El caso Galbraith

Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (LA VANGUARDIA, 04/05/06):

Nunca me atrevería a escribir la necrológica de un economista, pero John Kenneth Galbraith, fallecido el pasado sábado, ha sido mucho más que eso. Por esta razón, su colega y amigo Paul Samuelson, quizás exagerando, dijo que era el economista más famoso del siglo XX.

Ahora bien, los economistas suelen tratar mal a Galbraith. Sin embargo, para un profano de la economía se hace difícil entender que no se le haya concedido el premio Nobel. De él suele decirse que es un mero divulgador y un escritor de best sellers, no un investigador que haya aportado novedades teóricas importantes a la ciencia económica como para merecer el Nobel. Es posible. Pero durante más de cuarenta años sus publicaciones han sido enormemente influyentes en los estudiosos de las ciencias sociales y en la opinión pública en general. No deja de ser paradójica esta contradicción: un economista desdeñado por sus colegas y apreciado por los especialistas y aficionados en ciencias afines.

Varios pueden ser los motivos de esta paradoja. En primer lugar, Galbraith era un excelente escritor. Daba gusto leerle y se le entendía todo, algo muy apreciado por los profanos en economía. Prueben los que no sean economistas a leer un simple artículo de prensa firmado por Samuelson, que es premio Nobel e indiscutido buen economista. Yo he hecho este esfuerzo muchas veces con la esperanza de ser recompensado: siempre ha sido en vano, nunca he llegado a descifrar los argumentos de sus deslavazadas colaboraciones periodísticas.

En cambio, de Galbraith puede decirse aquello tan manido: enseñaba deleitando. No sólo su exposición era clara y pedagógica, sino también divertida: era cáustico e irónico, sabía poner el ejemplo que lo iluminaba todo, provocaba al lector y desmitificaba lo que otros no se atrevían a tratar. De ahí, quizás, su éxito popular, no sé si justificado por la profundidad de sus conocimientos.

Sin embargo, lo que no puede negarse, en todo caso, es su aguda inteligencia, su fina capacidad para percibir los problemas que cada momento histórico planteaba. La sociedad opulenta, su primera obra de repercusión mundial, publicada en 1958, fue una severa crítica a lo que en aquel momento se llamaba neocapitalismo y que tenía como consecuencia lo que también se llamó sociedad de consumo, en la que todavía estamos en Occidente, cada vez de forma más exagerada. Pues bien, aquel libro generó un debate que duró unos años, cosa que nunca hay que menospreciar en el avance de cualquier ciencia.

Lo mismo sucedió con la publicación de El nuevo Estado industrial en 1967. Quizás sus apreciaciones sobre los intereses no coincidentes entre la propiedad de una gran empresa y los altos ejecutivos que la gestionaban no fue un descubrimiento suyo. Es más, seguro que no fue así, ya que en aquellos momentos había ya una extensa literatura sobre el tema. Pero el concepto de tecnoestructura y la sistematización ordenada de lo que todo ello suponía en las economías avanzadas fueron una buena contribución al estudio de la sociedad de la época.

Quizás lo que sucede con Galbraith, lo que podemos denominar caso Galbraith, es que se trata de un economista zorro más que un economista erizo, aplicando la útil distinción de Isaiah Berlin. El científico erizo es aquel que durante toda su vida intelectual da vueltas a un mismo tema hasta agotarlo, y el científico zorro es el que va picoteando en multitud de temas sin agotar ninguno pero tratándolos todos con un excelente nivel. Galbraith fue, probablemente, un economista zorro: divagador, polémico, desmitificador y un poco superficial. Su variada vida, contada en excelentes libros de memorias, le aportaba una experiencia que nunca podría extraer sólo de los libros, los informes y las estadísticas. Y ello también debe contar en su valoración como científico.

Todo ello me lleva a sospechar que el desairado trato que Galbraith ha recibido de buena parte de su gremio no está desligado de sus posiciones políticas. Galbraith fue un liberal americano, es decir, lo que en Europa llamaríamos un socialdemócrata. Muy influido por Keynes, Veblen y Schumpeter, admirador de Paul Baran, fue hasta el final un crítico del capitalismo realmente existente en Estados Unidos, sin salirse nunca del amplio marco de la economía liberal. Su último gran libro, La cultura de la satisfacción, publicado en 1992, constituye una dura crítica al reaganismo económico. Nadie es perfecto, pero no pueden criticar tan ácidamente a Galbraith quienes ensalzan desmesuradamente a Raymond Aron, al mismo Berlin o, peor aún, a Jean-François Revel, fallecido casualmente el mismo día que Galbraith. Ninguno de ellos fue un pensador original, aunque estuvieron del lado liberal. Cuando no hay igualdad de trato entre personas iguales es que se hacen trampas.

Me gusta hacer la necrológica a las personas que me han hecho pensar. Les debo mucho e intento restituirles con el recuerdo. Por esta razón he querido dedicar este artículo a Galbraith, ese canadiense de origen, después nacionalizado estadounidense, desmesuradamente alto y con aire desgarbado, divertido y polémico, enormemente trabajador, que ha muerto a los 97 años tras una vida repleta de actividad, en la que ha sido profesor de Berkeley y Harvard, colaborador de los presidentes Roosevelt, Kennedy y Johnson. Una persona con sentido común y con sentido del humor: lo primero lo aplicó a la economía; lo segundo, a sus escritos. Quizás no ha sido un genio de la economía, pero probablemente ha sido el economista más leído de la historia.