómica necesita en estos momentos es una reforma de sus estructuras para apuntalar la representación del conjunto, para consolidar la estructura del conjunto.

Es conocido que el término federal despierta angustias irracionales en muchos ciudadanos españoles. Pero conviene recordar a todos esos ciudadanos que temen lo que se esconde tras el término federal que federación exige unidad, parte de la unidad y no se entiende sin la unidad. Mal favor le hacen al federalismo quienes consciente o inconscientemente plantean soluciones abiertamente confederales que niegan la unidad superior.

Todos deben saber que la federación existe sólo si existe unidad -la guerra de secesión en EEUU fue una guerra para preservar la unión contra la confederación-, exige lealtad federal que consolida la unión, y funciona en la medida en que las leyes federales se sobreponen a las leyes de las partes federadas.

En este sentido, la mejor aportación de los partidos nacionales es que se pongan de acuerdo en reformar en sentido federal el Senado sin mayor dilación. El resto de cuestiones, como el fortalecimiento de los partidos nacionales y de su funcionamiento como tales, sin ser desechable, puede servir sólo para despistar.

Joseba Arregi, ex diputado del PNV y autor de numerosos ensayos sobre el País Vasco, como Ser nacionalista y La nación vasca posible.