El caso Gorman

Va de suyo que la juventud es un viaje, un alejamiento del error. En ella se cometen muchos desatinos, y no es por eso extraño que entre los excesos que la adornan esté el de la arrogancia e incluso la soberbia. El mancebo Rimbaud, por ejemplo, tuvo ambos defectos, pero los dos quedan compensados por la altura abisal de su obra, que es tanto como decir su altísima hondura. El problema surge cuando al exceso se suma la falta de calidad literaria. Lo que la joven Amanda Gorman leyó, meses atrás, en la toma de posesión del presidente estadounidense Joe Biden es un poema mediocre. Mejor sería no considerarlo tal y sí pieza retórica, discurso en líneas cortadas, bienintencionada pieza oratoria más destinada a complacer a los propios que a conmover, sacudir, hacer dudar de las propias convicciones, tareas todas que cumple la mejor poesía.

El yerro no radica en la propia joven, encumbrada a un puesto que difícilmente le corresponde. En la alta política ha de imperar la sabiduría, y no es baladí que en Roma el Senado fuera asamblea de hombres mayores, como etimológicamente indica el término. Hoy también podrían ser mujeres, bienvenidas sean. En los actos públicos cada vez hay menos personas que peinan canas y más representantes de la juventud, sacada a la pasarela como un ídolo. Estuvo bien que Gorman engalanara con su abrigo y tocado de marca, con su sonrisa pizpireta, el acto. Ahora, elevar lo que leyó a la categoría de oráculo y no va más del ‘ars poetica’ es de un papanatismo preocupante. El corolario de ese salto a la fama (¡ha nacido una estrella!) ha sido la reciente publicación del poema de marras en diecisiete lenguas del mundo en una operación económica que ya ha hecho rica a la muchacha gracias a la paradoja de hablar de los pobres para llenar la bolsa, referirse a los desfavorecidos para acumular poder.

La culpa de todo ello no la tiene tanto Gorman como quienes lo permiten, incluido (nadie es perfecto) el senatorial Biden. Sería miserable caer en la jeremiada por el éxito de una joven si esto no viniera acompañado de una reflexión de mayor calado. Además, con el veto a algunos traductores por no ser mujeres negras y activistas, ridiculez que se comenta por sí misma, lo que se ha producido es una complicidad con un hecho tan grave en lo literario como en lo jurídico, que en España roza lo inconstitucional si no directamente arremete contra nuestra ley máxima. La discriminación por razón de sexo o raza no está permitida ni es permisible. Por lo que sabemos, la misma Gorman, una vez realizado su trabajo el traductor al catalán, dijo que nanay, que lo que ella quiere es una mujer y activista, preferiblemente de origen africano. Aquí hay caso, y un bufete podría pleitear. Lo que sucede es que bajamos la cabeza para pasar desapercibidos y que no caiga el estigma sobre nosotros, al igual que callamos cuando se impone la paridad en los repartos de conferencias del Ministerio de Cultura y, como consecuencia de ello, los institutos interesados en determinada charla sobre un autor clásico no pueden disponer de ésta porque hay menos autoras en las que dichos centros hayan mostrado interés y, producido el desequilibrio, el conferenciante varón se queda en casa.

Lo peliagudo de Gorman no es la traducción de su texto a otros idiomas, que discriminando, vetando, pisoteando, se podrá conseguir a su gusto. El problema insoluble es la traducción del mismo a lenguaje poético, es decir, la conversión en poema de lo que difícilmente lo es por su uso de estereotipos y de un discurso ‘recto’ que dista años luz del figurado característico de la poesía. Cierto es que en la última década se ha producido el fenómeno de una escritura de ‘poesía’ más o menos ñoña y carente de intensidad, mala aprendiz de una frase muy repetida en los talleres de creación literaria que, llevada a su extremo, es la perdición de la literatura. Me refiero al ‘Muestra, no lo cuentes’. Como si fuera posible la autonomía del contenido respecto de la expresión. La poesía está hecha precisamente de palabras, de formas de contar, y son estas las que crean ese acto de mostrar. Carente de la sutileza necesaria, el poema de Gorman solo es bueno en la medida en que Agustín de Foxá medía la poesía: «La buena poesía es la que hace llorar a las mecanógrafas». Suponemos que en Atlanta, en Memphis, en Nueva Orleans, muchas administrativas negras se habrán sentido interpeladas por el poema. Pero si este no logra validez universal, queda en canto de tribu; si no es obra de arte por sí misma, se convierte en artimaña, panfleto, eslogan. Si denunciando el racismo y el sexismo cae en racismo y sexismo inversos, hemos hecho un pan como una tortas.

Alguien que no era sospechoso, el novelista de color Ralph Ellison respondió en una entrevista de la ‘Paris Review’: «Si un autor negro, o cualquier otro autor, va a hacer lo que los demás esperan de él, ya ha perdido la batalla antes de empezarla». La falta de sensibilidad de Trump no justifica el trágala de Gorman, su derrota en los términos que manifestó Ellison. La editorial Acantilado ha publicado hace pocos meses un estuche de dos tomos con bastantes de las entrevistas de esa doble serie, ‘El arte de la ficción’ y ‘El arte de la poesía’. Allí hay no pocas lecciones de los maestros, hombres y mujeres con una importante carrera ya a sus espaldas, de las que se pueden beneficiar quienes como Gorman aspiren a dedicarse a escribir acaso con menos beligerante miopía como la que ella y su editorial han demostrado.

La literatura de tesis, como la aún endeble de Gorman, es muy defectuosa, como acreditó ser la mayoría de la poesía social que hacía bostezar en los años cincuenta y sesenta en España. Pero tampoco fijemos nuestra atención demasiado en la escritora afroamericana. El mal está mucho más extendido, y la poesía leve, tontorrona, poco exigente que ella practica es una hidra de muchas más cabezas (no necesariamente cerebros). La creación literaria es algo individual que no se aviene al éxito de masas o a trucos. En lo que aconsejó William Faulkner hay muchas oportunidades de aprendizaje para las voces nuevas (todas en sus inicios): «A quien le interese la técnica, que se meta a cirujano o a albañil. No hay un mecanismo determinado para hacer el trabajo, no hay una fórmula mágica. Mal haría un joven escritor en seguir una teoría determinada. Aprende de tus propios errores. La única forma de aprender es cometer errores». Gorman los ha cometido, al dar un poema romo y luego exigir, sobre eso, no traductores sino acólitos. Un doble error amplificado por sus aduladores y quienes han visto en ella un recurso económico que explotar.

Antonio Rivero Taravillo es escritor.

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