El caso del pintor inexistente

Los pasados 10 y 11 de mayo, y como Subasta de Primavera, una de las principales firmas de Madrid dedicadas al mercado del arte, sacó a subasta el cuadro de un extraño pintor. La obra, cuyo número de lote era el 783, se llamaba El estudio del pintor y era un óleo sobre tablex cuyas medidas eran 45 por 37 centímetros. Estaba firmada al dorso y fechada en 1986. Hasta aquí nada especialmente reseñable, una pieza más de las cientos que se subastan cada año. Lo único insólito era que el autor del cuadro respondía al nombre de Rafael Argullol, es decir, mientras no se demuestre lo contrario, yo mismo, sospecha que aumentaba al comprobar que los datos biográficos eran exactamente idénticos a los míos. Por desgracia, en mi vida he sido incapaz de pintar un cuadro.

La curiosa historia había empezado el 8 de mayo cuando, estando en Bogotá, recibí un SMS de una amiga holandesa, marchante de arte, a la que hacía años que no veía. Me informaba, con cierta irónica malicia, que un cuadro mío había salido a la venta en una casa de subastas de Madrid. Como me ofrecía todos los datos necesarios, al volver de Colombia busqué en Internet la misma fuente a la que había accedido mi amiga, con la certeza de que esta se había equivocado. Pero no, todas sus informaciones salían reflejadas en la pantalla: los días de la subasta, el número de lote, las medidas de la obra... Junto con la casa de subastas aparecía la autoridad de un art magazine -de nombre paradisiaco- que, según deduje, tenía un amplio alcance internacional. En la pantalla quedaba claro que Rafael Argullol era un pintor consolidado y con cierta reputación pues brotaban cosas como "próximas subastas de obras de Argullol", "noticias de actualidad sobre Argullol" e incluso un emocionante titular que contemplé con legítimo orgullo: "obras de Pablo Picasso y Rafael Argullol". De repente, de la noche a la mañana, me había convertido en un prestigioso pintor, o más bien, como se insistía en la pantalla, con sutil italianización, pittore.

Y entonces brotó también la imagen. Me preocupaba, la verdad, el cuadro que yo, como pittore, había pintado en aquel ya lejano 1986. ¿Sería un monigote cualquiera?, ¿sería, si no una obra maestra, sí al menos algo presentable, algo que pudiera enseñar sin rubor a mis amigos? Como me temía lo peor, cuando tuve mi cuadro ante los ojos sentí un cierto alivio. No era desde luego una obra maestra, pero tampoco era uno de aquellos espantapájaros que en los años ochenta se fabricaban por miles. Estudié cuidadosa-mente la obra que yo, en un rapto inconsciente, había pintado hacía un cuarto de siglo y, de pronto, encontré una explicación al hecho de que se me presentara como pittore.

Me di cuenta de que no solo me había transformado milagrosamente en pintor sino que, en realidad, era un pintor italiano, más bien de la primera mitad de la pasada centuria. Cuanto más obsesivamente examinaba el cuadro -mi cuadro- más me convencía de que allí se delataban claras influencias transalpinas. A veces veía la mano de Giorgio Morandi; a veces, la de Umberto Boccioni e, incluso, no sería descartable el influjo del propio De Chirico. Decididamente, El estudio del pintor, aunque fuera mi único cuadro, era una obra importante, una pintura compleja en la que resonaban, algo tardíamente, eso sí, los ecos de grandes maestros. En aquellos días de 1986 yo me debí convertir, seguramente, en un medium de aquellos sobresalientes artistas y en estado de conmoción, o de éxtasis, ejecuté, sin apercibirme racionalmente, este cuadro que, también sin mi conocimiento, había salido a subasta en Madrid.

De hecho todo encajaba. ¿No era acaso el tema del "taller del pintor" uno de mis temas favoritos en la historia de la pintura? Vermeer, Velázquez, Courbet, el propio Picasso, al que tan inesperadamente ahora acompañaba en un catálogo. No era de extrañar, pues, que en el momento de ser empujado por las oscuras fuerzas de la inspiración a acometer la única pintura de mi vida hubiera escogido aquel asunto, y El estudio del pintor se erigiera, así, en un manifiesto de mis propios deseos. De otra parte, no pudiendo negar que cada uno de nosotros aspira a lo que no tiene, o a lo que la naturaleza le ha vedado, hay una lógica implacable en el hecho de que el pintor quiera ser músico, el músico se deleite con la idea de ser escritor, y el escritor sueñe con ser pintor. Mi sueño se había cumplido gracias a que una vieja amiga holandesa me había informado de una subasta en la que se ponía a la venta un cuadro mío. Soy el autor del -para mí- ya famoso El estudio del pintor.

Sin embargo, como no soy el autor de ningún cuadro, ni siquiera de este, y como sé con toda seguridad que no estoy dotado para la pintura, aunque sea bajo un estado extático, el sueño también puede derivar fácilmente hacia la desagradable pesadilla. Si es tan fácil usurpar la identidad de alguien, crearle un oficio, y hasta atribuirle una obra determinada que nunca realizó, resulta asimismo muy sencillo atribuirle la vida que no tuvo y juzgarlo por actos que jamás cometió. Evidentemente las falsificaciones en el mundo del arte siempre han sido moneda corriente, al igual que los plagios en literatura. Pero el caso de El estudio del pintor es bastante singular y se incrusta, no tanto en la larga tradición del falso artístico, sino en nuestra tendencia contemporánea a crear existencias falsas, a partir del acoplamiento de distintos fragmentos suministrados por las casi infinitas redes de información a las que cualquiera tiene acceso.

Como me cuesta creer que alguien haya inventado mi condición de pittore de manera preconcebida, dada la nula rentabilidad comercial de dicha operación, quiero pensar que todo es el fruto de un monstruoso equívoco: monstruoso en el sentido estricto que esta palabra podía tener para aquellos maravillosos taxidermistas de Macao y Singapur que, en la segunda mitad del XIX, construían nuevas especies a partir de animales distintos para satisfacer la furia darwiniana de los museos occidentales. El resultado era una criatura falsa forjada a partir de piezas verdaderas. A El estudio del pintor, mi pobre cuadro, le ha pasado lo mismo. Alguien lo ha arrebatado a su autor material -sea quien sea este- y, tras cambiar mi oficio, me lo ha adjudicado a mí. Todo es falso y todo es verdadero al mismo tiempo: como lo eran los centauros y las quimeras. En un horizonte repleto de plagiarios impunes, naturalmente escudados en el anonimato del denominado "mundo virtual", ¿tienen relevancia la torpeza de un art magazine o el descuido de una prestigiosa casa de subastas? ¿Son realmente torpeza o descuido?

Mientras respondo a este interrogante me muevo en un dilema: ¿debo, de acuerdo con la pesadilla, arremeter contra la impunidad de los autores del desaguisado o, por el contrario, rendido al dulce sueño de haber conquistado de golpe el título de pittore, debo considerarme el artífice de un cuadro que, para ser el primero, no es nada despreciable y me anuncia una prometedora carrera?

Rafael Argullol, escritor.

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