El caso Djokovic: donde hay Estado no manda tenista

Podríamos decir, como Cicerón, O tempora! O mores! al contemplar cómo un suceso al otro lado del mundo genera una marea de reacciones que arrasa la aldea global. Unos y otros enarbolan sus respectivas banderas, se arrojan como pedradas enfervorecidos tuits, likes, favs, shares y comments. Los odios sobrevuelan las cabezas, las audiencias imponen sus reglas y, entremedias, queda la amarga impresión de que el impostado espectáculo nos hace perder por el camino algo importante: los conceptos.

El problema que se le ha planteado a Novak Djokovic no se refiere en sentido estricto a la vacunación obligatoria. Es cierto que algunos estados de Australia la han impuesto para ciertos trabajadores, particularmente los que se emplean en sectores sensibles por su contacto con el público.

Pero esa no es la tesitura en la que se ha colocado Djokovic. Aun contando con la inicial contribución al enredo de la organización del torneo, que según todos los indicios fue permisiva para asegurarse la participación del número uno del tenis mundial, lo cierto es que Australia no ha hecho otra cosa que ejercitar sus naturales competencias como Estado soberano para indicar qué requisitos deben reunir quienes quieran entrar a su territorio.

Usted puede vacunarse o no. Pero si no lo hace no podrá entrar en el país. Australia no obliga a nadie, pero tampoco puede ser obligada a no hacer lo que considera oportuno en defensa de la seguridad de sus ciudadanos, a los que ha exigido importantes sacrificios para hacer frente a la pandemia.

La cosa no es tan sencilla, claro. Se podría decir que la imposición de vacunación para entrar al país implica algún tipo de obligación indirecta o de indicación condicionante, en cuanto negarse a recibirla provoca la pérdida de la oportunidad que motiva la realización del viaje, ya sea profesional, personal o de mero ocio.

Pero la oportunidad o ventaja que un particular busca o propicia al viajar a un país implica que asume el sistema normativo de dicho país, lo cual incluye los principios de orden público.

Cualquier país, y por supuesto Australia, puede decir al mundo: "Si ustedes quieren obtener algún tipo de beneficio visitándonos, lo tienen que hacer siguiendo nuestras reglas. Si no les parece bien, busquen y completen sus oportunidades en otros lugares".

Lo que aquí se ha puesto en juego ha sido algo muy distinto y puede que aun más importante, que puede formularse del siguiente modo. ¿Cuál es el rango tolerable de excepciones a las reglas que conforman el ordenamiento jurídico y garantizan el marco de convivencia que puede permitirse una sociedad sana?

Aunque posteriormente se ha querido rebajar el perfil inicial, Djokovic se ha presentado a sí mismo ante la opinión pública como un antivacunas convencido de que sólo necesitaba remedios naturales y equilibrio interno para sobreponerse a un virus. Ha entrado a Australia proporcionando información inexacta (dejémoslo así). Y cuando se ha cuestionado su permanencia, su entorno ha optado por promover una imagen de resistencia de tintes iluminados y nacionalistas.

El mensaje que ha transmitido el aparato propagandístico que rodea al deportista ha sido que las circunstancias en las que Djokovic había entrado en Australia, las normas del país, las competencias de sus autoridades y el factor ejemplarizante que sobrevolaba el caso, eran cuestiones secundarias.

Por el contrario, se quería hacer valer la singularidad del protagonista. Se trataba de un deportista de elite, de un joven sano que había paseado su forma física y su desenvoltura por todo el mundo, incluyendo una parada previa en España, sin tantas prevenciones ni incomodidades, días antes de recalar en Australia. De un ciudadano serbio adorado en su propio país, que se quiso presentar como un símbolo de resistencia frente a la injusticia.

El mensaje subyacente es que, en las descritas condiciones, un hombre tal no podía ni debía someterse a las reglas, y que había que confeccionarle una excepción a su medida.

Es más. No importaba cómo tuviera que articularse dicha excepción, porque si fracasaba la primera estrategia, basada en el convencimiento (puede que en parte favorecido por la organización del Open) de que a Djokovic se le iban a tolerar las pequeñas irregularidades de su expediente, entonces entraría en juego la segunda, que pasaba por vencer la resistencia de las autoridades australianas generando un clima social lo bastante intimidatorio de apoyo al tenista.

Pero las cuentas no salieron. La respuesta de los antivacunas en la propia Australia fue de lo más discreta, y las declaraciones inflamadas y las protestas en Serbia quedaban demasiado lejos. Ver las imágenes de unos cuantos extremistas blandir antorchas encendidas en Belgrado, o a una más amplia y comedida parte de la población serbia bailar con intención reivindicativa el típico kolo en las calles de su capital, o incluso escuchar las inconvenientes declaraciones del presidente serbio, resultó ser indiferente para las autoridades australianas y un producto más de la avalancha diaria de imágenes de usar y tirar que no trascienden más allá del momento en que se generan.

Y lo que es más importante. Las cuentas no salieron porque Australia hizo algo que puede parecer auténticamente revolucionario en la época del relato, el envoltorio, el trampantojo y la cesión interesada o cobarde: dijo "no". Puso en juego su Estado de derecho, adoptó sus decisiones y asumió sus responsabilidades, tramitó los recursos presentados, acató las decisiones judiciales, cada una en el sentido que requería el concreto acto administrativo considerado, y preservó el derecho de defensa de Djokovic.

Con todo ello, Australia proclamó que la fama, la eventual presión mediática o diplomática y la conveniencia del espectáculo no podían considerarse una excepción. Que su ordenamiento podía ser duro, e incluso objetable en algunos aspectos, pero era así para todos con independencia de su poder o capacidad de influencia. Y que, al mantener esa sustancial igualdad de trato, sostenía la dignidad equivalente de todas las personas.

No sabemos todavía qué nos deparará el futuro y cuándo y en qué condiciones saldremos de esta pandemia que, seguramente, marcará nuestras vidas con sus consecuencias sociales y económicas por mucho más tiempo del que teníamos previsto. Estar a favor o en contra de la vacunación, y aun más, de la vacunación obligatoria, para la población del país, o como requisito de entrada al territorio nacional, no es cuestión que pueda despacharse de manera simplista o con argumentos viscerales, porque pone sobre la mesa una controversia moral de hondo calado, de la que nos vamos librando en España por simples razones coyunturales.

A diferencia de otros países, el grado de aceptación popular de la vacunación es tan alto que ha excusado por el momento de plantear otras medidas. Y aunque en el estado actual de nuestro ordenamiento la vacunación obligatoria no es posible, parece que la reforma legal para introducirla podría cobijarse en el paraguas constitucional.

Resulta, por cierto, significativo, que sobre este asunto no se estén blandiendo objeciones de peso en los países europeos de similar cultura constitucional que ya han implantado algún grado de obligatoriedad en la vacunación desde que Ursula von der Leyen sugiriera la procedencia de un debate sobre tales extremos.

De todo esto nos hemos librado, por el momento. Pero no deberíamos sustraernos a lo que subyace verdaderamente en el caso Djokovic. No tanto una legítima discrepancia sobre si la vacunación puede o no ser exigible, y en qué condiciones, sino más bien una apelación a la responsabilidad política en la toma de decisiones, y la reivindicación de la igualdad y la dignidad de los ciudadanos, garantizadas mediante la integridad del ordenamiento jurídico.

Sobre todos estos aspectos tenemos por delante en España un importante espacio de reflexión.

Luisa María Gómez Garrido es la presidente de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha.

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