El caso Jérôme Cahuzac

Ni el novelista de mente más calenturienta hubiera alumbrado una ficción político-psicológica como la que azota Francia con motivo del caso Cahuzac. No falta en él nada. Esposa, la dermatóloga Patricia Ménard, que, enfrentada a su marido en un espinoso proceso de divorcio, contrata a un antiguo inspector de Hacienda, Rémy Garnier, para investigar la situación patrimonial de aquel. Abogada de ella, Isabelle Copé, hermana del líder de la principal oposición política a la mayoría gobernante de la que forma parte el afectado. Pertinaz y desfachatada negativa de éste a reconocer la titularidad de cuentas irregulares fuera de Francia en las que, parece ser, tiene depositadas cantidades importantes de dinero, hasta que es perseguido judicialmente y se ve obligado a entonar el mea culpa.

Todo esto habría sido un episodio más o menos hiriente de debilidades y errores humanos si el principal actor de la peripecia no hubiera sido el hasta hace poco todopoderoso ministro francés delegado del Presupuesto, cirujano de postín, socialista reformista, masón perteneciente al Gran Oriente de Francia, hombre con futuro político hasta ahora, que había encarnado la lucha contra el fraude fiscal, y en el último otoño se había colocado vigorosamente a la cabeza de las acciones emprendidas contra tal lacra.

En todo este enrevesado asunto sorprende, por un lado, la osadía y «cara dura» de Cahuzac, y, por otro, la ingenuidad y las deficiencias en la selección y vigilancia del infractor por parte de sus jefes políticos, los inmediatos, el ministro de Economía y Hacienda, Pierre Moscovici, y el primer ministro, Jean-Marc Ayrault, y el superior, el presidente de la República, François Hollande. El episodio supone un duro golpe a la mayoría gobernante socialista y traerá consigo alguna reforma a la luz de la experiencia vivida. Pero me atrevo a opinar que la V República y sus estructuras de gobierno aguantarán, a pesar del zarandeo al que estos hechos las han sometido; son fuertes y a prueba de bombas como la de Cahuzac.

Aunque mal de muchos es consuelo de tontos, ¿podemos en España, como en tantas ocasiones históricas, mirar al espejo de Francia y, ante la abundancia e intensidad de irregularidades en casi todos los niveles del sector público que estamos padeciendo, consolarnos con lo que también ocurre en países tan punteros como el francés?

Creo que no. Sería ponernos una venda en los ojos para disimular la corrupción plasmada en todo tipo de acontecimientos que nos acosa casi a diario. Es cierto que el «affaire» Cahuzac es escandalosamente llamativo, pero creo que la mancha de aceite negruzco y maloliente de la corrupción no abruma en Francia tantos días y en tan distintos sectores de lo público como en la España de estos días. Nuestros vecinos tienen, además, instituciones públicas más fuertes y asentadas que las españolas, y sus valores cívicos y nacionales no han sufrido tanto el rechazable vendaval arrumbador que sufrimos aquí.

España ha padecido en los últimos años un mal traicionero, insidioso, de incalculables consecuencias. La política en sus manifestaciones negativas –lucha por alcanzar y mantener el poder a costa de lo que sea, destrucción del rival como medio de permanencia, actividad entendida como profesión que proporciona un medio de vida permanente…– ha penetrado en donde no debía hacerlo –poder judicial, agencias reguladoras, organismos públicos rectores de la vida económica…–, y con más frecuencia de la deseable está ausente de donde debería estar siempre, de las Cámaras parlamentarias –inundación de decretos-leyes, deficiencias en el control…–. Añadan a esto que la política ha estado dominada por un sistema de partidos rígidamente aislante, endogámico y favorecedor de ciertas carreras políticas desarrolladas a partir de las organizaciones juveniles partidistas, y tendremos una mezcla constitutiva del colchón donde se recuestan bastantes de las irregularidades que emponzoñan la vida ciudadana, y alguna de las causas destacadas de la crisis institucional que nos zarandea.

Y, sin embargo, se habla constantemente de reformas económicas y bastante menos de las político-institucionales. Pero el deterioro institucional al que tanto contribuye la corrupción apremia. Sin llegar a difíciles planteamientos maximalistas de reforma constitucional, es mucho e importante lo que se puede hacer en el terreno de las reformas institucionales para paliar este lacerante problema. Es más, hay que hacerlo si no queremos que los acontecimientos puedan acabar arrollando.

Atítulo de nuevo esbozo adelanto algo de lo mucho e importante que, a mi juicio, se puede hacer en lo institucional con independencia de una hipotética reforma constitucional. Es imprescindible preservar e intensificar la profesionalización de las Administraciones públicas, desarticulando las administraciones paralelas que en algunos sectores de lo público se han ido creando nutridas de personal más o menos político. Para intensificar la lucha contra el fraude fiscal, una de las variantes de la corrupción entendida ampliamente, hay que primar el incremento de los medios personales y materiales a disposición de las administraciones tributarias. El actual régimen electoral nos ha traído estabilidad, pero ha favorecido las rigideces del sistema de partidos y, entre otras cosas, ha favorecido las carreras políticas hechas desde las organizaciones juveniles de aquellos, además de cercenar la incorporación temporal de miembros de la sociedad civil cuya trayectoria personal y profesional pueda enriquecer la vida pública. Hay que revisar el régimen de incompatibilidades, que, al imponer el alejamiento de una manera injustificada, sobre todo en ciertos cargos representativos, de las profesiones de origen, impide la incorporación temporal a las tareas públicas de personas que han destacado en la sociedad civil y pueden aportar mucho a lo público durante una etapa. La ley de Transparencia en el sector público, en elaboración, es muy importante y debe extenderse a todas las entidades, incluidos partidos políticos y sindicatos, que, sin ser públicos en sentido jurídico, llevan a cabo tareas de trascendencia pública. La limitación temporal para el desempeño de cargos públicos y la publicidad del patrimonio de los que los ocupen bajo la idea de que lo importante no es lo que se tiene cuando se llega a tales cargos, sino cómo va evolucionando y cómo termina cuando cese, son, entre otras muchas posibles, algunas de las medidas que no admiten demora y pueden contribuir al alivio de la crisis institucional que nos azota.

En suma, las reformas económicas son muy importantes, pero, tal como están las cosas en España, las instituciones empiezan a no admitir demora y deben combinarse con las primeras.

Por Luis María Cazorla Prieto, académico de número de la Real de Jurisprudencia y Legislación.

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