El carisma de la coherencia

Quizá no quede ya en España un político capaz de concitar el respeto moral de que disfrutaba Julio Anguita. El fundador de Izquierda Unida se había ganado un prestigio extendido mucho más allá de sus propias filas, y que más que aprecio por sus ideas era estima por su coherencia, por su dignidad, por su honradez personal y por su bonhomía. A diferencia del añorado Adolfo Suárez, no fue un hombre de posiciones moderadas o flexibles en las que pudiera reflejarse gran parte de la sociedad; era un convencido comunista, un ideólogo radical, aunque bastante más culto y leído que la mayoría, de un fundamentalismo perseverante asentado sobre una concepción compacta de la doctrina. Pero su dogmatismo incuestionable, orgulloso y a menudo iluminado por el halo de la utopía, reposaba sobre un fondo de humanidad capaz de suscitar corrientes transversales de empatía mucho más amplias que las de un simple líder partidista.

Su profesión de maestro de escuela le había dotado de una vocación por la pedagogía que convirtió en una referencia de estilo, en una forma de andar por la vida. Sentencioso, cortés, solemne, a veces engolado en su retórica actoral de ecos senequistas y su perfil altivo de califa, representaba para muchos españoles que no pensaban como él un paradigma de ética política: el de un líder, casi un gurú, reflexivo, formal, discreto, alejado de la siniestra pasión conspirativa, y aferrado a los principios que defendía con una integridad estricta. Fue respetado porque sabía respetar y porque, profesando un credo de naturaleza extremista, nunca se rebajó al matonismo faltón o al sectarismo cainita.

Incluso caía mejor a los que no eran de su cuerda, porque los correligionarios tendían a sentirse dianas potenciales de su desdén o de su displicencia y sabían que detestaba a los progres por su aire de superioridad hueca y que cualquier desliz en la ortodoxia podía acarrearles un anatema. Tenía Anguita un cierto rasgo autoritario, una pulsión expeditiva que dejó patente durante su eficaz período en la Alcaldía cordobesa y que le granjeaba la aprobación de mucha gente de derecha; entre la izquierda, en cambio, no acabó de gozar de total anuencia. Los comunistas porque no pueden vivir sin purgas ni conjuras internas, y los socialistas porque no soportaban su aire de legitimismo y pureza. Para la historia mezquina de los turbios noventa quedó aquel desahogo con que González, harto de la «pinza» que asfixiaba su época de decadencia, lo juntó con Aznar bajo el innoble dicterio de «la misma mierda».

En sus últimos años abrazó y apadrinó -siempre con cierta reticencia intelectual- a Podemos al reconocer en el discurso de Iglesias su vieja teoría de las dos orillas y del desafío global al sistema. Vio en el nuevo partido la reencarnación tardía del proyecto revolucionario y de ruptura en el que siempre había cifrado su estrategia y que había vuelto a rumiar en el desierto de una soledad de profeta. Sin embargo, ni siquiera el sueño del «sorpasso» al PSOE, de la reunificación comunista o del cuestionamiento a la macrosoberanía europea bastó para que abandonase del todo su distancia escéptica. Su apoyo, paternal y áulico, lo prestó desde fuera; la aventura del poder le pilló demasiado viejo y demasiado descreído para comprometer en ella los últimos estertores de su congruencia. Y Galapagar no era precisamente un ejemplo de su escuela.

Pero si por algo generaba el desaparecido dirigente un sentimiento carismático era por su honestidad de asceta laico y por su talante fieramente humano. Siendo como nunca dejó de ser un profundo doctrinario, de férreo pensamiento dogmático, la opinión pública reconoció en él a un hombre de convicciones impermeables a la venalidad, el agio, el desclasamiento o cualquier tentación contradictoria con su ideario. El arquetipo popular del político consecuente y honrado. Y, sobre todo, gustaba su tono educado, su habla pausada, su lenguaje didáctico, su rechazo al griterío, a la exaltación de la emocionalidad y al escarnio, su alejamiento consciente y enérgico de la política-espectáculo. Anguita era, y en eso jamás necesitó impostar, la antípoda del actual modelo de liderazgo superficial y marketiniano que produce marionetas, maniquíes, clones programados para la destrucción sistemática del adversario. Su modelo era el del debate -en ocasiones hasta la pesadez- de fundamentos programáticos, lo que le convirtió en una rara avis de la que se burlaban hasta sus partidarios. No buscaba seducir al votante con halagos -fueron famosos sus mítines en los que reprendía el conformismo del electorado- sino persuadirlo y hasta catequizarlo. En privado, su tendencia teologal a predicar no lo cerraba al diálogo: su autoconvencimiento era inconmovible pero sabía admitir la autonomía de criterio como un límite sagrado.

Por eso hoy lo despiden con honor y afecto muchas personas que jamás le votaron -de hecho le votaban más bien pocas- pero le guardan consideración porque no se parecía a esta dirigencia de labia prestada y fondo hueco. Porque aunque no se estuviera de acuerdo con él inspiraba la confianza de un tipo serio. Porque tenía sentido del deber y de la responsabilidad y le importaba ser honesto. Porque esta dialéctica de perspectiva corta y cháchara sin crédito le producía una mezcla de pereza y desprecio. Porque repudiaba la mentira como instrumento y la liquidación del rival -él la sufrió- por cualquier método. Porque sabía entenderse con quien fuera en torno a un fin concreto. Porque sentía alergia por la trivialidad epidérmica de los tribunos posmodernos. Porque representaba, en fin, todo lo contrario de esta política sin talento, saturada de ruido y vacía de valores, establecida sobre un tacticismo miope y sin fundamentos.

Los arúspices del pragmatismo lo criticaron siempre por sus reiterados fracasos. Es significativo que sin haber triunfado nunca y habiendo coleccionado desengaños gozara de aureola intachable en una sociedad acostumbrada a valorar el éxito rápido. Pero con todos sus errores se lleva a la tumba un patrimonio moral bien ganado que trasciende en la memoria colectiva como su más honorable epitafio. Prefirió ser coherente y fiel a sí mismo a resultar simpático. Y llegará el tiempo de juzgar el legado de los oportunistas que han orientado su propia trayectoria en el sentido contrario.

Ignacio Camacho

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