El cardenal Tarancón, en el recuerdo

El Cardenal Tarancón en una imagen de archivo. EFE
El Cardenal Tarancón en una imagen de archivo. EFE

Hoy escribiré a propósito del cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Precisamente porque el 5 de junio –Día del Medio Ambiente, ¡qué bien!—, dicté una conferencia en Castellón, invitado por el presidente de la Diputación Provincial, Javier Moliner, en un ciclo homenaje del cardenal.

En ese sentido, empezaré por decir que cuando fue designado presidente de la Conferencia Episcopal (1971) a muchos les pareció un auténtico milagro que propició transformaciones fundamentales. Y en la dirección apuntada, el nuevo presidente de la Conferencia asumió decididamente sus responsabilidades, mostrándose favorable al cambio para poner fin a la entonces estructura esclerotizada de la Iglesia, y a la religiosidad fetichista. Estos eran la pauta en los "festejos político-religioso-militares de carácter oficial, o en celebraciones místico-cívicas"; como dijo un día José Antonio Novais, corresponsal de Le Monde en Madrid.

Todo lo expuesto lo sintetizó el propio Tarancón en lo que dio en llamarse el Discurso de la Corona, cuando se dirigió al rey Juan Carlos y a todo el país en la Iglesia de los Jerónimos, el 27 de noviembre de 1975, un templo gótico de la época de los Reyes Católicos situado al lado del Museo del Prado. El discurso quedó virtualmente integrado a través del hermoso claustro originario, inserto en la pinacoteca por el arquitecto Rafael Moneo.

Fue impactante ver y oír ese mensaje de Tarancón por televisión, dirigiéndose a un público de reyes, príncipes, presidentes de repúblicas, etc., llegados a Madrid en la víspera en apoyo del nuevo jefe de Estado de España.

Todavía no estaba claro oficialmente que fuera a cambiar el rumbo del país hacia la democracia, por muchos que fueran los indicios de que el joven rey pensaba ir en esa dirección. En tales circunstancias el mensaje de Tarancón se escuchó en millones de hogares españoles, y tuvo gran resonancia en los medios internacionales.

Yo había estado la mañana de ese día en el entorno de la cárcel de Carabanchel –donde había residido varios meses en 1956, y a donde volvería, por edicto de Fraga, en 1976-, en una manifestación en pro de la amnistía y la libertad de los presos políticos.

Movida que empezó en un bosquecillo de pinos frente a la entrada principal de la prisión, donde nos habíamos reunido unos centenares de personas, los mismos de siempre, en convocatoria de la Junta Democrática. Casi todos éramos del PCE, y como organizadores de la cosa, estábamos, que yo recuerde, Juan Antonio Bardem, Eugenio Triana, Luis Larroque, Enrique Curiel y yo mismo.

Era una mañana muy fría, y yo iba con un grueso gabán de paño azul, al igual que mis otros colegas, pareciendo casi hermanos uniformados. En un momento dado dimos el grito de comienzo de la manifestación: “¡¡¡Amnistía, libertad!!! ¡¡¡Amnistía, libertad!!!...” y así, sin parar, saltamos todos del pinar a la carretera, y nos dirigimos a la puerta de la cárcel donde había un pequeño retén de Policía, que no pudo hacer otra cosa que observarnos. Pero inmediatamente, llegaron camiones-tanquetas con cañones de agua a presión, que nos dispersaron hacia la zona de Aluche.

Luego de ser dispersos por los hidrotanques, anduvimos merodeando en torno a la prisión, y desde un alto contemplamos cómo la policía armada había establecido una batería con morteros que disparaban botes de gases lacrimógenos a los focos de manifestantes.

En la noche de aquel día –lo recuerdo otra vez, el 27 de noviembre de 1975-, fuimos mi esposa, Carmen Prieto-Castro, y yo a casa de la familia de Salvador y Charo Gayarre.

Allí vimos en TVE cómo el cardenal Vicente Enrique y Tarancón se dirigía a Juan Carlos I y a Sofía, en la Iglesia de los Jerónimos, en larga alocución diciendo que el rey había de serlo de todos los españoles sin excepción, preconizando el retorno a la libre expresión del pueblo, para hacer posible la concordia.

Fue un discurso notable, leído con gran aplomo, con movimientos de gran actor, que se realzaba al tener en una de sus manos el báculo de pastor. Dicen que aquella oración salutífera la había preparado su consejero José María Martín Patino, pero en cualquier caso, el cardenal dio aquel día, con aplomo y resolución en su voz profunda y bien modulada, una lección a España y al mundo entero. Con una entonación muy suya, solemne, esperanzadora, formidable… a mí, me recordó a Anthony Quinn haciendo de Papa en la película inolvidable de Las sandalias del Pescador.

Desde el día siguiente, en los conatos de manifestaciones públicas contra cualquier pretensión de apertura política, la consigna más coreada por los ultras, pasó a ser la de: "¡¡Tarancón, al paredón!! ¡¡Tarancón, al paredón!!...". En definitiva, el cardenal, con su gran mensaje, abrió la Iglesia a los nuevos tiempos… y a la democracia inevitable. Fue la representación de un verdadero cardenal de España.

Ramón Tamames es catedrático de Estructura Económica, cátedra Jean Monnet de la UE y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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